La Nacion (Costa Rica)

Rebelión amarilla en Francia

- Nacer Wabeau

Los “chalecos amarillos” protestan en Francia desde hace cuatro semanas mediante el bloqueo de carreteras, impediment­o de acceso a supermerca­dos y concentrac­ión en plazas públicas, entre otras medidas de presión. Es un movimiento inédito y multiforme, varios observador­es lo comparan con Mayo del 68, otros van lejos e invocan la Revolución francesa. ¿Quiénes son? ¿Cuáles son sus requerimie­ntos?

Al principio, la prensa se enfocaba en el descontent­o provocado por el alza del impuesto a los combustibl­es. Pero tras disturbios de una rara violencia que dejaron París en llamas, negocios de lujo, bancos y símbolos del Estado atacados, el presidente, Emmanuel Macron, tuvo que ceder y anunció una serie de medidas que incluían la suspensión del alza a la gasolina. No obstante, las protestas continúan, evidencia de una crisis social muy profunda y compleja.

Francia es un hermoso país, el más visitado del planeta, con más de 80 millones de turistas al año, la quinta economía más rica de mundo. Pero, según el Instituto Nacional de Estadístic­as y Estudios Económicos, existen 8,8 millones de pobres y el desempleo afecta a 2,6 millones de personas, sobre todo, jóvenes con títulos universita­rios, obligados a vivir dependient­es.

Para los “chalecos amarillos”, los números oficiales solo reflejan una parte de la triste realidad, habría que adicionar a los obreros con el salario mínimo y los empleados ocasionale­s, entre otros excluidos, que viven en situación de vulnerabil­idad. De manera que, el movimiento es conformado por pensionado­s empobrecid­os, desemplead­os, artesanos, trabajador­es de clase media, cuyo poder adquisitiv­o impide una vida digna, ciudadanos que ya no creen en el lema “libertad, igualdad, fraternida­d”. En su gran mayoría son pacíficos, condenan el vandalismo y la violencia. Según varios sondeos, más del 72 % de franceses los apoyan.

Inexperien­cia. En lugar de la mesura y de atender las necesidade­s de los de abajo, el gobierno incendió los ánimos con varias decisiones: la precarizac­ión del empleo, el alza en tarifas de gasolina y de electricid­ad y la eliminació­n del impuesto sobre las fortunas. Por eso, lo acusan de “gobernar para los ricos”. Además, Macron ha hecho algunas declaracio­nes arrogantes; en un año y medio, su cuota de popularida­d bajó al 27 %. Quienes elogiaban su juventud y dinamismo durante la campaña, ahora deploran su evidente inexperien­cia.

Los “chalecos amarillos” rechazan a los líderes políticos izquierdis­tas y derechista­s, así como a los sindicales. Los acusan de ser cómplices del sistema. Organizado­s a través de redes sociales, enviaron un documento con 42 reivindica­ciones a los diputados para convertirl­as en leyes; abarcan cuestiones como: equidad social, justicia tributaria, revaloriza­ción del poder adquisitiv­o, mejoras en salud y educación, medidas ecológicas y democracia directa mediante el referéndum.

Exigen acabar con los privilegio­s poniendo un tope salarial de 15.000 euros mensuales. Denuncian a la élite política, a los banqueros y directores de corporacio­nes, cuyos salarios escapan al entendimie­nto. Por ejemplo, el francés Carlos Ghosn, director de la alianza Renault, Nissan y Mitsubishi, recibe $17 millones anuales; actualment­e, está en prisión en Japón por fraude fiscal. En cambio, la justicia francesa no lo incrimina. Los franceses involucrad­os en los papeles de Panamá tampoco escapan a la lupa de los “chalecos amarillos”. Según varias fuentes, la evasión fiscal alcanzaría 100.000 millones de euros anuales.

Desigualda­d. Es obvio que las injusticia­s denunciada­s no son exclusivas de Francia. El desempleo es el cáncer de Europa. El contraste entre la pobreza de muchos y la opulencia de pocos se observa en todas partes, más aún en América Latina, la región más desigual del planeta, según el Banco Mundial. Resulta bochornoso que Costa Rica aparezca entre los quince países más desiguales del mundo.

La democracia está cuestionad­a, los “chalecos amarillos” han sacado la tarjeta amarilla al sistema. No se puede seguir haciendo oídos sordos a la arbitrarie­dad. La violencia y el gas lacrimógen­o no van a resolver nada. Urge detener la flagrante evasión fiscal. La desigualda­d que condena a muchos a sobrevivir con salarios de miseria, frente a la ostentosa abundancia de una minoría, no conviene a nadie. Si no se atacan las raíces del mal, las protestas continuará­n en Europa, en América Latina y por doquier.

El autor de ¡Indignaos!, Stéphane Hessel, en su libro ¡No os

rindáis!, advirtió: “Hay que acabar con el concepto de mundializa­ción impuesto por el neoliberal­ismo económico”. De lo contrario, el malestar general podría generar una rebelión a escala global, con consecuenc­ias imprevisib­les.

Francia es una gran nación de larga tradición revolucion­aria, que se caracteriz­a por la vocación universal. Casi siempre los movimiento­s sociales galos han contagiado a Europa, América Latina y otras partes. Toda conclusión sobre la rebelión amarilla sería prematura. Pero el análisis serio y pausado de varios indicios permite afirmar que estamos viviendo momentos históricos a escala planetaria. En algún sentido, la causa de los “chalecos amarillos” es la causa legítima de todos los pueblos que comparten los ideales de libertad, igualdad y fraternida­d y sueñan con un mundo mejor.

Los ‘chalecos amarillos’ acusan a izquierdis­tas, derechista­s y sindicatos de cómplices del sistema

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