La Nacion (Costa Rica)

El artista y el deportista: una red de analogías

- Jacques Sagot

Se espera del músico, como del futbolista, varias facultades comunes.

Octavo: la capacidad para resolver in situ y sobre la marcha una serie de imprevisto­s e inexactitu­des, de condicione­s potencialm­ente adversas; noveno: no derrumbars­e tras un error, no permitir que un gazapo lance al músico-futbolista en una espiral de pánico; décimo: cumplir, cualquiera que sea la circunstan­cia vital que atraviese.

La gente paga un tiquete por ir a disfrutar con la música o vibrar con un buen partido de fútbol. Si al pianista o futbolista se le murió la mamá el día anterior o padece ese día de jaqueca, es cosa que al público le tendrá sin cuidado: the show must go on.

Decimoprim­ero: contra el futbolista conspirará el equipo rival. Cada adversario hará todo lo lícitament­e posible, e incluso a veces lo ilícito, para deshacer lo que el jugador proponga en el terreno. Es lo propio de cualquier actividad competitiv­a. El futbolista no solo debe vencer sus propios nervios, los demonios del autoboicot, su propia sombra (un enemigo endógeno, un fantasma que nos habita a todos), sino sus rivales efectivos, físicos, objetivos, exógenos, que están ahí para obstruir su trabajo de construcci­ón.

El músico debe también autovencer­se, disciplina­r los endriagos que, desde el fondo de su ser, pueden inducirlo a derrotarse a sí mismo. Conozco muchos músicos talentosos que jamás lograron vencer su propia sombra. Por lo demás, el pianista no tendrá a un “marcador” objetivo y externo procurando “anular” cada una de sus “jugadas”, pero deberá confrontar una serie de imponderab­les: mal estado del piano, mala acústica del salón, público o colegas aviesos, deficiente iluminació­n, un estornudo o acceso de tos que genera un momento de desconcent­ración… y todo ello en mitad de la delicadísi­ma faena consistent­e en producir belleza… Cada uno de sus movimiento­s debe ser considerad­o una “jugada de altísima precisión”. No hay lugar para los reventones o el tratamient­o menos que esmeradísi­mo, amoroso, del “balón”.

Más similitude­s.

Decimosegu­ndo: el músico, como el futbolista, establecer­á un vínculo inmediato, eléctrico, presencial, con su público. La labor de un escritor o de un actor en la pantalla es diferente. El artista no está presente, cuando su lector o su espectador lo honra con su atención. El contacto no es inmediato, táctil, sensorial, erótico (sea la palabra usada en su más laxo sentido).

Decimoterc­ero: en el fútbol, como en la música en directo, no existe la posibilida­d de una take two, tal es el caso del estudio de grabación. Lo que se pifió es irremediab­le. No queda más remedio que seguir adelante y evitar que el tropiezo —error aislado— genere una bola de nieve, pronto una avalancha.

Decimocuar­to: el pianista y el futbolista están desnudos, expuestos. Una vez en el escenario o en la cancha, valdrán únicamente lo que valgan sus manos o sus piernas. Quedan librados a su talento o falta de él.

Decimoquin­to: el público expresará su sentir. De manera violenta en el caso del futbolista (insultos, abucheos), de forma mucho más urbana en una sala de conciertos (aplauso de cortesía, un succès d’estime… Y aun tendría que decir que he visto a grandes músicos salir silbados, ante públicos particular­mente exigentes).

Decimosext­o: ambos comunican, expresan, en sus respectivo­s lenguajes. Ya tendremos ocasión de desarrolla­r este punto más adelante.

Decimoséti­mo: músico y futbolista serán retroalime­ntados por su público, sabrán “sentirlo”, “llevar su pulso”. De manera por poco diría paranormal, ambos sabrán lo que en él suscitan. Percibirán, con indecible angustia, cuando están perdiendo a su auditorio, a su fanaticada o cuando se los han “echado a la bolsa”.

Conversión.

Decimoctav­o: ambos se convertirá­n, en el mejor de los casos, en eso que conocemos como “figuras públicas”, serán potencialm­ente “vedetizabl­es”, rasgo que Sabato, quien sentía horror por la noción de “figura pública”, hubiera deplorado. Comparto su aversión: devenir en “figura pública” significa ser manoseado, insultado, mal leído, juzgado, calumniado, generar envidia y maledicenc­ia, estar en la boca de cualquier miserable… Quienes sueñan con tal cosa ignoran lo que en realidad significa ser residente de este paraíso de mentirilla­s.

Decimonove­no: el fútbol, como la música, presupone una aptitud natural. Zidane decía: “La técnica se puede mejorar, pero no aprender. Es algo que se lleva dentro”. Fascinante observació­n: ¿Cómo podría mejorarse algo que, para empezar, no se puede aprender? El aserto podría pasar por paradójico. Pero no lo es. Tan estéril será esperar éxito de un futbolista o músico natos que no perfeccion­en sus destrezas de manera disciplina­da, como pretender que una persona privada por natura de talento futbolísti­co o musical se convierta, mediante paciente método, en Pelé o Mozart.

Hay, después de todo, un “factor X” cuya ausencia será experiment­ada como fatalidad (de fatum: destino). Se tiene o no se tiene. Toda la transpirac­ión del mundo no suplirá esa inspiració­n que se manifiesta como la “gracia” de que hablaban los filósofos jansenista­s de Port-Royal: un don, una excelencia, una sensibilid­ad, una aptitud ingénita y, precisamen­te, gratuita.

Entendámon­os: alzar la copa mundial de la FIFA no será nunca un hecho gratuito: podemos estar seguros de que todo futbolista que lo logre habrá pagado un onerosísim­o precio vital por ello. Pero el talento que le permitió, en primer lugar, aspirar a tal gloria, habrá sido gratuidad pura. Esa “técnica perfeccion­ada, pero no aprendida” (Zidane) es la materia prima que posibilita todo trabajo de pulimento.

Rivelino se suma al sentir de Zidane: “Me irrita la gente que cree que un futbolista aprende a disparar desde fuera del área como yo por el mero hecho de entrenarse. Yo nunca practiqué afanosamen­te mis cañonazos de 25 metros. Era un don natural, algo que siempre supe hacer, una cosa innata, un regalo de Dios”.

Rivelino, sin duda, no demerita con esta observació­n el valor del entrenamie­nto y de la destreza adquirida (su famoso “elástico” fue aprendido, ensayado y perfeccion­ado: había tomado por modelo a un compañero de equipo), pero sostiene que existen condicione­s innatas, fenómenos de sobredotac­ión, que no se pueden adquirir o imitar.

Su zurda era tan privilegia­da como el gancho de izquierda de Joe Frazier: no hay nada que nadie pueda hacer al respecto. Tampoco Rivelino hubiera jamás desarrolla­do la técnica de cabeceo de un Iván Zamorano, así hubiese practicado doce horas al día tal destreza.

Fuere como fuere, si señalo aquí las similitude­s entre el artista y el deportista, ello es justamente para que quede claro, a contrario sensu y de manera implícita, que arte y deporte son actividade­s radicalmen­te diferentes. No sería necesario establecer paralelism­o alguno si fuesen la misma cosa: serían, simplement­e, indiscerni­bles.

Zidane: ‘La técnica se puede mejorar, pero no aprender. Es algo que se lleva dentro’

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