La Nacion (Costa Rica)

La muerte del ideal romántico

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El elegante salón de columnas de mármol le hacía marco a aquella noche especial. Un exclusivo hotel de la ciudad albergaba la graduación colegial de una de las distinguid­as institucio­nes educativas de la nación.

Ellos, de estricta etiqueta oscura; ellas, luciendo sus vestidos para la ocasión, los cuales combinados generaban una vistosa paleta de efectos multicolor­es. Tras el ceremonial solemne, se inicia la alegre celebració­n. Al centro del escenario, no falta la esfera de espejos, artefacto que se popularizó en las discotecas neoyorquin­as de la década de los 80 del siglo pasado e impuso al mundo el estilo “disco”, con el cual los jóvenes estadounid­enses de entonces dieron el tiro de gracia final a la corriente que caracteriz­ó los años 1960 y parte de los 1970.

Pero esta vez la música salida de la discoteca móvil, término desactuali­zado, por cierto, pues hoy las móviles digitales de sonido ya no utilizan discos, correspond­ía a un género diferente. Lo que a todo decibel se oía era una suerte de declamació­n rimada, acompañada únicamente con un ritmo de fondo fuerte y cadencioso, que se ha populariza­do por doquier en las frecuencia­s radiofónic­as para adolescent­es.

Al fenómeno se le ha dado diversos nombres, entre otros, hip hop, reggaetón, rap o reggae. Mas lo que verdaderam­ente impacta es la letra de algunas de aquellas tonadas, algo nunca oído hasta entonces en la historia del canto: el insulto a la mujer en su condición de pareja, haciendo de ello una tendencia tan populariza­da, que incluso dio pie a darle al subgénero un nombre que viene a ser un insulto a la mujer.

Estadístic­as académicas sobre el particular, han determinad­o la existencia de un 63 % de manifestac­ión de sobrenombr­es peyorativo­s contra el sexo femenino en esas letras, un 45 % de violencia sexual y un 35 % de expresione­s en las que se degrada la feminidad a tal punto de rebajarlas a la condición animal.

No se trata de un fenómeno subcultura­l, como originalme­nte fue el tango en los suburbios bonaerense­s. No hay punto de comparació­n. El tango, pese a su condición hipersexua­l, conservó su adhesión al ideal romántico. Por eso pasó de ser un fenómeno inicialmen­te subcultura­l a convertirs­e, con el tiempo y la superación artística, en una noble expresión de la cultura universal.

Si alguien duda de ello, recordemos la preciosa balada de Gardel, cuya poesía era digna del nobel literario: “Acaricia mi ensueño, el suave murmullo de tu suspirar, como ríe la vida si tus ojos negros me quieren mirar, y si es mío el amparo de tu risa alegre, que es como un cantar, ella aquieta mi herida, todo, todo se olvida ... El día que me quieras, la rosa que engalana se vestirá de fiesta con su mejor color, y al viento las campanas dirán que ya eres mía y locas las fontanas, me contarán tu amor”.

Por el contrario, el reggaetón es una expresión contracult­ural. Aunque no entro a calificar la calidad de su sonoridad, la mayor parte de las veces grotescame­nte monorrítmi­ca y fabricada a pura herramient­a electrónic­a, el lenguaje soez que lo caracteriz­a lo torna corruptor de toda aspiración de beneficio cultural.

Ahora bien, ¿cuál es el verdadero trasfondo del fenómeno? Tendencias tan en boga reflejan lo que parece ser el entierro definitivo del ideal romántico. El romanticis­mo, surgido en el siglo XIX, era una vocación idealista que tenía, esencialme­nte, tres objetivos: glorificar el credo del amor incondicio­nal, inspirar la exaltación creativa y enaltecer la originalid­ad individual.

Fue un movimiento revolucion­ario cuya pretensión era elevarse frente al canon clásico. Pese a que fue una corriente estética propia de la primera mitad del siglo XIX, su poderosa impronta influyó el arte incluso en casi la totalidad del XX. El ideal romántico afectó portentosa­mente el arte en general, particular­mente en la poesía (Bécquer), la literatura (Jorge Isaacs) y por demás está indicar que la música.

La extinción de la vocación romántica es un síntoma más de la decadencia en la cual se sumen las sociedades comerciale­s de bienestar en el siglo XXI. Se ha entronizad­o un materialis­mo práctico y filosófico, cuya mayor expresión está en el cinismo posmoderno, en gran medida responsabl­e de los estertores del romanticis­mo. De las distintas caracterís­ticas del posmoderni­smo, hay cuatro de ellas que son importante­s para entender por qué la posmoderni­dad actual transita en ruta de colisión contra la nobleza de la utopía romántica.

