El mal ideológico
Cuando las tribus primitivas se desplazaban de territorio en territorio, de montaña en montaña, de planicie en planicie, algunos humanos creían las expresiones infalibles de lo justo y lo verdadero. Se les llamó brujos, brujas, magos, magas, sacerdotes, sacerdotisas, hechiceros, hechiceras, y se consideró que estaban en sintonía con los dioses, los destinos cósmicos, los alineamientos estelares y los espíritus del agua, la tierra, el aire y el fuego.
Fueron los primeros creadores de discursos sublimes y engañosos, sus palabras eran tenidas como mensajes siderales y divinos. Así nacieron las ideologías. Desde entonces, han pasado milenios, y las narrativas ideológicas no han dejado de acompañar la aventura humana.
En los días que corren se ha endiosando al Estado, a la raza, a la clase social, a la patria, al mercado, al dinero, a las religiones, al líder, al sistema financiero, a los partidos políticos, y en todos los casos insisten, con persistente fanatismo, en ser las únicos dueños de la verdad.
Desde esa pretensión, las ideologías envuelven al planeta en odios expansivos y mortíferos, odio a las mujeres, a los hombres, a los pobres, a los ricos, a las poblaciones migrantes, en fin, odio al semejante. Inspiran torturas, asesinatos y genocidios; camuflan autoritarismos y totalitarismos, y constituyen uno de los factores que han transformado la historia universal en un cementerio sin límites y en una mentira gigantesca; por ello las ideologías disminuyen las capacidades intelectuales, deforman el juicio moral, conducen a incoherencias constantes y son por completo insensibles a la refutación racional y de la experiencia.
Esta visión sobre las ideologías coincide con la expresada por varios pensadores y estudiosos. Karl Marx afirma, por ejemplo, que la ideología es una “falsa conciencia”, una visión de mundo basada en ilusiones y mentiras; Bertrand Russell sostiene que las sociedades deben buscar conocimientos, no creencias ideológicas; y los papas de la cristiandad católica postulan que las ideologías empobrecen al ser humano, razón por la cual las sociedades deben liberarse de ellas.
En el caso de Marx y de los papas conviene tomar nota de dos hechos que demuestran lo difícil de vivir sin ideologías: Marx intentó erradicarlas y transitar por el camino seguro de la ciencia, pero sus planteamientos configuran una de las ideologías más sanguinarias, y los papas, a pesar de su insistencia en decir que el cristianismo no es una ideología, los hechos demuestran la existencia de una historia criminal del cristianismo originada en la deformación ideológica de su contenido original.
El más reciente efecto de ese alejamiento ideológico respecto a la propuesta base del cristianismo es la existencia de monjas sometidas a “esclavitud sexual” y el abuso sexual de monaguillos y seminaristas por sacerdotes, obispos y cardenales.
No, no es fácil liberarse de las ideologías, pero tampoco es imposible. El derrumbe de las narrativas ideológicas y de los feudos de poder que las sustentan no debe ser visto con temor, sino como una oportunidad para profundizar en la vida sencilla y sabia, la vida sin adornos y sin soberbias, la vida sin ideologías. Es una vana ilusión pensar que esto sea posible ahora, en este preciso instante, pero se debe proclamar e intentar vivir el ideal a tiempo y a destiempo.
El historiador Matthew White intenta contabilizar el número de torturados y asesinados desde la segunda guerra persa y las campañas de Alejandro Magno hasta los genocidios de Ruanda y del Congo, pero sus datos se quedan cortos; son muchas las matanzas no contabilizadas por él.
A los números de White debe agregarse el engaño permanente de todas las formas del poder y la agresión de los lenguajes excluyentes e insultantes que atraviesan la historia, y en los días actuales se expresan en las redes sociales mediante insultos, amenazas y palabras soeces.
Desde las ideologías se justifican las mentiras y las masacres llevadas a cabo por razones políticas afirmando que ocurren en defensa de la libertad, la justicia, la solidaridad, el amor, la divinidad, la ley, la Constitución o la superioridad racial, pero está claro que no fueron sublimes, ni divinas, ni amorosas las cruzadas, las matanzas durante la conquista y colonización de América, las guerras de religión, el holocausto ocasionado por los totalitarismos del siglo XX (fascismo, comunismo, nazismo), los campos de concentración, los cementerios de la muerte de Pol Pot y los Jemeres Rojos; o las matanzas y degradaciones conocidas en los tiempos de las dictaduras de seguridad nacional en Suramérica o en las calles y prisiones del llamado socialismo del siglo XXI, que en realidad es un tipo de capitalismo dictatorial.
