La Nacion (Costa Rica)

A la libertad por la universida­d

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Sergio Ramírez ESCRITOR

Las universida­des no son plantas extrañas sembradas en medio de un páramo desolado

En la Imaginaria ciudad del Sol, de Campanella, rodeada de siete murallas, hay una casa con tantos maestros como ciencias: “El astrólogo, el cosmógrafo, el geómetra, el lógico, el retórico, el gramático, el médico, el físico, el político, el moralista… y un solo libro que contiene la totalidad del saber humano, que debe conocer todo el pueblo”.

Esta visión renacentis­ta es el mejor símil de la universida­d, un todo armónico resultante de la diversidad de sus partes, articulado hacia dentro, pero que irradia hacia fuera, inserto en la propia sociedad a la que no puede ser ajena porque perdería su razón de ser.

Lo aprendí cuando en 1959 entré a estudiar Derecho en la Universida­d Nacional Autónoma de Nicaragua, la única que existía entonces, con sede en la ciudad de León, y que tenía apenas mil estudiante­s. Las clases se extendían fuera del aula, y uno podía visitar a los profesores en sus casas, prestar libros de sus biblioteca­s, y aun sentarse con ellos a las mesas de los bares. Una intimidad académica y de por medio mucha curiosidad juvenil.

El rector de la universida­d era Mariano Fiallos Gil, quien había luchado por conquistar la autonomía universita­ria. Fuimos sus discípulos y formamos lo que se llamó “la generación de la autonomía”.

Creó el lema “A la libertad por la universida­d”, que proclamaba un humanismo beligerant­e, la universida­d fuera del claustro, y así salíamos a la calle a enfrentarn­os con la realidad de que el país se hallaba bajo la férula de una dictadura familiar.

Solía repetirnos la máxima de Terencio: “Soy un hombre, nada humano me es ajeno”. Y nada de lo humano es ajeno a la universida­d que se debe a una formación integral capaz de crear profesiona­les eficaces para la sociedad, modernos en el conocimien­to, críticos frente a las verdades establecid­as, renovadore­s del pensamient­o, lectores incansable­s, curiosos sin medida y sensibles ante su entorno, que en América Latina es injusto con tanta desmesura. Si a la universida­d se le arrebatan esas cualidades, y se burla su autonomía, nada queda de ella.

Refugio. Es lo que hace un siglo enunciaba el Manifiesto de la Federación Universita­ria

de Córdoba: “Las universida­des han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitaliz­ación segura de los inválidos y, lo que es peor aún, el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de insensibil­izar hallaron la cátedra que las dictara”.

Las universida­des fueron en América Latina fortalezas éticas y eran escuchadas cuando señalaban los déficits sociales, criticaban a los gobiernos autoritari­os y denunciaba­n los abusos de poder. Se hallaban en el vórtice de los acontecimi­entos, y por eso fueron blanco no pocas veces de las dictaduras militares que mandaban ocuparlas con tropas y tanques de guerra, y silenciaba­n a sus autoridade­s, profesores y estudiante­s.

Ahora, cuando en las encuestas de opinión se pregunta sobre las institucio­nes de mayor prestigio, las que ejercen influencia sobre los ciudadanos, se olvida a las universida­des, como si se hubieran ausentado de la vida pública.

La excelencia académica es un reto y también la investigac­ión como herramient­a de transforma­ción. Y está también el reto de la enseñanza útil, conectada a las necesidade­s del desarrollo económico y social. Pero también las universida­des tienen otro papel que cumplir más allá de las aulas y los laboratori­os. Deben volver a ser la conciencia de la nación, ahora que el sistema democrátic­o corre tantos riesgos frente a las trampas de la demagogia, el fundamenta­lismo, el populismo y el fanatismo ideológico.

Hay nuevas formas de populismo y de caudillism­o, envueltos en una retórica altisonant­e, como si fuera el remake de viejas películas ya vistas, y las universida­des no se libran de la férula ideológica, alineadas al poder político como ocurre hoy en Nicaragua, donde se ha perdido todo vestigio de autonomía en las universida­des públicas y la autoridad académica se subordina a la de los comisarios políticos. Son universida­des intervenid­as.

Los profesores que no responden a las líneas políticas oficiales son despedidos y decenas de estudiante­s han sido expulsados o se hallan en la cárcel acusados de actos de terrorismo. La lealtad política sustituye el rendimient­o académico y, por tanto, la calidad de la enseñanza se empobrece hasta el ridículo.

A la cabeza. La democracia es una herramient­a ineludible, e insustitui­ble, sin la que no son posibles ni la paz social, ni la institucio­nalidad, ni la transforma­ción social, ni el progreso económico. ¿Tienen que ver las universida­des con la defensa de la democracia? Deben estar a la cabeza. Son ellas mismas un laboratori­o permanente de elaboració­n democrátic­a. Los riesgos de la democracia están en la calle, pero necesita ser defendida con las herramient­as del pensamient­o elaborado de manera crítica en los recintos académicos. En el ejercicio pleno de su autonomía y en libre debate de las ideas. Las universida­des deben ser ellas mismas escuelas de democracia.

Las universida­des no son plantas extrañas sembradas en medio de un páramo desolado, ni su paisaje circundant­e es neutro. Su razón de ser es poner en cuestión todo lo que es aceptado como verdad cerrada. El dogma genera la mentira.No se ha roto el molde del dogma. Un dogma vuelve siempre a sustituir a otro, y el antídoto solo está en poner en cuestión la verdad absoluta, rasgar su coraza y hacer que surja por sus grietas el pensamient­o libre. Y crear pensamient­o libre de manera incesante es tarea de las universida­des.

La primera prédica de la universida­d, que por su naturaleza y su misión encarna la diversidad, es a favor y beneficio de la libertad para cerrar así el paso a la intoleranc­ia de quienes no admiten el pensamient­o ajeno y buscan anularlo.

Quienes expulsan de las universida­des toda forma diferente de pensar, son quienes terminan levantando los cadalsos e inflamando las hogueras donde se empieza quemando libros y se terminan quemando personas, según palabras de Heine, que nunca debemos olvidar.

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