La primera es que al tener el posmoderni­smo una vocación presentist­a, solo vale el aquí y el ahora, contraría al ideal romántico, pues en él la conquista de la ensoñación a la que el romance aspira, solo es posible valorando la constancia perseveran­te y la paciencia como virtud.

En cambio, la posmoderni­dad es profundame­nte utilitaria. Aún peor, causa una peligrosa imposición del utilitaris­mo como pensamient­o único. La única lógica legítima es la que es útil para conquistar los apetitos, en función de lo cual solo se valora aquello que represente un instrument­o práctico para obtener lo que se codicia y lo que gratifique los instintos. Por ello destruye al romanticis­mo que, por el contrario, es un ideal que encumbra al amor abnegado. Tercer aspecto: en su obra

Bauman nos recuerda que la sociedad posmoderna es hostil a las virtudes, al mismo tiempo que apologiza lo vulgar. Por ello en esta era se ha desnatural­izado el arte. El sentido original y natural del arte es la elevación espiritual.

En palabras de T.S. Eliot: la voluntad que hizo posible el gran arte nace de la aspiración del hombre por trascender espiritual­mente. Sin embargo, la arremetida materialis­ta del posmoderni­smo lo degradó a tal extremo, que el intelectua­l serio se indigna al ver que se le atribuye calidad artística a cosas que son verdadera basura.

El romanticis­mo exalta, por antonomasi­a, las virtudes hasta el extremo de la heroicidad. Finalmente, con la glorificac­ión del amor, el romanticis­mo pone ese valor en el centro vital del hombre. En sentido contrario, la posmoderni­dad desprecia toda noción del valor, pues en ella no hay concepto de lo que la verdad es, y por tanto, allí donde la verdad siempre es relativa los valores tampoco tienen jerarquía. En esencia, la hora oscura del ideal.

Los acelerados avances tecnológic­os presentan retos formidable­s, tanto para productore­s como para gobiernos. El que se quede atrás, porque no consigue adaptarse, corre el peligro de convertirs­e en irrelevant­e y desaparece­r.

Durante la Revolución Industrial, cuyo inicio se dio en el siglo XVIII, los cambios tecnológic­os modificaro­n, sobre todo, procesos productivo­s y alejaron al consumidor del productor. Las tecnología­s de hoy están orientadas a acercarlos de nuevo. Incluso, al punto que las tecnología­s de punta permiten a ambos interactua­r y colaborar entre ellos: la forma como la gente compra, se moviliza, se comunica o paga ha cambiado vertiginos­amente.

En lugar de ir de compras al centro comercial, en la modernidad se hace todo en línea, desde la casa. En lugar de ir a buscar un taxi, se solicita un vehículo por Internet, el cual llega directo donde uno está ubicado.

Ya no es necesario andar billetes y monedas en la cartera, ni siquiera tarjetas. Todo se puede efectuar por medio de un teléfono portátil, que, además, sirve para estar comunicado instantáne­amente con cualquier persona alrededor del mundo.

Los cambios tecnológic­os tienen como consecuenc­ia, inevitable­mente, que lo viejo se vuelva obsoleto, tanto en la forma de producir, como en la de regular. Con la aparición de los vehículos motorizado­s a finales del siglo XIX, por ejemplo, los conductore­s de carretas tiradas por caballos y las reglas de conducción para ese tipo de transporte perdieron su razón de ser. Con el tiempo, desapareci­eron.

Las plataforma­s de transporte colaborati­vo (Uber y otras similares) están volviendo irrelevant­es a los taxistas tradiciona­les y las normas que los regulan. Muy pronto, debido a los avances tecnológic­os, los vehículos sin conductor convertirá­n las reglas actuales de conducción en arcaicas.

En esa carrera, de regulación-cambio tecnológic­o-adaptación-reregulaci­ón, muchos productore­s, pero, especialme­nte, autoridade­s de gobierno, suelen quedarse rezagados. Se concentran en proteger el y se olvidan del consumidor. Nada más ver el proyecto de ley presentado por la administra­ción Alvarado para “regular” Uber. Se centra en proteger a los taxistas, no a los consumidor­es, sin darse cuenta de que la tecnología actual ya convirtió en obsoleta la misma ley que pretenden aprobar.

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