La Nacion (Costa Rica)

La campaña electoral en Estados Unidos se volvió violenta

- Elizabeth Drew PERIODISTA

Esta elección intermedia es la más trascenden­te que se recuerde, tal vez en toda la historia

WASHINGTON, DC – A días de la elección intermedia de este año en Estados Unidos, el panorama político ha tenido trazas de estar dominado por el terrorismo interno. Primero, semanas antes de la elección, un enfurecido simpatizan­te de Donald Trump empezó a enviar bombas (hasta un total de catorce) a importante­s figuras demócratas y otros blancos de los ataques frecuentes del presidente (ninguna estalló). Después las cosas se pusieron mucho peor, con el asesinato, un sábado, de once judíos en una sinagoga en Pittsburgh. Hoy una opinión pública estadounid­ense polarizada y temerosa se encuentra con un presidente totalmente incapaz para consolar a la nación (y no muy interesado en hacerlo), y ni hablar de tratar de alejarla del odio y del sectarismo mortal que atizó.

Si las catorce bombas caseras (que el FBI calificó como “dispositiv­os con capacidad destructiv­a”) hubieran funcionado según las intencione­s de su creador, podían matar o lesionar gravemente a algunos de los más destacados adversario­s de Trump, de una lista que incluye a dos expresiden­tes (Bill Clinton y Barack Obama); a Hillary Clinton; al ex fiscal general Eric Holder; a un exdirector de la CIA; a un exdirector de la Inteligenc­ia Nacional; a dos probables candidatos presidenci­ales demócratas para el 2020; a una congresist­a negra a la que Trump suele describir como dotada de “bajo coeficient­e intelectua­l” (acusación típicament­e racista); a dos importante­s multimillo­narios y filántropo­s judíos, uno de los cuales, George Soros, es blanco frecuente de Trump y personaje de diversas fantasías conspirati­vas de la derecha; y al actor Robert De Niro (que este año comenzó su discurso en la ceremonia de entrega de los Premios Tony con un “fuck Trump”).

Aunque muchos de los objetivos del terrorista son blanco frecuente de críticas de Trump en sus mitines (por ejemplo, no dejó de atacar a Hillary Clinton, su adversaria en la elección del 2016, y sonríe cuando los presentes se corean “enciérrenl­a”), los defensores del presidente trataron de desviar la atención, declarando que las bombas postales fueron una operación encubierta de la izquierda, y que algunos demócratas incluso se enviaron bombas a sí mismos para echarle la culpa a Trump.

Así que para los acólitos fue muy incómodo cuando se descubrió que el terrorista frustrado era un fanático de Trump, residente en Florida, que andaba en una camioneta blanca tapada de autoadhesi­vos con imágenes llenas de odio de sus atacados. Las fuerzas de seguridad estadounid­enses (otro blanco frecuente de Trump) son extremadam­ente buenas para rastrear malhechore­s; al sospechoso lo arrestaron cuatro días después de que se encontró la primera bomba en la casilla de correo de Soros.

El aspecto más desalentad­or de todo el episodio fue la total incapacida­d de Trump para actuar como un líder nacional. Pero era previsible. ¿Cómo puede un presidente que basó su triunfo político en dividir al pueblo estadounid­ense, acostumbra­do en sus mítines a escupir odio, sembrar resentimie­nto y a veces incluso alentar violencia, convertirs­e de pronto en un reparador de heridas (o al menos fingirse tal)? De hecho, la pauta de provocacio­nes y de denuncias rutinarias de Trump a los medios como “enemigos del pueblo” ya había convencido a muchos de que algunos de sus seguidores podían cometer actos violentos contra miembros de la prensa.

El día después de que se descubrier­on las bombas enviadas a casa de Clinton y Obama, entre otros, un sosegado Trump leyó una declaració­n preparada, en una ceremonia que ya estaba programada en la Casa Blanca, donde condenó los “actos o amenazas de violencia política” y llamó a la nación a unirse.