No es expresión de justicia, ni de amor, ni de libertad, ni de voluntad divina, ni de revolución, torturar a una persona arrancándole las uñas, sumergiéndola en agua helada hasta la muerte, quemándola viva a fuego lento, tapándole el rostro con bolsas llenas de excremento y orines, quebrándole las costillas, cortándole brazos, piernas y cabeza.
Tal macabro desempeño del mal ideológico es común en el leninismo, el estalinismo, el trotskismo, el nazismo, el fascismo, el maoismo, el anarco-capitalismo, el socialismo del siglo XXI y el fanatismo religioso. Todas las ideologías son ramas alimentadas en el tronco común y tenebroso del odio sistemático.
Para emanciparse del mal ideológico conviene diferenciar dos conceptos: sistemas ideológicos y sistemas de conocimiento.
Los sistemas ideológicos están formados por creencias que contribuyen a fortalecer la manipulación social de la población, propiciar un sentido de identidad grupal y de pertenencia a organizaciones e instituciones.
Los sistemas de conocimiento, por el contrario, se caracterizan por fundamentarse en investigaciones sistemáticas y progresivas sobre sus objetos de estudio, y permanecen abiertos a la pluralidad de puntos de vista, no exigen adhesiones emocionales, sino libre pensamiento y libre investigación. Mientras el conocimiento es un sistema de descubrimiento e innovación que contribuye a transformar la vida social, la ideología es un sistema de fosilización de ideas favorecedora de la inmutabilidad del statu quo.
¿Cómo puede una sociedad liberarse de las ideologías? Por la información, el conocimiento y la sabiduría. Sugiero lo siguiente: generalizar la enseñanza de las ciencias, las técnicas y las humanidades; generalizar la educación en lógica formal, lógica dialéctica y lógica simbólica; elevar el volumen de recursos económicos destinados al desarrollo científico y tecnológico; cultivar una mentalidad capaz de autocorrección, corrección y evolución; generalizar la convicción de que nadie posee la verdad absoluta sobre nada, y que la verdad no es propiedad exclusiva de ningún grupo, persona o institución, sino un descubrimiento generado por el estudio, la investigación y la cotidianidad de la vida; reconocer que los conocimientos ilustrados –basados en teorías, libros y discursos– constituyen una mínima fracción del total de conocimientos socialmente disponibles y que la inmensa mayoría de los conocimientos se derivan de la experiencia y no de las páginas de los libros o de las narrativas profesorales en las aulas.
Al insistir en estas líneas de acción, las ideologías se revelan como lo que son: simplismos mentales que producen ceguera emocional y sirven de coartada para ocultar y proteger el modus operandi de todas las formas del poder.
Debido a múltiples comentarios recibidos sobre mi columna de la semana pasada, siento la necesidad de profundizar en el tema de pensiones.
Un grupo de comentaristas apoyan la idea de dejar funcionando el Régimen Obligatorio de Pensiones (ROP) como está: el ahorro acumulado durante la etapa laboral de cada trabajador se reparte en cuotas mensuales a partir del momento de la jubilación.
La tesis se basa en la ausencia de una cultura de ahorro en Costa Rica. Si no son obligadas, pocas personas guardan un porcentaje de sus ingresos. De hecho, a pesar de recibir beneficios fiscales y exenciones de cargas sociales para quienes formen un ahorro de pensión voluntaria, únicamente alrededor del 2 % de los trabajadores lo hacen. La mayoría de la gente sigue pensando en el gobierno como el responsable de darles el dinero necesario para sobrevivir en la vejez. Dado que la pensión de la Caja tiende a disminuir, el ROP actúa como un pequeño complemento.
Otros comentaristas manifiestan, justificadamente, su desconfianza en el Estado como administrador. Si este no gestiona adecuadamente los recursos a su disposición, ¿cómo pretende decirle a la gente la forma de administrar sus ahorros? Si bien los fondos del ROP no los maneja el Estado, sino operadoras independientes, son entes gubernamentales los que imponen regulaciones y restringen la discrecionalidad en el manejo de los fondos.
Ambas posiciones, válidas, abren la puerta a la discusión sobre posibles cambios al sistema de pensiones, como otorgar más libertad a los trabajadores en la decisión de cómo prepararse mejor para su jubilación, pero con respeto al principio de apoyo a los adultos mayores de más bajos recursos.
Lo primero sería unificar los regímenes de pensiones en uno solo, manejado por la Caja. El monto debería disminuir paulatinamente hasta llegar a ser relativamente bajo, e igual para todos los trabajadores. Así se eliminarían las pensiones de lujo y la Caja enfrentaría mejor el envejecimiento poblacional. El ROP seguiría funcionando como un complemento de la pensión básica, pero se le otorgaría mayor libertad a las operadoras en el manejo del dinero.
Quienes quieran vivir holgadamente durante la vejez deberían aportar una porción mayor de sus ingresos a un fondo de pensión individual, manejado sin intervención del Estado.