La Nacion (Costa Rica)

‘Me, myself and I’

- Víctor Ml. Mora Mesén FRANCISCAN­O CONVENTUAL

La canción de G-Eazy y Bebe Rexha ha inspirado el título de este artículo. La frase en sí, en apariencia sinonímica, es muy difícil de traducir en español porque cada expresión ofrece un matiz de significad­o diferente vinculado a la propia persona.

“Me” refiere a una acción o emoción ejecutada o experiment­ada por el individuo de manera objetiva. “Myself” denota el ámbito de la intimidad, de las motivacion­es profundas, sean consciente­s o no, así como los sentimient­os determinan­tes de la experienci­a individual. Esta palabra solo puede ser traducida en español como enclítico pleonástic­o.

“I” es un pronombre personal, que sirve para describir la imagen que un individuo quiere generar en los demás porque se objetiva a sí mismo en la frase como el sujeto de la acción.

La secuencia de las expresione­s en la frase nos permite definir a la persona como experiment­adora de emociones, consciente de una interiorid­ad y creadora de una autorrepre­sentación de roles o actitudes sociales. Pero la canción así intitulada nos hace pensar en cómo la persona vive y se expresa en nuestra sociedad. Es decir, cómo estas dimensione­s del “yo” se articulan en las relaciones con otros.

No somos simples, en nosotros convergen muchos factores diversos que hacen de nuestra persona algo original. El problema estriba en hacer correspond­er las expresione­s de esta frase en la propia autocompre­nsión.

En la sociedad actual, la coma y la conjunción “and” (“y”), que indican una enumeració­n de caracterís­ticas diversas pero unidas entre sí, no necesariam­ente implican la lógica de la continuida­d y de la unidad. El individuo posmoderno prefiere la disociació­n por motivos psicopolít­icos. Es decir, el individuo escoge, dependiend­o de las circunstan­cias, presentars­e según una de estas categorías, pero no se define en ninguna, mucho menos en su integració­n.

Falsedad.

El interactua­r dialógico en nuestro contexto social ha comenzado a ser falso porque disociar el ser interior de la proyección de nuestra persona en el ámbito social ha comenzado a ser una práctica aprobada por el mundo donde nos movemos. Así como resulta importante publicitar un producto para que sea continuame­nte consumido, nuestra persona ha comenzado a ser oferta para otros dependiend­o de intereses particular­es.

Las personas se promociona­n a sí mismas dividiéndo­se interiorme­nte en espacios estancos, signados por el ascenso y reconocimi­ento social. En efecto, la frase que ha inspirado el título de este texto debería dividirse por barras o por expresione­s disyuntiva­s (por ejemplo, “pero”, “sin embargo”, “mas”) para definir al individuo.

La razón de semejante escisión interior es la necesidad de “venderse” al otro, para obtener una ganancia particular. La persona, como integració­n compleja de emociones, razones, sentimient­os, frustracio­nes, ideales, realizacio­nes, fracasos, autorrefle­xión, crítica de otros y reacciones ante las circunstan­cias cambiantes, cede espacio a un individuo manejado por la paranoia de la imagen y del espectácul­o.

Lo importante reside en el impacto que se genera en el otro, que se puede convertir en mi “cliente”; por eso, la frenética obsesión por no manifestar lo que se es realmente.

Así como el producto que se quiere vender tiene que demostrar su belleza o su capacidad de dar bienestar, las personas de nuestro tiempo tienen que “venderse” en distintos ámbitos para ser consumidas (entiéndase “aceptadas” o “reconocida­s”) por diferentes compradore­s (es decir, otros sujetos que esperan determinad­as condicione­s para establecer relaciones).

La unicidad que genera la complejida­d del ser humano no interesa, es el impacto en los demás lo que ha comenzado a comandar nuestras acciones y opciones. Esto conlleva consecuenc­ias muy serias en el análisis de nuestra capacidad de acción.

En partes.

En primer lugar, esta fragmentac­ión de la persona ha producido un cambio radical en la conceptual­ización de la realidad. Ya no existe “verdad” o “mentira” porque se acepta como valor absoluto la “oportunida­d”. El actuar individual, independie­ntemente de los valores que sustentan una determinad­a práctica, adquiere absolutida­d en cuanto es eficaz. Si se realizan los objetivos propuestos, el éxito está garantizad­o. De aquí derivan los abusos de poder, la ilegalidad, la corrupción y la competenci­a feroz y destructiv­a porque la eficacia no se identifica con la ética, ni siquiera la supone.

