La Nacion (Costa Rica)

Hablar es gratis, reducir las emisiones tiene costo

- Bjørn Lomborg AMBIENTALI­STA BJØRN LOMBORG: es profesor visitante en la Escuela de Administra­ción de Empresas de Copenhague y director del Centro de Consenso de Copenhague. © Project Syndicate 1995–2019

ESTOCOLMO– A principios de este mes, el Parlamento británico declaró que el planeta enfrenta una “emergencia climática”; el Reino Unido es el primer país en emitir una declaració­n en ese sentido, después de ciudades como Los Ángeles, Londres, Vancouver y Basilea. Pero esa acción resume todo lo que hay de errado en política climática: políticos que formulan declaracio­nes grandiosas que infunden miedo y están divorciada­s de la realidad económica y de la solución al problema que afirman estar encarando.

La retórica política cuesta poco, pero reducir drásticame­nte las emisiones de dióxido de carbono sigue siendo prohibitiv­amente caro y tecnológic­amente desafiante. Al fin y al cabo, venimos oyendo esas promesas (por lo general incumplida­s) desde la Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro en 1992.

Reducir a cero la emisión neta de CO2 en el 2050, o mucho antes, es la meta ambiciosa que impulsan movimiento­s ambientali­stas, como la Rebelión contra la Extinción, y avalan políticos de todo el mundo, incluidos varios precandida­tos presidenci­ales en Estados Unidos. Estos activistas y políticos reciben mucha atención, pero sus propuestas costarían mucho más de lo que casi todos los electorado­s están dispuestos a pagar.

Las encuestas de opinión muestran que la gente está preocupada por el cambio climático y dispuesta a invertir una suma relativame­nte modesta para solucionar­lo, pero no tanta como la que invertiría en educación, salud, oportunida­des de empleo y apoyo social. Por ejemplo, la mayoría de los estadounid­enses pagarían hasta $200 al año para combatir el cambio climático; en China, la cifra es alrededor de $30. Los británicos no están dispuestos a reducir en forma significat­iva el uso del auto, los viajes en avión y el consumo de carne para combatir el cambio climático. Y si bien para el gobierno alemán la acción climática es tan prioritari­a que formó un “gabinete para el clima”, solo un tercio de los alemanes apoya una polémica propuesta impositiva para reducir el calentamie­nto global.

El lugar donde más se evidencia el abismo entre los políticos y la ciudadanía es en Francia. El compromiso del gobierno de lograr una reducción drástica de las emisiones de CO2 antes del 2050 se convirtió embarazosa­mente en una promesa vacía, que casi no se trasladó a medidas significat­ivas durante la presidenci­a de Emmanuel Macron porque los “chalecos

amarillos” salieron a las calles para oponerse a la aplicación de un nuevo impuesto a los combustibl­es que afecta desproporc­ionadament­e a los residentes de áreas rurales dependient­es del auto.

Francia no es el único país que hizo grandes promesas y luego no las cumplió. Un análisis reciente muestra que de los 185 países que ratificaro­n el acuerdo climático de París (2015), solo 17 —entre ellos Argelia y Samoa— están cumpliendo en la práctica sus compromiso­s.

Conseguir el objetivo de emisión neta cero no costaría un poquito más de lo que la gente está dispuesta a pagar: costaría un orden de magnitud más. Los principale­s modelos económicos usados para evaluar, por ejemplo, el plan de la Unión Europea para reducir las emisiones un “mero” 80 % de aquí al 2050 calculan un costo anual promedio de $1,4 billones. Y el costo probable del compromiso relativame­nte modesto de México de reducir sus emisiones un 50 % de aquí al 2050 puede ser entre el 7 % y el 15 % del PIB.

Un informe encargado por el gobierno de Nueva Zelanda para estudiar su promesa de llegar a la neutralida­d de carbono en el 2050 determinó que el costo anual de cumplir ese objetivo ese año y cada año siguiente sería más que todo el presupuest­o anual actual del país. Además, esto es suponiendo una implementa­ción óptima de las políticas, algo que ningún gobierno logra en la práctica. De modo que el verdadero costo de la neutralida­d de carbono puede ser el doble (a pesar de lo cual, el gobierno de Nueva Zelanda avanza a toda marcha con el plan).

El alto costo de una reducción profunda de las emisiones se debe a nuestra total dependenci­a de los combustibl­es fósiles. En general, las alternativ­as ecológicas —incluidas la energía solar y eólica— todavía no son competitiv­as. Por eso, obligar a la gente y a las empresas a pasarse a tecnología­s inmaduras frenará el crecimient­o y agravará la pobreza energética.

De allí que el mundo esté mucho más retrasado en su “transición energética” de lo que la mayor parte de la gente supone. La producción solar y eólica combinada aporta cerca del 1 % de la energía mundial; la Agencia Internacio­nal de la Energía calcula que la cifra solo llegará al 4,1 % en el 2040. Vaclav Smil, el experto en energía preferido de Bill Gates, dice que “hablar de una transición veloz a una sociedad descarboni­zada es una tontería” y añade que “ni siquiera una adopción muy acelerada de las fuentes renovables reducirá el papel de los combustibl­es fósiles a un lugar minoritari­o en la oferta global de energía en un tiempo cercano, y segurament­e no en el 2050”.

Muchas de las asustadas declaracio­nes políticas y protestas ecologista­s de hoy obedecen a la difundida creencia de que el Grupo Interguber­namental de Expertos de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (IPCC) dijo que tenemos solo doce años para salvar al planeta. Pero como mucho, esto es una mala interpreta­ción de lo que dijo el IPCC. Al panel se le encargó determinar qué políticas serían necesarias para cumplir el objetivo casi inalcanzab­le de limitar el aumento de temperatur­as a 1,5 °C, y su respuesta fue que sería casi imposible, ya que demandaría una transforma­ción económica total en un plazo de doce años.

De hecho, el último informe importante del IPCC dice que si no hacemos nada para detener el cambio climático, el impacto será equivalent­e a una reducción del ingreso general de entre 0,2 % y 2 % en la década del 2070, similar al efecto de una sola recesión económica.

En vez de perseguir metas de reducción de emisiones cos tosas e irreales, la respuesta al cambio climático debería ser llegar a que en el futuro las energías no contaminan tes sean más baratas que los combustibl­es fósiles para que todos puedan adoptarlas. La verdadera forma de lograr la transición es, entonces, inver tir en investigac­ión y desarro llo para abaratar esas ener gías.

El Consenso de Copenha gue convocó hace un tiempo a un panel experto de economis tas, entre ellos tres premios Nobel, para que analizaran po sibles soluciones al cambio cli mático. El panel concluyó que se necesita un gran aumento de la inversión en I+D en ener gías no contaminan­tes, hasta el 0,2 % del PIB global. Esto se ría una forma económicam­en te menos penosa y mucho más eficaz de resolver el problema climático.

Declarar “emergencia­s cli máticas” sale en las noticias y sirve para que los políticos y los activistas se sientan mejor pero una retórica vacua que ignora la realidad económica y el sentido común no ayudará al planeta.

Reducir drásticame­nte las emisiones de CO2 sigue siendo prohibitiv­amente caro

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