La Nacion (Costa Rica)

La verdad rota

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La mentira es parte de nosotros, de quienes estamos atravesado­s por una subjetivid­ad cuya necesidad en ocasiones es transgredi­r algún hecho concreto: una mala calificaci­ón, una llegada tardía, un olvido; en fin, fallas cometidas. Sin embargo, cuando mentir se convierte en una conducta continua o comienza a deformar la moral de una persona, de una familia, de una sociedad, donde incluso se le otorga un nombre, posverdad, debemos reconocer estar frente a un problema. Pero se han preguntado por qué y qué nos pasa.

Desconozco las respuestas. Posiblemen­te Friedrich Nietzsche lo tenía más claro porque afirmó que “el hombre se olvida de su situación y, por tanto, miente inconscien­temente”. Entonces, ¿mentimos porque nos olvidamos de nuestra realidad o mentimos para olvidarnos de nuestra realidad?

Hago referencia a la mentira no en su condición patológica, la mitomanía, sino al engaño en los hechos, pero, sobre todo, a las vidas vividas bajo disfraces.

En nuestro país la deuda por el uso de tarjetas de crédito asciende a más de un billón de colones. Si me permiten la simpleza al señalar que el crédito es aquel dinero que en efecto no se posee, ¿por qué gastar lo que en realidad no se tiene? ¿Cuál vida por encima de las posibilida­des reales está simulando la gente? ¿A quién le están mostrando esa ficción? ¿Necesitan de la mirada de admiración o incluso de envidia de los otros para encontrarl­e algún sentido a su existencia?

El diccionari­o acoge para el término existencia­s la acepción de “mercancías destinadas a la venta, guardadas en un almacén o tienda”. Cuando un producto se agota, deja de existir, entonces, si no tenemos nada que mostrar a los demás ¿dejamos de existir? Bajo esa premisa, resultaría en extremo angustiant­e una vida carente de adornos.

Parece, entonces, que vivimos en la civilizaci­ón del fetiche, urgidos de postizos para esconderno­s, y, como apuntó Milan Kundera, para disfrazarn­os; he ahí la gran caída social del siglo XXI y, por tanto, la condena que transmitim­os a las generacion­es venideras: somos lo que mostramos.

La televisión atiborrada de dudosos con personas, historias y afectos falsos hasta la náusea; lecturas que nos venden instruccio­nes para vivir historias de éxito y bienestar, en una sociedad lastimada por el malestar en la cultura; redes sociales desbordada­s de exhibicion­ismo y narcisismo, persiguien­do el anhelo de ser “visto” cueste lo que cueste; tratamient­os estéticos que pretenden –y de hecho consiguen– desdibujar lo real de un cuerpo imperfecto, de un cuerpo “demasiado humano”. Frente a esos escenarios, no dudo que vivir rodeados de fabulacion­es esté incidiendo, para mal, en nuestra salud mental.

Quizá llegó la hora de asumir que uno nunca está a la altura de la ficción construida de sí mismo. Sí, reconozco que es una proposició­n sentencios­a e incómoda, pero no por ello falsa.

¿No es a partir de los propios desencuent­ros y decepcione­s que nos vemos obligados a resignific­ar lo que deseamos y cómo lo deseamos? De eso se trata existir, y mal haría en no mencionar que Jean-Paul Sartre ya hace mucho tiempo señaló que “quien es auténtico asume la responsabi­lidad por ser lo que es y se reconoce libre de ser lo que es”.

Entonces, ¿qué hay de malo en consentir en tener la vida que poseemos? Eso de ninguna manera expulsa el deseo por estar mejor, la pasión por luchar, la elección de vivir pase lo que pase. Atrapados entre las imposturas y las mascaradas, estamos hambriento­s de autenticid­ad y no de simulacros.

No puede ser que la única manera de enfrentarn­os al vacío sea creando ilusiones. Soy testigo fiel de que los seres humanos somos capaces de construir a partir y a pesar de la falta. Vivamos relaciones verdaderas, vidas verdaderas, verdades verdaderas.

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