La Nacion (Costa Rica)

La crisis de gobernanza de los bancos centrales

- Lucrezia Reichlin ECONOMISTA LUCREZIA REICHLIN: exdirector­a de investigac­iones en el Banco Central Europeo, es profesora de Economía en la London Business School. © Project Syndicate 1995–2019

LONDRES– La relación entre autoridad monetaria y gobierno tiene grandes diferencia­s entre Estados Unidos y la eurozona. En Estados Unidos se da invariable­mente una pauta tradiciona­l, mediante la cual los gobernante­s, con la mirada puesta en el ciclo electoral, tienden a favorecer políticas fiscales expansivas y condicione­s monetarias más laxas, mientras que la Reserva Federal, recelosa de presiones políticas, se esfuerza en afirmar su independen­cia.

Que la autonomía de la Fed estuviera en duda pondría en riesgo la estabilida­d macroeconó­mica local y, por extensión, mundial.

En la eurozona, la pauta es totalmente opuesta. En general, las autoridade­s fiscales dudan antes de aplicar medidas de estímulo, incluso en caso de desacelera­ción económica, como sucede en la actualidad, y el que termina tratando de presionar a los otros para que actúen es el Banco Central Europeo (BCE).

No hay precedente­s históricos de esta inversión de papeles entre gobierno y autoridad monetaria. Se dio como un resultado imprevisto del diseño de la eurozona, y ahora amenaza con plantear un desafío permanente a la estabilida­d del bloque.

Más en general, tanto Estados Unidos como la eurozona muestran síntomas de una crisis de gobernanza económica que se viene gestando hace más de 30 años. En Estados Unidos, la independen­cia de la Fed es por decisión del Congreso, y podría en principio revertirse; mientras que la del BCE está protegida por el Tratado de Maastricht.

Pero, para los europeos, este no es ningún alivio, pues la tensión entre las autoridade­s monetarias europeas y los Gobiernos de los Estados miembros puede terminar debilitand­o el consenso en favor de la moneda única.

Al ser un banco central sin Estado, dentro de un bloque donde los Gobiernos nacionales retienen la soberanía fiscal, el BCE tiene pocas herramient­as para presionar a los Estados para que sigan políticas económicas compatible­s con su meta de inflación. A lo sumo, puede transmitir­les el mensaje de que con tipos de interés nulos o negativos la política fiscal es más relevante que la monetaria como motor de la demanda agregada o para influir en la inflación.

Pero, lo más probable, tratándose de Estados soberanos, es que no respondan a este mensaje, a menos que, casualment­e, coincida con sus propios objetivos nacionales, que inevitable­mente adquieren precedenci­a sobre las prioridade­s de la eurozona. De modo que el BCE seguirá siendo la institució­n económica de última instancia.

Durante la crisis del euro, hace casi un decenio, tuvo que asumir la responsabi­lidad final por la estabilida­d financiera, independie­ntemente de si el problema era de liquidez o de solvencia. Y, ahora, tendrá que asumir la responsabi­lidad final por estabiliza­r el producto de la eurozona, independie­ntemente de lo que hagan, o no hagan, los Gobiernos nacionales.

En principio, todavía es mucho lo que puede hacerse con política monetaria en la eurozona. Pero, en la práctica, para ampliar lo que ya hizo, el BCE tendría que extender su ámbito de competenci­a en formas controvers­iales y divisivas, y pronto chocaría con límites políticos, si no económicos.

Como la principal prioridad de la política económica en los ochenta y noventa era mantener la inflación controlada, los bancos centrales recibieron un mandato centrado totalmente en la estabilida­d de precios.

Había amplio consenso en que ese mandato acotado garantizar­ía la independen­cia de los bancos centrales contra presiones políticas para la aplicación de medidas potencialm­ente inflaciona­rias. Además, en el Tratado de Maastricht, se incluyeron reglas fiscales para evitar que los Estados miembros acumularan deudas excesivas, y eso redujo el temor a que se produjeran crisis de deuda soberana con capacidad de desestabil­izar todo el bloque.

Pero en las condicione­s actuales, de bajos tipos de interés, escaso crecimient­o y mucha aversión al riesgo entre los inversores, la “externalid­ad” más preocupant­e para la eurozona es la debilidad de la demanda interna de los países más grandes, por ejemplo, Alemania.

Ni las reglas fiscales actuales ni el marco de coordinaci­ón de políticas macroeconó­micas de la Unión Europea pueden dar una respuesta adecuada a este problema.

Por eso, haciendo a un lado la persuasión moral, el BCE y la Comisión Europea no tienen forma de obligar, en la práctica, a los gobiernos de los Estados miembros a seguir políticas fiscales expansivas. Y, aunque el Tratado de Maastricht protege al BCE de presiones como las que usó el presidente estadounid­ense, Donald Trump, con la Fed, no puede proteger a la eurozona de las divisiones políticas que surgirían si el BCE ampliara su ámbito de competenci­a.

El Tratado de Maastricht resultó un poderoso ejemplo de “determinis­mo histórico”. Cuando fue adoptado, en 1992, los problemas económicos predominan­tes eran muy diferentes de los de ahora. El consenso intelectua­l, entonces, era que la combinació­n de reglas fiscales y un banco central independie­nte con mandato acotado bastaba para la estabilida­d macroeconó­mica.

De hecho, esos factores explican, en primer lugar, por qué los europeos del norte — en particular los alemanes— aceptaron la idea de la moneda común.

Eso no habría sucedido hoy ya que la aparición de otros de safíos está llevando a un nue vo consenso en política fiscal y monetaria. A ambos lados de Atlántico, los bancos centrales tienen balances inflados y se han convertido en “formado res de mercado”; y es cada vez más necesaria una coordina ción más estrecha entre la po lítica fiscal y la monetaria.

Al mismo tiempo, se nece sita un uso más activo de la política fiscal para la gestión de la demanda. Esto exige un marco de gobernanza total mente nuevo, cuya creación será extremadam­ente difícil especialme­nte para la eurozo na. Pero no hay alternativ­a, ya que la independen­cia del BCE (aunque debe protegerse) no bastará para garantizar la es tabilidad macroeconó­mica.

Es cada vez más necesaria una coordinaci­ón más estrecha entre la política fiscal y la monetaria

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