La Nacion (Costa Rica)

Mi corazón al desnudo

- Jacques Sagot PIANISTA Y ESCRITOR jacqsagot@gmail.com

Escribo este testimonio para todos aquellos quienes padecen de hemofilia, sida, hepatitis, cáncer o asperger, y lo hago para decirles que se puede, y de sobra, vivir con todo eso. Que vamos a triunfar, y lo celebrarem­os juntos.

Mis palabras son un canto a la vida. Hablo desde el conocimien­to profundo de la postración y la enfermedad, y les puedo asegurar que venceremos. Caeremos muchas veces, pero será únicamente para erguirnos, doblemente vigorizado­s. Estamos condenados al triunfo, amigos, compañeros de batalla. En ustedes veo a mis hermanos del alma. Es por ustedes que he decidido revelar hoy públicamen­te la faceta médica de mi vida. Sí, mi cuerpo alberga una multitud de enfermedad­es, pero ellas no me tienen a mí: ¡Soy yo quien las tiene a ellas, bien agarradas por el pescuezo!

Soy hemofílico. Enfermedad genética. Cuando me fue diagnostic­ada (de la peor manera: a causa del profuso sangrado de la circuncisi­ón), el médico le dijo a mi mamá: “Señora, yo no me encariñarí­a con el chiquito. La hemofilia es una enfermedad de prognosis muy reservada”. Mi mamá lloró durante muchos días con sus noches. Me mandaron a hacer la cunita al mismo tiempo que el ataúd. Hoy, tengo 56 años y el médico que emitió mi sentencia de muerte es polvo de huesos.

La hemofilia es infame. Mi infancia estuvo llena de intenso dolor físico, hemorragia­s, hemartrosi­s, sangrados espontáneo­s, lesiones crónicas en tobillos, rodillas y codos. No hay en mi cuerpo un centímetro cuadrado — literalmen­te— que no haya sangrado. Gran parte de mi infancia la pasé internado en diversos hospitales, recibiendo transfusio­nes sanguíneas.

La hemofilia afectó honda e irreversib­lemente mi vida física y psíquica. Todos los fantasmas que habitan mi alma proceden de esta dolencia. Mi infancia fue completame­nte atípica: no socializab­a, no salía de la puerta del jardín y mi energía fue certeramen­te canalizada por mis padres hacia el piano y la literatura. Un inmenso acierto pedagógico y humano.

Los internamie­ntos en hospitales eran constantes y prolongado­s. Una transfusió­n de plasma tomaba cuatro horas. Cuando era muy niño, las agujas me sumían en indecible terror. Es cosa que superé, y pronto logré tomarme a mí mismo la vía

(son inyeccione­s intravenos­as, por consiguien­te, delicadas).

Hubo mil cosas que no pude hacer (jugar fútbol, subirme a los árboles, participar en juegos físicos, correr, brincar, chirotear), pero hubo también otras (mi música y mi literatura) que compensaro­n con creces las falencias. Mi familia vivía con la angustia terrible de la disponibil­idad de sangre en los hospitales. Mis familiares, amigos —y aun el jardinero— iban a donar continuame­nte.

El VIH. A finales de los setenta, surgieron los concentrad­os de factor coagulante: un polvo liofilizad­o que se disuelve en agua estéril y se inyecta intravenos­amente: el proceso toma apenas 20 minutos, y puedo viajar por doquier con mis medicinas, previendo sangrados que se manifieste­n en plena ruta.

Pero la milagrosa medicina traía consigo una ominosa sombra. Durante los años ochenta, se convirtió en uno de los agentes de contagio del sida. Y fue así como adquirí el virus. Soy seropositi­vo desde hace 35 años. Soy uno de los más longevos sobrevivie­ntes de la enfermedad.

En Houston, fui sometido a diversas pruebas para determinar cuál era la razón de mi resistenci­a al sida. Aunque he tenido sobresalto­s muy grandes, nunca he desarrolla­do la enfermedad en su fase terminal.

Soy un misterio para la comunidad médica y para mí mismo. El sida me llenó de ansiedad, me impidió tener hijos y mató a mi hermano menor, Minor, también hemofílico, a los 36 años de edad. Inútil describir la magnitud de la catástrofe familiar. Murió como el titán que siempre fue. Sin elevar patéticos reproches contra el destino, sin quejumbres, sin lamentos. Estoico en su dolor. Como diría Vigny: “Solo el silencio es grande: todo lo demás es debilidad”.

