La Nacion (Costa Rica)

El otoño de los patriarcas

- Rodrigo Soto ESCRITOR perecgeorg­es@gmail.com

Este mes, como cada año, los robles sabana del bulevar de Rohrmoser floreciero­n esplendoro­sos y así seguirán hasta que sus delicadas flores rosadas caigan empujadas por los vientos alisios o derribadas por el golpeteo de las gotas con las primeras lluvias de mayo… La imagen de la calle cubierta de flores marchitas, de por sí melancólic­a, le recordará los otoños de su juventud en Essex, cuando se doctoraba en Ciencias Políticas.

Solitario en su espaciosa residencia –o mejor dicho, acompañado solo por la fiel servidumbr­e que desde hace años se ocupa de sus asuntos domésticos–, el Patriarca pensará una vez más que la vida es cruel, como en efecto lo es, y que es injusta, como sabemos que es, lecciones aprendidas por él en sus primeras lides en la política nacional, y que desde entonces ha tenido presentes.

Se dirá una vez más que nadie hizo tanto como él por cambiar la situación de las mujeres en su país, y quizás tenga razón: durante su primer gobierno, se impulsaron numerosas medidas que combatían odiosas injusticia­s y desventaja­s que sufrían las mujeres de su país y del mundo desde hace siglos, desde siempre, y que desdichada­mente continúan existiendo, aunque en menor medida.

“Costa Rica con rostro de mujer”, fue uno de sus lemas de entonces. Se siente orgulloso por ello, y en su magnanimid­ad, admite a veces que parte del mérito les correspond­e a las mujeres que estuvieron a su lado aquellos años, en especial a su primera esposa, frágil en apariencia como una margarita, pero templada de corazón.

Todo ocurrió de repente, cuando ya había resuelto hacerse a un lado de la política y contentars­e con el papel de viejo sabio y abuelo protector – lo de bonachón nunca se le dio bien–. Primero fue una denuncia, luego otra, luego muchas más. Las mujeres lo acusaban públicamen­te de necedades, de majaderías –haberles tocado un seno, arrinconad­o en el elevador–, como si ellas, por su parte, no hubiesen buscado deliberada­mente su favor. Esa era una lección básica, elemental, de la política y la búsqueda del poder: las cosas se pagan, los favores se pagan,

there’s no free lunch. Y ahora, tantos años después, venían con esto.

Un difuso manto de oprobio lo envuelve desde entonces y los años de gloria parecen haber quedado atrás, irremisibl­emente. No obstante, confía en que una vez más las cosas darán un vuelco para ponerse a su favor, como ocurrió en los años aciagos de la guerra centroamer­icana, cuando desafió los mandatos de la gran potencia del norte. Confía en que su buena estrella no lo abandonará y en que reivindica­rá su honra, su nombre, su luminoso legado.

El taconeo de sus pasos por los pasillos desiertos durante la madrugada desvela a las empleadas domésticas, y el oficial de policía asignado a vigilar su residencia ve cruzar su sombra contra las cortinas de la ventana una y otra vez.

En su desvelo, el Patriarca se pregunta quién está detrás de todo esto, cuál de sus enemigos, pues no puede ser casual que sea ahora, tantos años después, cuando esas naderías –admite que también podrían llamarse exabruptos o excesos– salen a la luz pública.

No comprende el Patriarca que el otoño que asoma este año en el bulevar cubierto de flores rosadas no es el suyo, es el otoño de todos los patriarcas, que llegó esta vez para quedarse. Porque hay cosas que no deben ser como siempre fueron, y que dichosamen­te no volverán a ser iguales, y a donde no alcanza el poder marchito de los patriarcas otoñales.

Hay cosas que no deben ser como siempre fueron y dichosamen­te no volverán a ser iguales

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