Ocasio-Cortez, Marx y ‘El negrito del batey’
LThelmo Vargas a página en Internet de la joven congresista Alexandria Ocasio-Cortez (AOC), nacida en el Bronx, Nueva York, de padres puertorriqueños, indicaba que su lucha era por dotar “de seguridad económica a toda la gente que no puede o no quiere trabajar”. El mensaje no duró mucho tiempo porque alguien se dio cuenta de que dotar de recursos económicos a quienes no pueden trabajar es encomiable, pero no lo es cuando se trata de quienes desean estar de vagos, por lo cual borraron la última parte.
Carlos Marx, quien desde donde está no deja de analizar lo que pasa en el mundo, corrió a pedirle al encargado de comunicación de AOC, con quien tiene cierta afinidad, dejar el texto como estaba porque el trabajo asalariado es alienante, es casi una forma de esclavitud, y el ideal de la sociedad humana es no trabajar por un sueldo, y, si debe hacerlo, lo haga en ocupaciones de su entera elección.
En efecto, en 1844, a sus 26 años, en un escrito titulado Los cuadernos de París, publicado después de su muerte, argumenta que lo que separa al género humano del animal es que mientras este lucha solo para satisfacer sus necesidades inmediatas, los hombres trabajan para satisfacer necesidades inmediatas y también superiores.
El problema del trabajo asalariado, sostuvo, es que hace que la gente trabaje aunque sea a disgusto, pues es la única forma de obtener el dinero necesario para sobrevivir. Por tanto, si por alguna vía las personas tuvieran un ingreso sin tener que trabajar en algo “alienante”, podrían dedicarse a hacer algo satisfactorio.
Los mecenas.
Bien conocido es que ni Leonardo da Vinci, ni Galileo debieron trabajar como peones, comerciantes, carpinteros o corredores de bolsa, pues hicieron lo que más les gustó y, con ello, su aporte a la humanidad fue inmenso. Los más famosos artistas y científicos de otrora contaron con el patrocinio de príncipes, reyes y papas.
Marx, cuyo flujo de caja nunca supo controlar, dependió del apoyo financiero de su amigo Friedrich Engels. Eso suena bien, pero ¿cómo obtendría la sociedad los medios materiales necesarios para su subsistencia si un número suficientemente grande de adultos con capacidad laboral optaran por la vagabundería? Sería posible siempre y cuando esa clase social, la no trabajadora, sea pequeñita. ¿Cuántos Carlos Marx necesita el mundo: 7, 8 o 10? No, solo uno, quizá contestaría el autor de El capital y coautor de El manifiesto comunista porque si todos pensaran igual los otros sobrarían y, de opinar de manera diferente, se arriesgan a perder el hilo conductor del marxismo.
Para Marx, el capitalismo – que agrupó a las personas en “capitalistas”, o propietarios de los factores de producción, y “proletarios”, dueños únicamente de su capacidad de trabajo– además de alienar a casi la totalidad de los asalariados, contribuyó a crear desigualdad en la sociedad.
La solución es acabar con la propiedad privada de los medios de producción. Los Estados Unidos, dirán sus seguidores, constituyen un claro ejemplo de donde hay unos pocos ricos que acaparan casi todo y muchos pobres que reciben muy poco. Por tanto, un marxista debe secundar las principales propuestas de AOC (servicios de salud y educación gratis, economía verde, altísimos impuestos a los ricos, etc.) y hasta lo que cantó hace unos años el grupo Ten Years After: Tax the rich, feed the poor/ ‘Till there are no rich no more (“póngale impuestos al rico para con esos recursos alimentar al pobre y hágalo hasta que no quede rico alguno”).
Influencia.
Pero quizá Alexandria Ocasio-Cortez no haya recibido inspiración política solo de Carlos Marx. Tal vez exista otra influencia, más cercana en tiempo y geografía. Esta podría ser Alberto Beltrán, cantante dominicano que emigró a Puerto Rico a principios de la década de 1950 y, con el acompañamiento de nada menos que de la Sonora Matancera, popularizó la canción El negrito del batey, pieza que, entre otras cosas, dice: “El trabajo para mí es un enemigo/ el trabajar yo se lo dejo todo al buey/ porque el trabajo lo hizo Dios como castigo”.