He vivido 35 años con la espada de Damocles sobre mi cabeza. Avanzo con mi regimiento y veo caer a mi lado a innumerabl­es correligio­narios —mis compañeros de la Asociación Costarrice­nse de Hemofilia, cuya fundadora y primera presidenta fue mi mamá—. Cae uno, cae otro, y yo me pregunto si la próxima bala me estará destinada. Pero la bala no llega, y yo sigo adelante, redoblando el galope.

Vi morir a todos los hemofílico­s de mi generación, víctimas de este holocausto médico. Mi vida quedó marcada para siempre. El menor estornudo, un leve acceso de tos… y la sombra de la neumonía viene a atormentar­me. Otra más. He tomado todas las pastillas jamás inventadas: placebos, protocolos, medicament­os experiment­ales, absolutame­nte todo. Sus efectos colaterale­s eran a veces deletéreos: diarrea, fiebre, pérdidas del conocimien­to. Poco más o menos, el equivalent­e de una quimiotera­pia.

Pero ahí no termina todo. Los factores coagulante­s también me contaminar­on con las hepatitis A, B y C. Un médico me dijo: con una te salvás, con dos habría que ver, con tres te vas, te vas… De esto hace 15 años y no me he ido, ni tengo intención de hacerlo. Me han emitido dictámenes de muerte muchas veces: todos los he burlado. Es el arte el que me ha salvado la vida, y uso esta expresión literalmen­te, no como una frase efectista.

He sido un hombre feliz, he hecho lo que he amado, y lo he hecho con éxito: eso ha preservado mi vida; es mi secreto, mi pócima mágica. En alas de la música y de la literatura, he sobrevolad­o los más tremebundo­s huracanes. La música y la literatura son mi agua y mi oxígeno. Mi escudo y mi espada. Mi yelmo dorado y mi alazán. Porque les diré la verdad: yo no soy ni músico ni escritor: soy un gladiador. Esa es mi auténtica profesión. Mis conteos de células CD4 y mi carga viral han arrojado resultados muy halagüeños en años recientes.

Mis verdaderos laureles, los únicos premios que para mí cuentan, han sido mis sucesivas victorias sobre estas enfermedad­es. No necesito ningún otro galardón. Tengo, además, a los mejores padres, la mejor hermana y los mejores amigos del mundo: ellos también son parte de mi arsenal.

El año pasado tuve que vencer un nuevo monstruo: el cáncer… y vencido cayó a mis pies, como el dragón de san Jorge, mi santo patrono, el doblegador de fieras. He derrotado la hemofilia, el sida, tres hepatitis, el cáncer y por ahí me reservo otras dolencias. Sigo adelante. Es así, con todo ese peso psíquico sobre mis espaldas, que he salido a tocar 45 veces con la Orquesta Sinfónica Nacional desde 1987. Es así como he tocado 76 veces en el Teatro Nacional. Es así como he viajado por todo el mundo, solo, haciendo música en las más remotas latitudes, siempre con éxito, y mi carga de monstruos en las valijas.

Es así como he publicado 21 libros de mi autoría. Es así como he obtenido mis dos doctorados. Es así como he hecho todo en mi vida: trabajando como si el mañana no existiese, y con el reloj de arena frente a los ojos.

Atrofia en brazo. A todo esto hay que añadir que justo al cumplir el medio siglo de vida, me fue diagnostic­ado en París el síndrome de Asperger. ¡De cuánta inadaptaci­ón social, de cuánta marginació­n me habría preservado una detección temprana de la afección! Es cosa que habría cambiado radicalmen­te mi relación con el mundo.

Absolutame­nte nada ha sido fácil para mí. La hemofilia me ocasionó la atrofia del brazo derecho, asimetría que disimulo usando mangas largas y que ha tenido un gran impacto sobre mi pianismo. He sorteado la limitación anatómica con digitacion­es especiales y trucos que la imaginació­n me ha deparado a fin de hacer lo que amo, cualquiera que sean los obstáculos por vencer. Así he tocado la Sonata de Liszt y el tercer concierto de Rajmáninov en el mundo entero.

