El comercio de Ítaca
Me refiero a Ítaca, la isla de Ulises. Me refiero a Ítaca la isla del poeta Kavafis. Me refiero a todas las Ítacas, esos magníficos lugares, o no lugares, creados para las utopías y donde se pueden experimentar los sueños de la lucidez y todos sus ideales.
¿Por qué no iban a ser representadas en porciones de tierra aisladas de los continentes si los ideales viven de los deseos en tanto no se materializan?
“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. No temas a los lestrigones ni a los cíclopes ni al colérico Poseidón, seres tales jamás hallarás en tu camino”, escribe Kavafis recordándonos la existencia psíquica de los viajes de la mente y la conciencia. Un viaje a una isla meta. Un viaje de regreso para Ulises.
Ítaca no engaña, dice Kavafis, pero ¿qué pasa cuando sí engaña?
¿Qué pasa cuando el mercado se apropia de las utopías y las comercializa en camisetas, hoteles, restaurantes, programas de televisión,
viajes y demás experiencias copiadas de los afanes humanos?
La vulgarización de la trascendencia llega en forma de eslónganes a la cotidianidad de las casas y se queda como un paño húmedo donde solemos secarnos los pies.
El mercado no solo neutraliza su poder transformador, su llamada a la superación y a la finalidad altruista, sino que, en un acto simbólico de autoantropofagia, hace que nos comamos a nosotros mismos, que devoremos nuestras Ítacas como si fueran papas fritas, reduciéndonos a buscadores, no de molinos de viento, sino de salsa de tomate.
No buscadores del bien común o del sistema por alcanzar, sino de pollo frito. Ahora, si buscamos y alcanzamos las estrellas es para bailar y ganar dinero frente a una audiencia. Si amamos es a un objeto no a un sujeto que nos hace sentir y educarnos en esa emoción.
La búsqueda de ideales es inherente al espíritu humano. El anhelo de un lugar perfecto, de un edén o de una utopía es el derecho a sustraerse de lo precario del mundo material, de lo transitorio de la vida física, de lo invisible de nuestra permanencia en la sociedad que arrasa, generación tras generación, y olvidarnos de nosotros, de nuestras vidas y nuestras luchas en un parricidio cada vez más demoledor.
¿Por qué comercializar también nuestras utopías? La respuesta es simple. Porque nos debilita y nos vuelve consumidores allí donde todavía no lo éramos. La capitalización de las emociones es poderosa y premonitoria de un mundo automatizado, casi zombi que toma de su propia identidad material para el consumo y paga por ello sin saberlo.
La fotografía del Che Guevara en los calzoncillos de las tiendas es un buen ejemplo de la popularización de los acontecimientos sociales.
No dejemos que se roben las utopías fundacionales también; ese tesoro inmaterial de las culturas que hizo de Hércules un mito y de Ítaca, un poema. No dejemos que la espiritualidad se convierta en una entrada a un circo con neolenguaje incluido, donde la palabra filosofía es la descripción de una empresa.
El utilitarismo no se da solo. Necesita del deseo humano de poseer.
En el caso de la utópica Ítaca, como bien dice Kavafis en su poema, “al final sabrás qué significan las Ítacas”, la utopía nunca llega a aparecer en el horizonte de los navegantes, porque no está fuera de nosotros, sino en la experiencia del viaje y de haber llegado.
Por lo tanto no se consume, y menos se posee. Solo se incorpora a nuestros deseos desde muy niños en el mismo proceso de socialización que nos da valores, sentimientos y principios. No, Ítaca no es una universidad, ni una isla en el mar Egeo, ni una marca de galletas o de automóviles.
Ítaca necesita de todos para existir. Pero ¿quién se considera argonauta que gana con los ideales en este sistema consumista?
Si tuviera que escoger una frase para describir lo que acontece en Venezuela, usaría la incisiva interrogación de Vargas Llosa en su
¿Cuándo fue que se jodió el país? Maduro, jodido; Guaidó, jodido; el Grupo de Lima, jodido; Trump, Putin y Xi Jinping, jodidos. En suma: todos jodidos, en especial, el pueblo venezolano.
Venezuela comenzó a caer con el advenimiento de Hugo Chávez al poder. Maduro lo sucedió, pero no heredó su liderazgo ni persuasión. En vez de corregir, profundizó la crisis. La economía, como Caracas, quedó a oscuras: la inversión privada cayó, los capitales huyeron, la producción en picada (según el FMI, ha caído un 50 %) y la inflación ronda 10 millones %. La escasez de alimentos, medicinas y otros bienes esenciales imponen una carga insoportable. El 80 % exige un cambio, y aunque Maduro aún controla el Ejército, si toca a Guaidó incitaría la ira de EUA. Está jodido.
Guaidó reina, pero no gobierna. Tiene poder de convocatoria, pero con marchas no se maneja un país. Falló en su intento de encapsular a Maduro en un círculo político internacional y no logró romper el cerco de ayuda humanitaria. Su drama es presidir de nombre sin ostentar ningún poder real. De no ser por la admonición de Pence, vicepresidente estadounidense, su piel pendería de un hilo. También está jodido.
Los otros actores geopolíticos van mal. Trump es comandante en jefe del Ejército más poderoso, pero no lo puede usar contra Maduro sin irritar a la comunidad internacional (Europa siempre coquetea con la izquierda y descartó una ofensiva militar). Aun Bolsonaro, afín a Guaidó, rehusó militarizar el conflicto, como el Grupo de Lima, México y Costa Rica. Eso deja a Rusia y China espacio para sostener a Maduro, asidos a gobiernos de izquierda que les juegan vueltas a las sanciones, pero son incapaces de neutralizar el repudio popular y afianzar a uno de su clase.
¿Dónde queda el pueblo venezolano? En el limbo. No puede derrocar a Maduro ni empoderar a Guaidó. Las sanciones económicas y condenas políticas no bastan para derrocar dictaduras, según atestiguan Cuba, Nicaragua y Corea del Norte. Más grave: además de sustituir a Maduro (ojalá por la vía democrática), tendría que volver al capitalismo, algo que veo muy difícil en estos tiempos cuando campean ideas socialistas. Mientras eso no suceda, los venezolanos estarán condenados a morir de inanición.