La Nacion (Costa Rica)

¿Qué le pasa al capitalism­o contemporá­neo?

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las élites se lanzaron a la unificació­n continenta­l, con el elevado propósito de poner fin a la reiteració­n de episodios de matanza. Pero en su prisa por obtener los beneficios obvios de la integració­n, se olvidaron de sumar a la ciudadanía. Fue así como finalmente aprendiero­n que después de la llega la némesis.

El éxito de la socialdemo­cracia en la posguerra debilitó el poder del mercado para actuar como una influencia moderadora sobre el Estado. Según Rajan, ambos debilitado­s actores, en Europa y en Estados Unidos, quedaron mal parados para lidiar con la inminente revolución de las tecnología­s de la informació­n y de las comunicaci­ones (TIC), de modo que la gente de a pie tuvo que hacer frente sola a las amenazas. Las corporacio­nes, en vez de ayudar a sus trabajador­es a manejar la disrupción, la empeoraron, al usar la vulnerabil­idad de sus empleados para enriquecer a sus accionista­s y ejecutivos.

¡Y cómo se enriquecie­ron! Conforme la mediana de ingreso de los hogares se estancó y aumentó la concentrac­ión de la riqueza, el capitalism­o se volvió manifiesta­mente injusto y perdió el apoyo popular. Para poner a raya a sus oponentes, Behemot llamó en su auxilio a Leviatán, sin comprender que un Leviatán populista de derecha al final se come a Behemot.

Hay que destacar dos puntos de la exposición de Rajan. En primer lugar, la desacelera­ción del crecimient­o es una causa fundamenta­l (aunque de ritmo lento) del malestar social y económico de la actualidad. En segundo lugar, las consecuenc­ias desafortun­adas de la revolución de las TIC no son propiedade­s inherentes del cambio tecnológic­o; más bien, como señala Rajan, reflejan una “falta de modulación de los mercados por parte del Estado y de los mercados mismos”. El autor no insiste en esto, pero el segundo punto nos da motivos de esperanza, porque implica que las TIC no nos condenan a un futuro sin empleo; todavía hay lugar para una formulació­n de políticas esclarecid­a.

Rajan hace una muy buena exposición de la mala conducta de las corporacio­nes, tanto más eficaz cuanto que proviene de un profesor de una importante escuela de negocios. Según explica, el cuasiabsol­utismo de la doctrina de la primacía de los accionista­s sirvió desde el inicio para proteger a los ejecutivos a expensas de los empleados, y sus efectos perjudicia­les se agravaron por la práctica de pagar a los ejecutivos con acciones.

En

Collier hace una exposición similar desde el Reino Unido, con la historia de la empresa británica más admirada de su infancia (y de la mía): Imperial Chemical Industries. En aquel tiempo todos crecíamos soñando con trabajar algún día en ICI, una empresa que proclamaba como misión “ser la mejor compañía quími ca del mundo”. Pero en los 90 ICI cambió de norte, al adoptar el principio de valor para los accionista­s. Según Collier, ese único cambio destruyó a la empresa.

¿Y la comunidad? En otros tiempos, Estados Unidos fue un país líder en educación pú blica, cuyas comunidade­s lo cales ofrecían a niños de todo nivel de talento y condición económica escuelas donde aprendían juntos. Cuando la educación primaria dejó de ser suficiente, también empeza ron a proveer acceso universa a la educación secundaria.

Pero para triunfar hoy se necesita título universita­rio los jóvenes más talentosos van a buscarlo muy lejos de su co munidad de origen y terminan autosegreg­ándose en ciudades cada vez más grandes, de las que los menos talentosos que dan excluidos por los altos cos tos de vida. Protegidos en sus reluciente­s claustros, los que triunfan forman una merito cracia en la que a sus hijos –y a casi nadie más– les va tan bien como a ellos.

Collier cuenta la misma his toria en el Reino Unido, donde el talento y la participac­ión en el ingreso nacional se han ido concentran­do en Londres, y se generó vaciamient­o y resenti miento en las localidade­s de interior. Pero como señala Ja nan Ganesh, del

las élites metropolit­anas ahora se encuentran “encade nadas a un cadáver”.

Rajan considera que la me ritocracia es un producto de la revolución de las TIC. Pero yo sospecho que viene de antes No olvidemos que el sociólo go británico Michael Young publicó su presciente distopía

(El ascenso de la meritocra cia) en 1958. De hecho, Collier y yo somos parte de la prime ra camada de la meritocrac­ia británica. Tal como predijo Young, nuestra cohorte dejó e sistema inservible para las ge neraciones siguientes, sin de jar de alabar sus virtudes. En Escocia, donde crecí, los talen tos locales, intelectua­les, escri tores, historiado­res y artistas todos partieron a buscar mejor fortuna, o renunciaro­n simple mente a competir con las supe restrellas de los mercados de masas. Eso nos empobreció a todos.

Como Rajan, creo que la co munidad es una víctima de la captura de los mercados y de Estado por una élite minorita ria. Pero a diferencia de Rajan dudo de que comunidade­s lo cales más fuertes o una polí tica de localismo (inclusivo o no) puedan ser la cura del ma que nos aqueja. El genio de la meritocrac­ia salió de la botella y ya no hay modo de volver a meterlo.

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