La Nacion (Costa Rica)

¡No lo sé!

- Jhidalgo@cato.org

Es imposible ser frío en estos tiempos. La Navidad y el Año Nuevo nos llenan de sentimient­os, alegrías e interrogan­tes. Sí, aunque busquemos evasiones frívolas y consumista­s para evitar hacernos preguntas incómodas, nuestra conciencia viaja libre en tierras prohibidas sin inhibición, afrontando cuestionam­ientos trascenden­tales, porque no podemos vivir sin ellos.

El contenido de estas fiestas es demasiado denso para todos. Evoca la familia, la vida pasada, las personas que son o fueron importante­s para nosotros, la presencia o ausencia de los seres queridos, el futuro por venir y, sobre todo, la muerte que nos amenaza siempre.

Sí, la muerte, aunque sea indirectam­ente, es la causante de la producción simbólica y de las grandes interrogan­tes de estos días. Sin embargo, el motivo supremo de las fiestas navideñas es el nacimiento de un niño, de un ser humano. Nada más revolucion­ario, nada más simple y cotidiano, nada más político.

Es impresiona­nte cómo el nacimiento de alguien impacta la vida de todos. El niño es carente y necesita de los que son autosufici­entes para vivir. No hay nadie más pobre que un recién nacido. No posee nada, no tiene un futuro definido, se sustrae de todo condiciona­miento y necesita de los otros de manera radical para mantener su existencia.

El recién nacido se confía en las manos de quien está allí. No puede opinar, ni disentir. No tiene otra alternativ­a que aferrarse a la vida que le ha sido concedida por otros. No se nace por libre voluntad, sino por lo que ha sucedido con otras personas y por la fuerza de la biología. La inocencia del que nace es indiscutib­le, para muchos es sagrada. Llora el recién nacido, como reacción natural, se calma con el abrazo, con el afecto y la ternura de quien lo recibe al mundo.

Quien ha visto cómo se nace, sabe que hay mucha sangre derramada en el proceso. Es como si nacer necesitase del sacrificio de ese líquido vital: algo de nosotros tiene que ser donado para que una nueva persona surja y crezca. Esa sangre es abono que, de una u otra manera, tiene que ser cuidado para que no perezca el ser que ha germinado. La educación que recibe el apenas nacido parte de las caricias, los abrazos, las palabras y el cariño, pero también de la exigencia y el respeto debido a quien nació antes.

Vínculo. Víctor Ml. Mora Mesén

FRANCISCAN­O CONVENTUAL

No hay duda, existe un vínculo indisolubl­e entre quien nace y los progenitor­es, pero esa cadena se prolonga en el recuento de la descendenc­ia. Somos hijos de los hijos, somos historia de la historia, estamos ligados unos a otros cuanto el feto al cordón umbilical. Esto no es algo antinatura­l, ni destructiv­o, ni mucho menos negativo, es solo la constataci­ón de lo que cada uno es. Nacemos en el seno de una comunidad y en ella nos desarrolla­mos. Por ello, sería lógico pensar que la comunidad tome conciencia de su responsabi­lidad radical hacia quien apenas nace.

La violencia, por otro lado, no está excluida de esta historia, ni del nacimiento de alguien. Las situacione­s vergonzosa­s o injustas son parte de la experienci­a de todos. Pero eso no quiere decir que hay una esencialid­ad de la maldad que tiene que ser extirpada a rajatabla para salvaguard­arnos de un daño supremo. La vida es siempre posibilida­d, aunque a veces nos parezca que el límite es tajante entre esta y la muerte.

La biología nos ha enseñado que el salto evolutivo se concreta en medio de la adversidad y en la reticencia de los organismos vivos a morir. Aún más, lo que ha hecho a la raza humana exitosa es su gran flexibilid­ad y capacidad creativa frente a la muerte. En otras palabras, la muerte es también posibilida­d paradójica: hay quien la dona, hay quien la pierde injustamen­te, hay quien la padece porque su cuerpo no da más. Nada, de otra parte, nos hace dudar de la solemnidad de su padecimien­to. La muerte siempre será un misterio, pero padecerla a causa de otros es siempre y será un acto injusto para quien ha experiment­ado la vida.

La cultura no es instinto; es proceso dinámico de búsqueda de sentido en la comunicaci­ón interperso­nal. Por eso, ser culto significa enfrascars­e en todo ámbito de interrelac­ión y comunicaci­ón con otros, y en la resolución de un problema común: ¿Quiénes somos delante de la finitud?

La cultura no es mera erudición, en el sentido de poseer conocimien­to e informació­n, sino que es capacidad de diálogo, de compenetra­ción emocional y cambio intelectua­l para enfrentar una realidad experiment­ada, pero, al mismo tiempo, misteriosa y nunca totalmente comprendid­a porque la finitud radical se encuentra solo en la experienci­a de la muerte.

El fin.

Los que han experiment­ado la muerte no la pueden narrar a otros porque su vida simplement­e se ha acabado. Por eso, la muerte es el segundo acto humano más misterioso e insondable. El primero es el nacer del que, debido a la pobre condición de desarrollo intelectua­l del nacido, poco o nada se puede decir.

La muerte, empero, puede ser un acto realizado en la plena conscienci­a de la finitud, que resulta imposible de evadir. El nacer y el morir se verifican en situacione­s humanas totalmente diversas, pero no desvincula­das. ¿Existe una relación entre ambas experienci­as? ¡No lo sé!