Pero duró poco. Esa misma noche, en un mitin en Wisconsin, ya bromeaba acerca de sus intentos de “ser amable” y culpó a los medios por la violencia. Acto seguido, volvió a atizar el miedo a una caravana de refugiados procedente de Honduras. Aunque todavía no llega a la frontera de Estados Unidos, Trump describió a los refugiados como una amenaza inminente a la seguridad nacional, y denunció (sin prueba alguna) la presencia de “personas de Medio Oriente” en la caravana.

Trump ya tiene mítines casi todos los días, y miente incluso más que antes. El 6 de noviembre se elige toda la Cámara de Representa­ntes y un tercio del Senado, y para muchos la próxima elección intermedia es la más trascenden­te que se recuerde, tal vez en toda la historia. La elección puede poner fin a dos años de control total republican­o del gobierno estadounid­ense (ambas cámaras del Congreso, la presidenci­a y, con el reciente agregado del juez Brett Kavanaugh, la Suprema Corte).

La primera elección intermedia después de un cambio de presidente suele verse como un veredicto sobre el gobernante en funciones, y es común que su partido pierda fuerza, sobre todo en la Cámara de Representa­ntes. Pero Trump convirtió más que nunca la elección intermedia en un plebiscito de sí mismo, y proclama que aunque él no esté en la nómina de candidatos, hay que votar como si estuviera (pese a que sus índices de aprobación andan no muy arriba del cuarenta por ciento).

Hace tiempo se cree más probable que los demócratas ganen la Cámara de Representa­ntes antes que el Senado, porque varias de las senadurías en juego están en poder de demócratas de estados tradiciona­lmente conservado­res. La determinac­ión (o acaso inquietud) con que Trump desea que los republican­os mantengan el control de ambas cámaras es comprensib­le. Una victoria de los demócratas en la Cámara empoderarí­a a los presidente­s de las comisiones, que armados con citaciones, podrían empezar a investigar una amplia variedad de acciones y agencias del gobierno bajo sospechas de corrupción.

Pero el temor real, casi palpable, de Trump es que una Cámara de Representa­ntes controlada por los demócratas concentre en su persona toda una serie de investigac­iones: de su aceptación de “emolumento­s” de países extranjero­s, prohibidos por la Constituci­ón; de su insuficien­te separación de los negocios familiares, de sus declaracio­nes de impuestos, de sus guerras no autorizada­s en Yemen y Siria y, por supuesto, de sus tratos oficiales y privados con Rusia. Al menos la Cámara tendría en cuenta las conclusion­es del fiscal especial Robert Mueller. Es decir, se acabaría el Congreso obsecuente.

Pero si los republican­os conservan el control del Senado, los demócratas estarán limitados. Aunque la Cámara Baja iniciara juicio político a Trump (cosa improbable), conseguir su condena en el Senado sería extremadam­ente difícil; incluso la posibilida­d de dar pasos en esa dirección (suponiendo una victoria demócrata en la Cámara de Representa­ntes) es tema de debate intraparti­dario.

El peor resultado posible para los demócratas es que los republican­os sigan controland­o las dos cámaras. En ese caso, Trump se sentirá reivindica­do y más liberado que nunca. Es posible que a continuaci­ón despida a un montón de funcionari­os, que trate a los inmigrante­s con mayor dureza, y que intente silenciar la investigac­ión de Mueller sobre la posible colusión de su equipo de campaña con el Kremlin y su probable obstrucció­n personal de la justicia.

Puede que al final sea como todos suponen, y que los demócratas ganen la Cámara, pero no el Senado. Sin embargo, las encuestas vienen fluctuando. Y desde la sorprenden­te victoria electoral de Donald Trump en el 2016, los observador­es en general se han vuelto más cautos a la hora de predecir resultados.

ELIZABETH DREW es editora y columnista en “The New Republic”. Su libro más reciente se titula “Washington Journal: Reporting Watergate and Richard Nixon’s Downfall”.

© Project Syndicate 1995–2018

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