Ambigüedad ante Venezuela
La negativa a firmar la declaración del Grupo de Lima es incomprensible e inquietante.
La negativa a firmar la reciente declaración del Grupo de Lima es incomprensible e inquietante
Ojalá las malas señales del gobierno solo respondan a errores, no a un cambio de actitud
Nuestro gobierno ha tomado dos actitudes reveladoras de una inquietante ambigüedad frente a la crisis de Venezuela y alejadas de la clara actitud mantenida ante ella desde nuestra incorporación al Grupo de Lima, en agosto del 2017. Ojalá respondan a lamentables apresuramientos, torpezas o erradas lecturas de hechos puntuales, y no a un cambio de línea de nuestra postura sustantiva.
El hecho más grave se produjo este lunes. Tras un fin de semana en que el régimen de Nicolás Maduro, al cual Costa Rica no reconoce como legítimo, impidió con brutal violencia el ingreso de ayuda humanitaria desde Colombia y Brasil, los cancilleres del Grupo de Lima –integrado por una docena de países latinoamericanos, dos caribeños y Canadá– se reunieron en Bogotá para analizar lo acontecido y tomar una postura. A la cita, además, fue invitado el vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence.
Lejos de hacernos representar por Manuel Ventura, jefe de nuestra diplomacia, la delegación fue encabezada por nuestro encargado de negocios en Colombia, Alexis Coto. Ante un encuentro crucial, por lo sucedido antes y la necesidad de marcar el rumbo hacia el futuro, reducir al rango más bajo posible nuestra representación implicó, en el mejor de los casos, un desaire para el resto del grupo (casi todos cancilleres); en el peor, una renuncia a incidir en las decisiones que se pudieran tomar.
Pero lo más inquietante vino después, cuando Costa Rica se negó a suscribir la declaración adoptada. Si se repasa con el cuidado que merece y la seriedad esperada de nuestra Cancillería, queda claro lo consecuente del texto con nuestra postura anterior ante Venezuela y, más aún, con pilares esenciales de nuestra política internacional: adhesión a la democracia, respeto de la soberanía popular, búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos e impulso a la reconciliación.
No vamos a reseñar la totalidad del documento, pero sí a destacar los elementos que hacen más injustificada nuestra negativa a firmarla y la débil explicación brindada, posteriormente, por la Cancillería.
El primer párrafo de la declaración condena el impedimento del paso de ayuda internacional (recordemos que no solo Estados Unidos la provee) destinada a paliar la grave crisis humanitaria de los venezolanos. Tal como dijimos en un reciente editorial, esa actitud del régimen para nada sorprende porque siempre ha utilizado los alimentos y las medicinas como herramientas de control; razón de más para considerarla inaceptable y merecedora de una condena fuerte y explícita.
Los firmantes de la declaración, además, “reiteran su respaldo a la celebración de elecciones libres y justas, abiertas a la participación de todas las fuerzas políticas, con acompañamiento y observación internacional, organizadas por una autoridad electoral neutral y legítimamente constituida”. Reafirman “su convicción de que la transición a la democracia debe ser conducida por los propios venezolanos pacíficamente y en el marco de la
Constitución y el derecho internacional, apoyada por medios políticos y diplomáticos, sin uso de la fuerza” (énfasis añadidos). Más aún, apoyan el uso de mecanismos multilaterales (el Grupo de Lima ya es uno, aunque ad hoc) al anunciar acciones para involucrar a las Naciones Unidas en el caso, así como a la Organización de Estados Americanos, activa desde el principio.
¿Por qué, entonces, el gobierno rechazó el documento? Solo ha dado dos razones que, más bien, debieron motivarnos a suscribirlo. La primera, en palabras de la Cancillería, porque “para prevenir el máximo de violencia, y que el acceso de la ayuda humanitaria sea seguro y efectivo, es importante que todos los esfuerzos (…) se realicen en línea con los principios internacionales de ayuda humanitaria (humanidad, neutralidad, imparcialidad e independencia operativa)”. Es, ni más ni menos, lo impedido por Maduro con violencia y el Grupo de Lima ha tratado de impulsar mediante la diplomacia.
La segunda (sin)razón aducida por la Cancillería es aún más incomprensible. Dice textualmente: “Para que la celebración de elecciones libres y transparentes en Venezuela sea abierta a la participación de todas las fuerzas políticas, deben hacerse tomando en cuenta a todos los actores políticos”. La frase parece copiada del párrafo de la declaración citado arriba, pero, aun así, le dijimos no.
Es decir, conceptualmente, la negativa a firmar carece de sustento; política y diplomáticamente, no tiene explicación. Por ello, a menos que todo sea producto de una suprema impericia, pareciera que, en el trasfondo, podría haber una reconsideración de postura ante Venezuela. Eso es lo que más nos preocupa.
A lo anterior se une otro hecho, menos grave y más confuso, pero también inquietante: la manera como el gobierno manejó la disputa sobre el control del inmueble de la Embajada de Venezuela en el país.
De acuerdo con la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, desde que el 14 de febrero la embajadora venezolana, María Farías, presentó sus cartas credenciales al presidente, Carlos Alvarado, asumió sus funciones como jefa de misión. De forma paralela, fueron cesados en sus cargos los diplomáticos de Maduro, quienes conducían hasta entonces las relaciones y de inmediato perdieron toda representación y, por ende, legitimidad para permanecer en la embajada. El gobierno les otorgó 60 días naturales para salir del país, nada más.
En ninguna comunicación pública consta –y presumimos que tampoco en privadas– que eso implicara mantener control de la misión. La razón es simple: según la misma Convención, el Estado “receptor” (Costa Rica) no tiene jurisdicción alguna sobre la legación diplomática del Estado “acreditante” (Venezuela). Si nuestro gobierno hubiera indicado lo contrario, habría violado claramente una norma internacional.
Por lo anterior, cuando la embajadora ingresó en el inmueble, lo hizo con apego a la Convención de Viena y con una adecuada interpretación de qué implicaban los 60 días concedidos a tres ciudadanos (ya no diplomáticos) que el gobierno había declarado “no aceptables” para que arreglaran sus asuntos personales y abandonaran Costa Rica. Por ende, calificar la acción legítima de la verdadera representante como un “inaceptable ingreso” carece de sustento. ¿Por qué, entonces, la reacción destemplada del gobierno? No la entendemos.
La suma de este incidente y la negativa a firmar la Declaración del Grupo de Lima acrecientan la inquietud que, de por sí, cada uno produce, tanto sobre la posición del gobierno ante la tragedia venezolana como sobre la competencia de la Cancillería para manejar asuntos tan delicados. Nuestra confianza es que se corrijan las debilidades que lo anterior revela; nuestra esperanza, que solo se trate de eso.