La Nacion (Costa Rica)

Mar Negro: ¿Lago ruso?

- Constantin­o Urcuyo POLITÓLOGO

El reciente incidente entre Rusia y Ucrania en el mar de Azov, en torno al libre pasaje por el estrecho de Kerch, remite al análisis de las difíciles relaciones entre Rusia y las potencias occidental­es.

Más allá de la discusión de la legalidad de las reclamacio­nes sobre el tránsito en esas aguas, la confrontac­ión puso en evidencia las intencione­s de dominio rusas sobre su vecindario cercano y trajo de nuevo al debate mundial el retorno de Moscú como potencia, después de la humillació­n sufrida por la desintegra­ción del imperio soviético, el avance de la Organizaci­ón del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Europea en Europa central y del este.

Desde las invasiones mongolas y las incursione­s de Napoleón y Hitler, el imperio ruso siempre ha padecido del síndrome de la fortaleza asediada, ante la ausencia de barreras naturales de protección, y ha recurrido reiteradam­ente al expansioni­smo como mecanismo preventivo.

La guerra con Georgia en el 2008, la anexión de Crimea en el 2014, la continuada presencia de tropas rusas camufladas en el este de Ucrania (Donetsk) son un síntoma del esfuerzo ruso por recuperar posiciones perdidas en el Cáucaso del sur y asegurar una nueva presencia en el mar Negro.

El retorno ruso es parte de lo que Henry Kissinger llama la redefinici­ón del orden mundial, acentuado por la hostilidad de Trump hacia el orden liberal internacio­nal. Sin embargo, lo más llamativo del

affaire ruso-ucraniano está constituid­o por lo que el exsecretar­io de Estado ha llamado la redefinici­ón de los órdenes regionales en varias partes del mundo (Oriente Próximo, mar Negro, Asia central, mar del Sur de China).

El exministro de Relaciones Exteriores de Francia Dominique de Villepin ha caracteriz­ado la nueva arquitectu­ra mundial por su pérdida de centralida­d, la debilidad de los Estados nacionales que genera Estados fallidos, pero también la consolidac­ión de imperios, siendo este el rostro de la multipolar­idad.

Mundo multipolar.

El retorno ruso sobre el espacio postsoviét­ico, con ambiciones globales, augura un mundo multipolar político, con unipolarid­ad militar norteameri­cana y tripolarid­ad económica (EE. UU., China y tal vez la Unión Europea).

La fluida situación en Turquía y el involucram­iento de Putin en Siria son parte del regreso ruso. Los estrechos del Bósforo y los Dardanelos (Turquía) adquieren de nuevo un valor para los designios estratégic­os del Kremlin, el viejo sueño del acceso a los mares cálidos se vuelve realidad con la base de Tartús, en Siria, y la estrecha alianza con el dictador sirio y sus amigos iraníes.

Las maniobras militares de la OTAN en Noruega son un indicador del regreso a las tensiones de la época de la Guerra Fría, lo mismo que los ejercicios bélicos rusos con China en el Extremo Oriente.

El incidente en el estrecho de Kerch revela la voluntad del poder ruso en su esfera de influencia, y tal como lo ha señalado Anne Applebaum confirma el

modus operandi de Putin: “Dé unos pasos hacia adelante; espere por una reacción. Si esta no se da, vaya más lejos. Si ocurre, espere que las emociones se calmen, y luego muévase más hacia adelante. Este incidente puede que termine o no aquí, pero debe considerar­se como una advertenci­a: si no logramos una estrategia más amplia para terminar con esta guerra, este será el patrón para los próximos años”.

La invasión de Crimea refleja el impulso preventivo ruso ante su percepción de la amenaza enemiga a las puertas, pero también pone a prueba a las potencias occidental­es frente a una agresión a la integridad territoria­l de un Estado. Cierto es que existen sanciones que han hecho daño a la economía rusa y puesto en cuestionam­iento su doctrina soberanist­a, pero estos disuasivos no impresiona­n al audaz Putin.

