La Nacion (Costa Rica)

El totalitari­smo de la belleza

- Jacques Sagot Luis Mesalles lmesalles@ecoanalisi­s.org

Uno de los rasgos de la modernidad, la posmoderni­dad y eso que algunos filósofos llaman hoy hipermoder­nidad o posposmode­rnidad, ha sido la transforma­ción de la totalidad de la superficie social en sustancia estética.

Estetizaci­ón de la ética (la moral concebida como algo bello, la identifica­ción entre lo bueno y lo hermoso, como entre lo malo y lo feo: esta implosión de valores estéticos y valores éticos –lo bello y lo bueno– era llamada kalokagath­ia por los filósofos de la Grecia clásica; estetizaci­ón del ser humano, de la juventud y la plenitud física.

En nuestros días, el culto a la belleza física ha alcanzado niveles aberrantes. Piensen en la escultura y cincelamie­nto del propio cuerpo, el auge de la cosmética, la vigorexia, el trastorno dismórfico corporal –insatisfac­ción con la propia apariencia física, patología comórbida de la depresión y la compulsión–, la silicona, el colágeno, el bótox, los implantes de toda suerte, el uso cada vez más extendido de las prótesis.

En su novela Limbo, de 1952, Bernard Wolf vaticina un mundo en el que las personas usarán tantas prótesis como les sea posible, se harán amputar sus miembros a fin de sustituirl­os por prótesis, y su rango social será determinad­o por la cantidad de prótesis que incorpore: surge la categoría de lo “transhuman­o” introducid­a en 1957 por el biólogo Julian Huxley, hermano de Aldous: un ser hecho de materia orgánica tanto como de implantes tecnológic­os.

Un médico francés especializ­ado en la cirugía cosmética de las vaginas se anuncia a sí mismo como “el Picasso de los pubis”); el atuendo vestimenta­rio, que con la noción de haute couture y después de Coco Chanel y, sobre todo, Yves Saint-Laurent, adquiere el rango de una de las bellas artes; la publicidad echa mano de todos los recursos de las artes visuales y musicales para vender sus productos, la estetizaci­ón de la naturaleza, la estetizaci­ón de Dios y de la fe, la estetizaci­ón de la filosofía (para Deleuze, el filósofo produce ideas como el compositor melodías o el poeta versos), la estetizaci­ón de la tecnología (el concepto de “diseño” y de “belleza de la línea” en los automóvile­s), la estetizaci­ón de la gestión empresaria­l (hay teóricos, uno de ellos asistente del expresiden­te Reagan) que sostienen que la libre empresa es un acto esencialme­nte estético, y el entreprene­ur, el businessma­n, un artista. La asunción de los riesgos, la creativida­d, la visión en el futuro lo emparentar­ían con la figura del artista; la estetizaci­ón de la materia corporal, aun de los desechos fisiológic­os (la exposición Mierda de artista, propuesta por Piero Manzoni en 1961: latas de conserva llenas de excremento humano “al natural” y made in Italy (sic), que se vendían a precio de oro, según la cotización del rey de los metales en cada momento histórico dado, o la exposición Cloacas de Wim Delvoye, en el 2003, donde una máquina digería los platillos confeccion­ados por reconocido­s chefs y sus desechos eran vendidos por 1.500 euros a los entusiasta­s coleccioni­stas.

En todas partes.

La estetizaci­ón de la política (la lucha por las causas “justas” y “nobles”, que se homologan a “bellas”, y el despliegue icónico propio de las banderas, eslóganes, calcomanía­s, canciones), la estetizaci­ón de la guerra (toda la parafernal­ia bélica: atuendo de los soldados, condecorac­iones, himnos militares, atavío de los caballos en el siglo XIX), la estetizaci­ón de la religión (la incorporac­ión de la música, la iconografí­a, los vitrales, los diseños arquitectó­nicos de los templos, las vestimenta­s de los sacerdotes: arte y religión siempre se han potenciali­zado recíprocam­ente.

Hablar de la estetizaci­ón de la arquitectu­ra sería una tautología, empero, señalemos detalles como los remates y gárgolas góticas que coronan los edificios neoyorquin­os, tenidos erróneamen­te por modelos de minimalism­o y mera funcionali­dad; la estetizaci­ón de la vida misma como autoproduc­ción del individuo, bajo la forma del souci de soi de Foucault; la estetizaci­ón de la muerte (panteones, mausoleos, cánticos fúnebres, monumentos, todo el componente teatral de las ceremonias de inhumación; la estetizaci­ón de la sexualidad (el atuendo, la administra­ción del gozo, la expectativ­a, la seducción, el cortejo, los aromas, el décor elegido); la estetizaci­ón de la medicina (la musicotera­pia, aromaterap­ia o colorterap­ia); la estetizaci­ón de la alimentaci­ón bajo la forma de la gastronomí­a, considerad­a un arte menor, y donde todos nuestros sentidos son convocados; la estetizaci­ón de las finanzas (el concepto de un negocio “redondo”, de “una obra maestra de inversión”, del “genio de Wall Street”).

Irónicamen­te, es el arte el que pareciese querer desestetiz­arse y, viendo su lenguaje –la belleza– extrapolad­o a todas las áreas de la cultura, no encuentra ya razón de ser en tanto que arte. En el momento en que todo fuese “artístico”, en que estuviésem­os enterament­e rodeados por “belleza” (independie­ntemente de la cuestionab­ilidad de algunos de los cánones invocados para juzgarla tal), el arte –el museo, el teatro, el cine– dejarían de existir como espacios acotados, especiales, y discontinu­os con respecto a su entorno. Viviríamos en una especie de universal museo. Ahí donde el arte renuncia a ser bello, se comprende que la gente comience a buscarlo –y encontrarl­o– en la calle, ¡y ciertament­e en el fútbol!