En Francia, un especialis­ta en hemofilia, perplejo, llamó a sus colegas para que vieran cómo una persona con tan ostensible grado de atrofia había sido capaz de grabar la Sonata de Liszt. Lo que los médicos no entienden es que yo tengo mis secretos: pasión por la música que toco, por el gozo compartido de la belleza. Eso puede vencer enemigos en apariencia indoblegab­les. He tenido que inyectarme en buses, taxis, aviones, trenes, barcos, aeropuerto­s, hoteles… y siempre la amenaza atroz del sida, con la que he aprendido a vivir.

Aun así, hay miserables que me difaman, que me acusan de haber sido un niño privilegia­do, elitista o clasista, y me tiran su basura psíquica sin siquiera conocerme. Donde haya un costarrice­nse, esté donde esté, habrá envidia. Les regalo las ventajas de que pude haber gozado en mi carrera, si con ellas asumen también las desventaja­s y los handicaps que tuve que domeñar: ¿Aceptan la propuesta?

La malpraxis médica me infectó con el VIH. No tuve elección. Era inyectarme los factores o morir desangrado. Urge que el costarrice­nse desatanice el sida: que al dolor de la enfermedad no venga a sumarse el estigma social de los apestados. Fue una fase que tuve que atravesar: las enfermeras no nos atendían por miedo al contagio, nos dejaban la comida en el suelo, en la entrada de la habitación, y nos trataban como si fuésemos víctimas de la peste negra.

Los cirios. Durante mis años en Houston concurría regularmen­te a un hospital de bene ficencia. Ahí llegaban parejas de homosexual­es en estado terminal, prostituta­s que eran ya casi fantasmas, drogadic tos erosionado­s, corroídos por el sida, hemofílico­s con sus miembros atrofiados, sus ren queras distintiva­s y las ate rradoras manchas violáceas del sarcoma Kaposi sobre e rostro.

Siempre me sentí espiritua y moralmente cercano a estas personas. Disfrutaba de su compañía. A menudo me reu nía a jugar cartas o ver el Su per Bowl con ellas. Eran mis hermanos en el dolor. Hubiera querido ponerlos a todos jun tos y prodigarle­s un inmenso abrazo. Me inspiraban amor misericord­ia, solidarida­d: eran bellos seres humanos, marca dos para la tala por la implaca ble segadora. Sus historias de vida eran desgarrado­ras, pero constituía­n una fascinante ventana hacia el alma huma na: sus sótanos, sus laberintos sus áticos en sombra.

Los fui perdiendo uno tras otro. Ahí se me fueron apa gando, como cirios que no de jan más que la azulada voluta de su ausencia. Ellos eran m gente. Los recuerdo a todos, y los echo de menos. También he colaborado, muy modesta mente, con los albergues para enfermos del sida en Costa Rica: son catedrales del dolor.

He sido tan afortunado, tan bendecido por la vida, que nin guna de las mujeres significat­i vas en mi existencia me ha re chazado por miedo al sida o las hepatitis. Siempre las puse en autos de mi condición, y ellas verdaderos pozos de amor, me aceptaron pese a los riesgos in herentes a la relación. Recuer do haberle preguntado a una de ellas, en la intimidad: “No tenés miedo, ¿verdad?”. Y me dio la más hermosa respuesta del mundo: “No, porque yo sé que vos me cuidás”. Y por su puesto que las cuidé: siempre seguí los protocolos médicos estipulado­s para la experien cia sexual, desde la condición seropositi­va. ¿No es esta la ma yor de las fortunas?

La creencia según la cua el sida sería una especie de flagelo enviado por Dios para castigar a los homosexual­es es una noción perversa, abyecta incompatib­le con el verdadero espíritu de la caridad cristia na. Amigos: no juzguen, no discrimine­n, no estigmatic­en no rechacen, no señalen, no le cuelguen a la gente campani llas del pescuezo, como se ha cía con los leprosos de la Edad Media.

Los enfermos del sida so mos seres que necesitan doble ración de amor y de misericor dia. Hemos de promover una cultura de la solidarida­d y la ternura, no del juicio perento rio y de la curiosidad mórbida Para ustedes, compañeros en el dolor y en la batalla, para mí, estas palabras que me sa len del corazón y que mando con un beso, a sus corazones.

He vivido con la amenaza del sida desde que fui diagnostic­ado seropositi­vo hace 35 años

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