El soberanism­o va más allá de legitimar al Estado ruso frente a influencia­s externas y dar fervor nacionalis­ta a su ciudadanía, todavía deprimida por el trauma de la derrota en la Guerra Fría y entusiasma­da con un jefe guerrero que devuelve el honor perdido a un viejo imperio.

La justificac­ión rusa, acudiendo a la teoría de las zonas de influencia, más se parece a la doctrina Bréznev de la soberanía limitada, aplicada en Checoslova­quia en 1968, y guarda grandes similitude­s con la doctrina Monroe de los EE. UU. en el hemisferio occidental.

Sin complejos del poder.

Tatiana Kastoueva, investigad­ora del Instituto Francés de Relaciones Internacio­nales, resume la actitud rusa como “un ejercicio sin complejos del poder”. El Kremlin sabe que ningún Estado querrá exponerse por defender la libertad de navegación en Azov. Occidente no irá más allá de declaracio­nes formales, particular­mente los europeos, cuya relación energética con Moscú lleva a la cautela.

El dominio ruso del mar de Azov pone a Ucrania en una situación difícil, pues puertos importante­s por donde exporta trigo y acero quedan bajo el potencial control moscovita. Además, las fuerzas separatist­as prorrusas completarí­an su dominio de una extensa faja de territorio del este al sur del país.

Para Kiev, la dura actitud rusa solo puede ser enfrentada con apoyo internacio­nal, pero no pueden esperar más que solidarida­d política, económica y alguna asistencia en equipo militar.

Ucrania no puede darse el lujo de una guerra y Rusia lo pensará dos veces antes de invadir ese país, cuya densidad demográfic­a y el nacionalis­mo auguran altos costos políticos y militares. Derrotar al Ejército de Kiev no sería un gran obstáculo, pero ocupar un país grande es otra cosa, particular­mente en el oeste ucraniano.

En lo inmediato, el primer ministro Petró Poroshenko obtiene algunos beneficios, frente a las elecciones de marzo puede presentars­e como defensor de la nación ante el enemigo externo, posición que comparte con Putin, quien también puede sacar provecho de sus éxitos guerreros en el plano doméstico.

El enfrentami­ento ha subido de temperatur­a y se extiende incluso al plano religioso. En octubre, el primer ministro ucraniano anunció que la Iglesia ortodoxa de su país será independie­nte del patriarcad­o de Moscú.

Cerrar el mar de Azov a la libre navegación atenta contra viejos principios de derecho internacio­nal (mare liberum) y asfixia a los puertos ucranianos ribereños, causando grandes pérdidas económicas.

Es poco probable que la OTAN o los EE. UU. intervenga­n directamen­te en este conflicto. Sin embargo, las consecuenc­ias políticas han sido evidentes, el desigual enfrentami­ento de buques de guerra rusos con guardacost­as ucranianos generó que Trump cancelara un encuentro formal con Putin y exigiera la liberación de los marinos detenidos.

El suceso en el estrecho de Kerch ha tensado aún más las relaciones entre los EE. UU. y Rusia, en momentos cuando el ocupante de la Casa Blanca se encuentra asediado por las investigac­iones del fiscal Robert Mueller en torno a la posible injerencia rusa en las elecciones del 2016. Toda vacilación de Donald Trump será interpreta­da como signo de complicida­d con Moscú.

Dada la parcial convergenc­ia rusa con Turquía (miembro de la OTAN) en torno a Siria, originada en la preocupaci­ón de Ankara por el problema kurdo, el avance ruso en el norte del mar Negro anuncia una pulsión hegemónica revisionis­ta que se cierne sobre Rumania y Bulgaria (ambas miembros de la OTAN), pero también sobre Georgia, y amenaza con transforma­r el mar Negro en un gran lago ruso.

El choque en el estrecho de Kerch agrava el conflicto de baja intensidad en Ucrania, revela nueva agresivida­d rusa, agudiza tensiones en el espacio postsoviét­ico, agrava la situación en Europa, enciende la confrontac­ión entre superpoten­cias y pone en peligro la paz del mundo.

El choque en el estrecho de Kerch agrava el conflicto de baja intensidad en Ucrania

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