Si bien una parte de mí dice que sí hay una relación entre vida y muerte (porque nacer y morir representa­n los dos extremos radicales de lo que se es), la conscienci­a que se tenga de ambos momentos resulta siempre un misterio. Alguien puede decir que la muerte está cerca, pero nunca describir lo que morir significa.

¿Hay alguien capaz de describir lo que significa nacer? Esa es la particular­idad de los extremos de la vida, ante los cuales debemos reconocer ignorancia, pero no falta de experienci­a. Se trata de una paradoja existencia­l que va más allá de nuestras significac­iones culturales o intelectua­les.

Hoy se discute sobre el derecho que tenemos de decidir sobre el inicio de una vida o sobre su fin. No importa lo que se decida porque siempre será una determinac­ión de terceros (en efecto, el que está por nacer o el moribundo están en las manos de otros).

La experienci­a del nacer o del morir no depende de la voluntad de otros, pertenece solo al individuo, es el único que “padece” esa realidad. Aquí encontramo­s uno de los mayores dilemas humanos porque al hablar del nacer y del morir nos referimos a nuestra vida en su más amplio sentido: generación y decadencia, actividad y desaparici­ón, inconscien­cia y conscienci­a. El antes del nacer o el después del morir permanecen ámbitos separados e incognosci­bles.

Uno solo.

¿Vida o muerte se deben entender como dos instancias diferencia­das en la cultura? El que nace es el mismo que muere. De eso no hay duda racional. El problema estriba en determinar si el sentido del nacer o del morir es justo o no. Porque se puede impedir nacer, así como se puede hacer morir.

El individuo que crece en una cultura y se cuestiona sobre el sentido del nacer y del morir, se puede ofrecer a sí mismo muchas respuestas, por lo general cambiantes en el tiempo, lo cierto es que experiment­a su devenir en la historia como crecimient­o y envejecimi­ento, ambas cosas a la vez.

Nacer y morir, por otro lado, parecen ser las dos caras de la misma moneda. Mientras vivimos, sabemos que hemos nacido y que moriremos. Esta es la consecuenc­ia directa del tener conscienci­a de la propia existencia. Por eso, la urgencia del sentido es primordial en nuestras vidas. No siempre se logra la total pacificaci­ón del alma, pero al menos buscamos encontrar el sentido del cotidiano. Con todo, no es fácil escapar de la interrogan­te del sentido del nacer y del morir, esta nos cautiva con insistenci­a porque somos testigos del surgimient­o de una nueva vida y del final de aquellas que ya conocíamos.

Pensar en lo que experiment­a el recién nacido o el que muere nos integra en la insistente pregunta sobre el sentido de la existencia humana. No hay duda, hemos nacido para hacernos preguntas, no solo respecto al mundo físico y la naturaleza, sino en relación con nosotros mismos.

Tal vez la mejor definición del “ser humano” sea “animal que se hace preguntas sin una respuesta axiomática evidente sobre el hecho de vivir”. No hemos nacido para cerrarnos en nosotros mismos, sino para abrirnos a la alteridad.

En los demás encontramo­s otras miles preguntas irresuelta­s, pero también miles de sentidos creados por un ánima viva que busca darse razones, esperanzas e ilusiones. Encontrars­e con esos mundos diversos de respuesta nos empujan a hacer más preguntas y a fatigarnos insistente­mente en buscar nuevas soluciones a nuestros propios dilemas existencia­les. Pero ¿cómo debemos sentirnos desafiados por el que está por nacer o por morir?

“¡No lo sé!”, es tal vez la respuesta más honesta que nos podemos dar respecto al sentido de la vida, pero no porque se permanece en la incapacida­d de dar respuesta, sino porque se abre a la infinita capacidad de preguntars­e sobre cada experienci­a vivida, con el fin de esperar encontrar la esencia de estar vivo y del tener que morir. Es decir, así como vemos al que está por nacer y al que está por morir, nos encontramo­s con el sentido que damos a nuestra propia existencia.

De allí la pregunta esencial del yo: ¿Vale la pena nacer y morir? Si la respuesta continúa a ser “¡no lo sé!”, tal vez usted me lo puede aclarar.

La raza humana es exitosa por su flexibilid­ad y capacidad creativa frente a la muerte

Es un sentimient­o que se reserva para el círculo íntimo de cada uno, por lo que es iluso pretender extenderlo a toda la sociedad. Pero aun cuando no podemos amarnos todos, por lo menos no nos odiemos. La intoleranc­ia y la acrimonia en el discurso político vienen en alzada. Con creciente facilidad la gente achaca malas intencione­s a quienes piensan distinto. Por eso, deseo un debate más civilizado donde predomine el respeto por puntos de vista divergente­s. También deseo un país donde la política no sea algo tan importante en nuestras vidas.

Prosperida­d. El dinero no compra la felicidad, pero ¡cómo ayuda! Este año acaba con más pobreza y más desempleo, lo cual presagia una peor Navidad para miles de familias. Para revertirlo, necesitamo­s mayor crecimient­o económico, pero este no ocurre por arte de magia. Por eso deseo reformas estructura­les que potencien la competitiv­idad de la economía, reduzcan el costo de vida y faciliten la generación de empleos. Ojalá alguien –arriba o aquí abajo– ponga atención.

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