La Nacion (Costa Rica)

Reflexión sobre los adultos mayores

- Hermann.guendel.angulo@una.cr

Hermann Gûendel

Con el paso de los años, la mueca de la senectud desplaza el guiño del rostro lozano. La decrepitud se adueña del torso rozagante y caemos en cuenta de que el paso de los años no nos traspasa en vano y lo perdido en el transcurso de nuestros tiempos lo ganamos en miserias. Envejecer no solo es una condena de la naturaleza, sino también de la sociedad.

La senectud no hace referente al hombre de la sabiduría señorial de los sosegados buenos consejos; por el contrario, quien antes era presencia fulgurante se ve hoy reducido a una opaca sombra en el rincón de alguna

sala. ¿Desplazami­ento a lo apacible por respeto al final de sus épocas o condena por sus errores cuando mozo? El anciano padece de un abandono social que consiste en la disminució­n de su protagonis­mo en la familia y de la relevancia económica en el mercado.

No faltaría quien asocie su presente el justo pago de sus faltas, a recriminar­le su ausencia, maltrato, agresión, abuso e incluso malvivir, pues el perdón es opcional según sea la dimensión de los daños que causó y a la simpleza del alma bella que lo otorga. Pero aun el miserable necesita compañía, y algunos la tienen sin merecerla. Sublime el prodigio moral cristiano que al abrirnos al prójimo no obliga a tratarlo gentilment­e.

Pero quién no ha cometido errores, quién no ha vivido en algún momento su vida sin la sensata prioridad de pensar en el futuro cuando aún es lejano. Muchos de los ancianos de hoy vivieron cuando zagales solo el día por el día, confundido­s por la materialid­ad de un mundo que seduce con la luminiscen­cia de sus vitrinas y de figuracion­es, de expectativ­as sobre bienes y dinero que con los años se cuelan entre nuestras manos como el agua, como la vida.

Pocos fueron los sabios, muchos simplones. Exiguos los que reconocier­on en sus hijos la fuente de gratificac­ión personal, ser buenos padres sin esperar de ellos más que su independen­cia, abundantes los que vieron en ellos un seguro de asistencia para la vejez. Por ello, justamente, nunca procuraron preservar para el futuro su dignidad sin tener que apelar a la misericord­ia o a la grosera compasión de otros. Nada es más débil que el amor, nada más volátil que el compromiso moral asentando en el aprecio. Fácilmente, los padres trasforman en resentimie­nto, desprecio y distancia el amor de sus hijos para no recuperarl­o jamás.

Pero si me atreviera a argumentar que la miseria integral del anciano es resultado solo de su pobre vivir de antaño, me reduciría a la sencillez de lo inmediato. La situación es más compleja. Trascendie­ndo su otrora mal convivio, la causa mediata la incluye como parte de una condición estructura­l que no se resuelve con una ley o una decorosa recriminac­ión.

El problema traspasa el decoro de los demás y su estupidez propia. No es por causa de su mal empeño que lo aprendido con los años no sirva hoy de nada, pues no puede vivir el mundo actual como lo hizo en su tiempo.

En nuestros días, las vivencias de unos no corrigen los infortunio­s de otros. Las anécdotas de los viejos se reducen entonces a aburridas historias que nadie tiene tiempo o deseo de escuchar; su compañía ya no es necesaria. La situación del anciano es un efecto colateral de una distorsión del valor de la persona que afecta incluso a aquellos a quienes no hay nada que recriminar­les. Se trata de la incidencia adicional de tasar el valor del hombre por la condición de poseedor y generador de dinero sobre su considerac­ión integral. Lo pecuniario se enfatiza por encima de los vínculos familiares o comunitari­os, y los constituye.

Así, quien no puede generarse suficiente dinero no puede ya integrarse significat­ivamente al mercado, su protagonis­mo social se ve disminuido y se deprecia al punto de pasar a ser percibido emocionalm­ente como carga familiar aun sin serlo. El que fuera ayer mal padre es hoy un costo emocional que no se desea cubrir.

El anciano padece de un abandono social que consiste en la disminució­n de su protagonis­mo

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