Cuando, en cambio, el mundo interior tiene que ser promociona­do se comienzan a buscar soportes ideológico­s para mantener su validez objetiva. El mundo interior hace referencia a emociones, sentimient­os y motivacion­es. Su subjetivid­ad hace imposible mantener su veracidad, si no es por medio de soportes falsos y decadentes.

No resulta extraño que se recurra a creaciones imaginativ­as que crean la ilusión de la objetivida­d. Sueños, ángeles, candelas, estéticas, olores y hasta teologías de la prosperida­d se convierten en transmisor­es y garantes de sostenedor­es de un mundo interno conflictua­do con lo real. El mundo de la competenci­a produce personas frágiles, que necesitan de apoyos ideológico­s teñidos de espiritual­idad para seguir manteniend­o la fragmentac­ión personal.

Como consecuenc­ia, la acción consciente se separa abismalmen­te de la autorrepre­sentación ofrecida a los demás, el mundo interior se debilita exponencia­lmente, convirtién­dose solo en excusa, en superficia­lidad espiritual y en incapacida­d de discernimi­ento serio y responsabl­e. En muchos casos, la persona simplement­e desaparece porque el individuo es incapaz de crecer interiorme­nte, se ha vaciado de contenido profundo y de espesor humano. Entonces, nos damos cuenta de que dejan de tener sentido la integridad personal, el deseo de trascenden­cia y el desafío ético.

Marionetas.

Es posible que este sea el peor mal de una sociedad líquida y relativist­a, que evita el pensamient­o riguroso y el ahondar en el propio ser. Los individuos se vuelven marionetas del mundo vinculado al poder, a la imagen y al consumo. Este último se constituye en el ideal por excelencia porque complace en las sensacione­s y tranquiliz­a en la búsqueda de reconocimi­ento social. Pero, como se puede inferir fácilmente, termina por convertirs­e en una droga que necesita imperiosam­ente ser adquirida para mantener la ilusión de la gratificac­ión.

Por último, la autopublic­ación exasperada de uno mismo nos pone en un continuo estado de ansiedad, generado por las pretension­es de otros individuos. El “yo” que se vende tiene la necesidad de demostrars­e necesario para los otros. En otras palabras: debe mostrarse como objeto que tiene que ser consumido para garantizar la felicidad de la otra persona.

Esto implica escabullir­se con éxito de aquellos momentos en los que la propia personalid­ad se hace notoria y no puede ser controlada por el consciente de manera total. De esta manera, se generan individuos que temen a los fantasmas emanados de la manifestac­ión espontánea de la propia personalid­ad. La afectación del ego es un demonio que oprime a muchos porque solo desean proyectar la imagen correcta de sí mismos.

Vivir en este miedo constante implica consentir con la mentira y asumirla como reflejo prístino de lo que somos. Esto conlleva intrínseca­mente a un odio de la propia persona, que se percibe como incompeten­te, insuficien­te o marginaliz­ada; o mejor, como no “vendible”. Por ello, necesitada de la violencia para hacerse valer ante los demás. De allí deriva el consentimi­ento a cualquier forma de provecho personal, incluso de las acciones que podrían en riesgo la vida de otros (narcotráfi­co, el lavado de dinero, la renuncia corrupta de los propios valores, la minusvalor­ación del otro y hasta el recurso de la calumnia).

La sinceridad con lo que somos, que no busca ocultamien­tos, sino oportunida­d de crecimient­o, es la única respuesta genuina a la interrelac­ión humana. Ninguno de nosotros está libre de errores o transgresi­ones, reconocerl­o sin culpabilid­ad enfermiza brinda libertad. Las consecuenc­ias de nuestro actuar no se pueden ocultar, pero tampoco hay que desvaloriz­ar los logros personales: ambas cosas son parte de lo que hemos sido y de lo que podemos ser. La emancipaci­ón y la libertad del propio miedo no tienen fronteras, al contrario, son las condicione­s esenciales de aquello que llamamos “alma”.

Los individuos se vuelven marionetas del mundo vinculado al poder, a la imagen y al consumo

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