Promesas rotas
TSergio Ramírez ras la debacle sufrida en El Salvador por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en las elecciones presidenciales, los 14 comandantes históricos que forman la cúpula suprema del partido anunciaron su jubilación a través de Medardo González, secretario general, asumiendo “la responsabilidad de los resultados electorales”.
No sé cuán inadvertida ha pasado esta noticia, toda una novedad en un partido que por su autoproclamada naturaleza revolucionaria está en la lista de aquellos quienes conceden a sus dirigentes históricos, probados en las nostálgicas lucha de antaño, el privilegio de la inamovilidad. Sorprendente porque es lo que ocurre en las formaciones políticas modernas, sobre todo en Europa, donde los derrotados renuncian por regla y se van para sus casas.
El Frente Farabundo Martí y el Frente Sandinista de Nicaragua se prestaron auxilios mutuos en los años de la lucha guerrillera. Ambos estuvieron divididos en tendencias y ambos alcanzaron la unidad política tras difíciles procesos de concertación; y después del triunfo de 1979, el sandinismo se lo jugó todo de cara a Estados Unidos para apoyar con pertrechos de guerra y santuarios de retaguardia a la organización salvadoreña en armas.
La razón que la administración Reagan alegó siem- pre, para financiar a los contras que trataban de derrocar al gobierno sandinista, fue que solo pretendía interrumpir las líneas de apoyo logístico que iban desde Nicaragua hacia la insurgencia en El Salvador, y la primera advertencia de Washington, en 1980, fue que si ese apoyo cesaba, la revolución nicaragüense sería dejada en paz.
El respaldo continuó por una década, a un costo desmesurado, pues la guerra de los contras devastó a Nicaragua; y lejos de un triunfo militar, lo que el FMLN consiguió fue un acuerdo de paz con el gobierno del presidente Alfredo Cristiani, del partido Arena, firmado en México en 1992, lo cual le permitió convertirse en una fuerza política legal a cambio del abandono de las armas.
Tenso equilibrio político. Desde entonces se creó en El Salvador un tenso equilibrio político entre dos partidos, Arena a la derecha y el FMLN a la izquierda, el cual duró cerca de 30 años, al viejo estilo tradicional latinoamericano donde el escenario se solía dividir entre dos fuerzas históricas de signo contrario alternándose en el poder. Hasta que, como en otros países, llegó la hora de las terceras fuerzas, con el triunfo aplastante de Nayib Bukele.
El FMLN consiguió, primero, ganar gobiernos municipales y escaños en la Asamblea Nacional, hasta alcanzar un caudal de votos suficientes para emparejar a Arena como fuerza parlamentaria y después conquistar la presidencia, la primera vez en el 2009 con Mauricio Funes, candidato de conveniencia ajeno a las lides guerrilleras, y, luego, en el 2014 con uno de sus fundadores, el comandante Salvador Sánchez Cerén.
Una guerrilla que llevó adelante una lucha sacrificada de años, que vivió los riesgos de la clandestinidad, el peligro y las privaciones y los riesgos del combate en el que tantos cayeron, al convertirse en partido político y alcanzar el poder despierta inmensas esperanzas, sobre todo, entre los más humildes.
Confían en que se cumplan las promesas heroicas de un mundo distinto que marcaron los años de combate. Esperan un cambio a fondo de la sociedad. Esperan justicia social. Sobre todo, esperan un comportamiento nuevo, diferente, una forma de hacer política alejada de las viejas trampas, de la demagogia endémica, de las promesas falsas. Esperan que aquella izquierda, cuyo discurso desde las trincheras proclamaba el desprecio a los bienes materiales, restaure la ética.
Cuando no es así, las decepciones se van acumulando y el caudal de votos conquistado por las ilusiones va disminuyendo.
Si quienes votan esperanzados en un cambio de rumbo advierten que quienes se han comprometido a cerrar los abismos de pobreza, resolver con políticas integrales la violencia de las pandillas y acabar con la corrupción olvidan lo que ofrecieron, y todo sigue siendo lo mismo que antes, dejarán de creer y harán lo que ha sucedido: castigar masivamente al partido de las promesas rotas.
Nueva apuesta. ¿Cómo es posible que un partido que se presenta como la encarnación de la guerrilla que se sacrificó por la causa de los pobres ampare un presidente suyo, acusado de corrupción y lavado de dinero?, es una de tantas preguntas dolidas de quienes han dejado de votar por el FMLN.
