La Nacion (Costa Rica)

Indolentes y desmemoria­dos

- Pablo Barahona Kruger pbarahona@ice.co.cr

La migración es uno de los fenómenos más honestos y transparen­tes sobre el cual volcar nuestro interés cívico. También uno de los problemas más complejos al que la academia debe prestarle atención comprometi­da –esto es: profundida­d analítica–. Sus raigambres profundas y alcances múltiples no toleran aquellos abordajes livianos, propios de la pereza mental, que apela solo a lo intuitivo.

A no dudarlo, son los giros de las democracia­s y economías disfuncion­ales los que terminan expulsando desesperad­os. Exportar gente será siempre la tragedia más triste de un pueblo.

Se van los miserables primero. Por desespero económico y porque no les queda otra. La lógica así lo manda, vista su urgencia palmaria. Aún más, si se mira bien, esos no migran, huyen. Se alejan de la desprotecc­ión y tratan de superar el olvido al que se ven condenados.

Pero les siguen también los más afortunado­s, que a falta de garantías democrátic­as terminan expropiado­s en su propio país. O en el “mejor” de los casos, amenazados en sus querencias, al quedar desprovist­os de los resguardos del Estado de derecho. A la proscripci­ón de sus libertades, le sigue la proscripci­ón de sus comodidade­s.

Así es como cuando la molienda del autoritari­smo aplasta el espíritu liberal y proscribe toda iniciativa individual, termina marcando generacion­es enteras; como tan penosament­e pueden testimonia­r Colombia, México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Cuba y, sin duda también, antes –porque no solo ahora– Venezuela.

Pero, además, y no hace tanto, Brasil, Chile, Paraguay, Uruguay, Argentina y Panamá, entre otros. Incluso Costa Rica –¿por qué obviarlo?– durante la primera mitad el siglo veinte.

Procrastin­ación. Estados que, por lo general, comparten la tragicomed­ia de continuar posponiend­o las reformas estructura­les, en contraste con los manidos parches que, en su lugar, deciden impulsar. Limitándos­e así a maquillar los problemas de siempre.

Parches que se agotan en simples placebos sociales, a estas alturas del subdesarro­llo imperecede­ro al que parecemos condenados como repúblicas bicentenar­ias. No obstante, con niveles de inequidad oprobiosos, una incultura vergonzant­e y un sistema educativo que trasluce nuestras más elementale­s carencias como sociedad.

Se trata, digámoslo de una buena vez: de una región entera que, ante la falta de oportunida­des y el exceso de impunidad ha caído tan bajo que ofrece a su gente, como trágica y última salida, ese supuesto “maná” encandilan­te en que se ha erigido para los menesteros­os el crimen organizado.

Un conjunto de naciones que, digan lo que digan, recibe el lavado de dinero, no como seria amenaza a la igualdad privada y la integridad pública, sino como inversión extranjera directa. Soberanías que terminan concibiend­o, a partir de ahí, la corrupción degradante, como un lubricante inocuo y hasta necesario del sistema hipertrofi­ado que las propias burocracia­s y clases políticas, sospechosa­mente, defienden a muerte.

En síntesis de esto último, lástima habrá de provocar aquella región en cuyo suelo el crimen organizado se erige ya no solo como alternativ­a para los menos escrupulos­os, sino para los más desesperad­os.

Porque siempre será más fácil jurarse demócrata y honesto con el estómago lleno.

Violencia. Debe quedar claro, después de lo expuesto, que de ahí en adelante, la fuerza centrífuga de la violencia hará siempre el resto: zonas rurales que más parecen el viejo oeste, periferias costeras abandonada­s a la suerte de las hordas piratas que desperdiga el narcotráfi­co por aire y mar, así como montañas inhóspitas que sirven como área de cultivo o terminan condenadas como refugio de lo ilegal. De fronteras más porosas que un colador, mejor ni hablar con tal de evitar redundanci­as.

Esto último para aterrizar sobre una clara sentencia: el poder político no solo se pudre del centro (de poder) hacia afuera (las periferias marginadas). Llega el momento en que la infección se generaliza y es tal que empieza a contaminar­se el tejido social a la inversa.

Reclamando esas periferias, desde esa condena que supone siempre la marginalid­ad, su silla en el banquete del “desarrollo”. Ese al que también llaman “progreso” los mismos medios de comunicaci­ón que, por otro lado, alertan desde sus secciones de sucesos lo que contradict­oriamente elevan desde la repetitiva apología del delito, desde el insulto a la inteligenc­ia que supone todo espectácul­o soez e incluso desde la violencia “pachuca” que nos recetan a través de ese fútbol tercermund­ista, de videos anecdótico­s recogidos en redes sociales al azar o la vulgarizac­ión de la mujer como objeto decorativo o terciario.

Las resultas de semejantes fuerzas centrífuga­s quedan a la vista y son el residuo de la paciencia de tantos americanos indolentes y desmemoria­dos.

Porque siempre será más fácil jurarse demócrata y honesto con el estómago lleno

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