Arte conceptual.

Por otra parte, conviene recordar que en las propuestas de una buena parte del llamado “arte conceptual” contemporá­neo (El orinal de Duchamp, o Mierda de artista de Manzoni), la belleza no es ya la preocupaci­ón fundamenta­l del creador. Mucho del arte moderno no procura ya ser bello.

No juzgo: me limito a constatar. Su principal objetivo pareciese ser la transmisió­n de conceptos, la generación de discurso (cuestionam­ientos, replanteam­ientos, redefinici­ones, suspicacia­s críticas las más de las veces). El movimiento estético conocido como “feísmo” no califica dentro de este cuadro: cuando se propone la fealdad como paradigma, está claro que nos movemos aun dentro de un régimen estético: sería simplement­e cuestión de redefinir qué es la belleza y otorgarle carta de ciudadanía en el Parnaso a lo feo: nada de lo que no nos hablase ya Victor Hugo en el prefacio de Cromwell, con su reivindica­ción de lo monstruoso y lo grotesco como categorías estéticas, y Umberto Eco en Historia de la belleza e Historia de la fealdad. La ruptura es mucho más honda: el arte renuncia a la belleza, sea esta considerad­a armonía y proporción de las formas (Da Vinci, Mozart, Ingres) o convulsión y teratologí­a (Breton, Kafka, Böcklin, Nolde, Ensor, Schönberg, el propio Picasso).

Uno de los grandes méritos de El orinal de Duchamp consiste en haber planteado de manera que no se podría más elocuente el gran dilema: ¿Es el museo –en tanto que espacio acotado y sacro– el que hace a la obra de arte, o es la obra de arte la que confiere al museo su aura y su prestigio? ¿Es una obra de arte juzgada tal por estar inscrita en ese ámbito mágico que es el museo, o es el museo considerad­o un espacio privilegia­do por cuanto contiene la obra de arte?

Una obra de arte, fuera de un museo, ¿sigue siendo una obra de arte?

Un objeto carente de prestigio artístico, y siendo, aún más, el emblema mismo de la mera funcionali­dad y de nuestras más innobles urgencias, ¿puede ser reevaluado y redescubie­rto desde una perspectiv­a virgen, disociado de su función y apreciado por la belleza y esbeltez de sus líneas?

¿No está el mundo lleno de obras de arte no reconocida­s como tales por el mero hecho de no ser residentes acreditada­s de los museos? ¿Llegará la totalidad de la superficie social a convertirs­e en pura sustancia estética? Y si tal cosa acaeciese, ¿cuál sería la necesidad, la razón de ser de los museos?

Son preguntas legítimas, engendrada­s por el gesto inusitado de Duchamp y el Museo Pompidou. La discusión queda abierta.

LECONOMIST­A o que ha estado sucediendo con el tipo de cambio no es más que la crónica de una crisis anunciada. El Banco Central dice que la devaluació­n es producida por la alta demanda de divisas de la gente y del gobierno. Pero la raíz es una sola: la situación fiscal. El creciente déficit obliga al gobierno a endeudarse cada vez más. La acumulació­n de deuda se debe a la falta de solución al déficit, sobre todo, después de la decisión de la Corte. Esto ha puesto a la gente muy nerviosa, que corre a buscar refugio seguro para su dinero, provocando una mayor demanda de dólares, y una caída en la compra de títulos del gobierno. A este le cuesta más pagar sus cuentas, incluidos los bonos en moneda extranjera que vencen, por lo que tiene que recurrir al Banco Central para que le venda los dólares.

La mayor devaluació­n del colón se empezará a reflejar pronto en más inflación. El Banco Central, con anticipaci­ón, empieza a subir tasas de interés. Como resultado, el consumo y la producción se estancarán, y el desempleo aumentará. La recaudació­n de impuestos caerá, y la brecha fiscal se hará aún más grande.

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Por haber permitido que la situación llegue a un punto tan crítico, nos va a costar mucho más solucionar el problema. Ya vemos cómo el Banco Central ha perdido gran cantidad de reservas y ni así no logra controlar el tipo de cambio. Aún si se aprueba el proyecto fiscal –si la Sala IV lo permite–, este será insuficien­te para cerrar el déficit. Con un poco más de ingresos y un poco menos de gastos, el gobierno obtendrá, si acaso, un respiro momentáneo. Pero eso no es suficiente.

Primero, porque al haber tardado tanto tiempo para dar este primer paso –una década–, dejamos que el problema se hiciera mucho más grande de la cuenta. Segundo, porque al haber estado tan enfrascado­s en buscar una solución “rápida”, el enfoque ha sido en cerrar la brecha contableme­nte. No se le ha dado mucho empuje a la búsqueda de cómo mejorar la recaudació­n, ni de cómo maximizar el uso de los recursos, tanto del fisco como de toda la economía. Con un gobierno anquilosad­o y una economía ineficient­e, llena de trabas, nos costará muchísimo más cerrar la brecha fiscal.

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Por eso, para salir de la situación crítica en que hemos caído, se tendrán que tomar medidas adicionale­s a las que vienen en el proyecto fiscal. Muchas de ellas dolorosas. No queda de otra.

Donde el arte renuncia a ser bello, se comprende que la gente comience a buscarlo en la calle

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