Funes, reclamado por la justicia salvadoreña, se encuentra prófugo en Nicaragua, donde ha recibido asilo político del gobierno de Daniel Ortega, sin que Sánchez Cerén haya reclamado su extradición.
No es de extrañar, entonces, que centenares de miles de viejos simpatizantes del FMLN desertaran para ir a votar por Bukele, expulsado antes de las filas del partido por contradecir la línea ortodoxa, y que siendo tan joven haya atraído el voto de los jóvenes.
La renuncia de la cúpula histórica abre esperanzas, pero también interrogantes. La primera pregunta es si habrá de verdad una nueva dirigencia del FMLN renovada, abierta al libre debate de las ideas y a la pluralidad interna de opiniones; o si se trata solo de instalar otras caras viejas que vengan a representar lo mismo, el rígido anillo de poder partidario que protege el pensamiento vertical y único.
Apenas en el 2015, el congreso del partido estableció oficialmente que “un elemento esencial del fortalecimiento ideológico y político del FMLN es erradicar de sus filas cualquier vestigio de la ideas reformistas, derrotistas y claudicantes”, contrarias “a los principios históricos de la izquierda”.
Entre quienes ahora hacen mutis, una de las altas dirigentes dijo, tras conocerse los resultados electorales: “Nosotros somos más que votos”.
Esa no es sino la vieja idea de la vanguardia, situada por encima de la voluntad popular, y sigue teniendo la razón eterna aunque pierda. Con concepciones así, no hay renovación posible. Por eso, el FMLN solo sobrevivirá si quienes asumen las riendas abren puertas y ventanas y dejan entrar la luz y el aire. uando surge el tema del cumplimiento tributario de las cooperativas, los defensores de las exoneraciones vigentes sacan a relucir imágenes bucólicas, de pequeños productores unidos para sacar adelante sus actividades, casi siempre agrícolas. Recientemente, el presidente, Carlos Alvarado, echó mano del mismo recurso para defender el cobro diferenciado de tributos.
El ejemplo citado por el mandatario no fue el de las grandes cooperativas, con importantes productores entre sus socios, sino el de 12 mujeres dedicadas a la autogestión. Pero esas mujeres no son blanco de las iniciativas planteadas al Congreso para imponer tributos a las cooperativas. Las 12 estarían exentas porque difícilmente alcanzarían los ¢250 millones de ganancias.
En esencia, el planteamiento del mandatario es correcto. Las pequeñas cooperativas, productoras de diversos bienes y servicios, merecen una exoneración fiscal para facilitar su crecimiento. Lo desafortunado es el ejemplo porque detrás de las 12 mujeres o el campesino doblado sobre el surco se esconden negocios mayores, totalmente legítimos, mas no por eso merecedores de exenciones.
Las cooperativas de hoy distan de las imágenes invocadas para defender su ausencia de la nómina de contribuyentes. Según el IV Censo Nacional Cooperativo del Instituto Nacional de Fomento Cooperativo (Infocoop), fechado en el 2013, las cooperativas de ahorro y crédito y las de seguros gozaban de un patrimonio de ¢290.179 millones, pero las agrícolas habían perdido terreno y solo contaban con ¢23.000 millones. En otras palabras, buena parte del cooperativismo lo constituyen empresas financieras que compiten con ventaja en el mercado.
Pero una buena proporción del patrimonio de las cooperativas agrícolas pertenece a los gigantes del sector, algunos con negocios transnacionales. La resta de ese patrimonio revelará las modestas dimensiones del cooperativismo invocado para defender la exención de impuestos a favor de grandes empresas.
Hay otros datos reveladores de la naturaleza del cooperativismo actual. En el 2017, las cooperativas agrícolas apenas recibieron el 0,18 % de los recursos prestados por el Infocoop. Las agroindustriales, en cuya nómina figuran varias de las empresas más grandes del país, obtuvieron el 37,5 % de la cartera y las de servicios gozaron del 24,5 %.
Los emprendimientos modestos, necesitados de apoyo, merecen estímulos fiscales, pero no deben servir de mampara para ocultar injustificables privilegios.
Las decepciones se van acumulando y el caudal de votos conquistado disminuye