Propósito de enmienda
La indiferencia y el encubrimiento son tan graves como el pecado. La Iglesia, por propia confesión al más alto nivel, cayó en ambos.
La indiferencia y el encubrimiento son tan graves como el pecado. La Iglesia, por propia confesión al más alto nivel, cayó en ambos
La denuncia, cuando sea posible, debe brotar de la Iglesia misma, no de los medios, y cuando parta de ellos, la jerarquía católica debe estar dispuesta a escuchar
“La gran mayoría de nuestros sacerdotes trabajan abnegadamente en favor de las comunidades”, dice la Conferencia Episcopal para situar en su justa dimensión el fenómeno de los abusos sexuales con participación de curas. Es un hecho innegable y tiene por testigos a cientos de miles de fieles en todo el país.
La vocación y el servicio de los sacerdotes no está en duda, pero sí la reacción de la Iglesia frente a un problema con el cual debió tratar desde hace décadas y tal vez siglos. Un puñado de abusadores no debe manchar a la mayoría, pero la mayoría no puede cruzarse de brazos frente al puñado de abusadores. Sobre todo, no pueden hacerlo los altos jerarcas.
La indiferencia y el encubrimiento son tan graves como el pecado. La Iglesia, por propia confesión al más alto nivel, cayó en ambos. Urge rectificar. El castigo previsto por el derecho canónico y los establecidos en la legislación penal recaen sobre los infractores, pero las enmiendas deben ir mucho más allá del establecimiento de responsabilidades personales.
La deuda con la transparencia solo se salda con apertura. Por su parte, la condena inequívoca de los abusos es incompatible con la invocación de excusas. Por eso, desconcierta el pasaje del comunicado de la Conferencia Episcopal donde los obispos señalan a “algunos medios” “claramente interesados” en presentar el problema como exclusivo de la Iglesia católica.
Los prelados debieron identificar a esos medios. Les habrían dado la oportunidad de defenderse y habrían dejado a los demás libres del cargo. Más preocupante es el asomo, detrás del reclamo dirigido a “algunos medios”, de una defensa inadmisible: el viejo y poco convincente argumento de que en todas partes se cuecen habas.
La Iglesia católica, su peso y raigambre histórica en el país exigen especial atención. Eso no implica ignorar los abusos cometidos por religiosos de otras denominaciones. Han sido denunciados y lo serán en el futuro, sin falta. Los obispos cometen un error al ventilar el supuesto agravio justo cuando “humildemente” reconocen sus errores y presentan sus disculpas por las faltas cometidas por miembros del clero.
Los prelados deben predicar con el ejemplo, como tantas veces les hemos escuchado decir. Ese ejemplo debe ser de intolerancia frente a los abusadores y de colaboración con la justicia civil, además de aplicar la propia sin tardanza. La denuncia, cuando sea posible, debe brotar de la Iglesia misma, no de los medios, y cuando toque a la prensa hacer el señalamiento, los oídos de la jerarquía deben estar dispuestos a escuchar, no para montar una defensa automática, sino para hacer lo correcto, sin excusas ni dilaciones.
No es hora de preocuparse por el tratamiento recibido por otras denominaciones religiosas en los medios de comunicación. En juego no está la imagen, sino los valores más profundos de la Iglesia y el pacto de confianza entre ella y sus fieles. La denuncia y el castigo de los infractores, junto con la adopción de medidas preventivas, deben ir de la mano de un autoexamen permanente, sin excusas ni concesiones.
En todas partes se cuecen habas y la gran mayoría de los sacerdotes sirven a sus comunidades con generosidad y absoluta corrección. Además, seguramente, hay sectores interesados en dar la impresión de que los males residen, exclusivamente, en la Iglesia católica. No cabe la menor duda. Tampoco es difícil comprender la disonancia creada cuando esas razones se ofrecen en el mismo comunicado donde los obispos admiten que su respuesta a los abusos sexuales no siempre ha sido “justa y oportuna”.