Quizá AOC, la joven congresista de piel color aceituna y miembro de la extrema izquierda del Partido Demócrata, ha bailado al ritmo de ese merengue y con simpatía ha tomado buena nota de lo que dice, como también parece haberlo hecho mucha gente en Puerto Rico.
En efecto, a juzgar por la tasa de participación laboral (definida como la población en la fuerza de trabajo respecto a la población en edad de trabajar), que en Puerto Rico no llega al 40 %, pareciera que muchos allí prefieren que sea el buey el que trabaje en las áreas duras y alienantes para poder disfrutar el ocio creativo en bailar “de medio la’o, medio apreta’o, merengue apambicha’o”.
Por comparación, en Costa Rica, según dice Fernando Ramírez, presidente del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), la participación laboral anda hoy por el 61 %.
El comunismo resultó ser inviable porque alteraba perversamente los incentivos para producir y la superación personal. La caída del muro de Berlín es fiel testigo de esto. Por el contrario, el capitalismo es el sistema económico que contribuyó a sacar a cientos de millones de personas (piénsese en los chinos) de la pobreza.
Las cocinas y las lavadoras eléctricas, productos nacidos del deseo de empresarios de ganar dinero, han liberado de mucho trabajo “alienante” a mucha gente. Tecnologías como la Internet llegan hoy a todo el mundo, a ricos y pobres, casi gratis.
La humanidad vivió sin trabajar solo cuando estuvo en el paraíso terrenal. Pero, por la desobediencia al creador, a partir de su expulsión debió ganarse el pan con el sudor de la frente. De su frente, no la de otros.
La Asamblea Legislativa aprobó el lunes una amplia reforma al reglamento de procedimientos parlamentarios. Ese reglamento regula la manera como el Parlamento trabaja cuando decide sobre las iniciativas de ley así como a la hora de ejercer el escrutinio sobre los asuntos públicos.
En una proporción de 4 a 1 (41 a favor, 11 en contra), los congresistas derribaron el statu quo con el apoyo de Liberación Nacional, el PAC, el PUSC y Restauración. La voluntad fue clara: se superó el difícil requisito de los 38 votos necesarios para cambiar el reglamento. Para mí, es evidente que sin voluntad y mucho trabajo conjunto el esfuerzo se habría descarrilado.
¿Y qué cosa era el statu quo? Un reglamento legislativo cuya última reforma de amplio espectro databa de 1994, hace 25 años, cuando campeaba el bipartidismo. Aparte de ciertas necesarias adaptaciones tecnológicas, la modificación de más de 30 artículos hace dos cosas relevantes. Por una parte, crea un proceso más ágil para el trámite ordinario de los proyectos de ley que conoce la Asamblea y, por otra, regula la llamada “vía rápida” para resolver las lagunas del procedimiento anterior, que quedaron patentes en el trámite de la reforma fiscal el año pasado.
Esos cambios eran necesarios. En los últimos diez años, el Congreso tardó, en promedio, más de 21 meses en aprobar una ley. ¡Casi dos años! Y eso cuando tenía éxito. Cantidad de proyectos e informes legislativos sustantivos murieron en el intento, sin llegar a votación. No tengo ningún problema con que muchas iniciativas “palmen”, pues la Asamblea Legislativa no es una fábrica de hacer bizcochos, y muchos proyectos son, sin duda, ayotadas.
Ese no es el punto en discusión. El hecho es que el anterior reglamento facilitaba el sabotaje de iniciativas mediante el uso abusivo del derecho de enmienda de los diputados. Uno solo torcía el brazo a la mayoría mediante, por ejemplo, “carretillos” de mociones para bloquear un proceso. Incluso si el temido carretillo no aparecía, los procedimientos y los plazos para el trámite de iniciativas tenían más vueltas y eran más lentos que la subida por el monte del Aguacate.
Esperemos que, en la práctica, los efectos de la reforma al reglamento sean los esperados. La vida dirá, pero la apuesta se ve sólida. Han hecho muy bien los principales partidos políticos en el Congreso en modernizar el gobierno de la Asamblea.
Pretender dotar ‘de seguridad económica a quienes no desean trabajar’ es un desatino