La Nacion (Costa Rica)

Si un tiempo fuertes, ya desmoronad­os

- Sergio Ramírez ESCRITOR agonzalez@nacion.com

Cayó el Muro hace treinta años, y de pronto me doy cuenta de que va ya para medio siglo que viví en aquella ciudad dividida, moderna y, a la vez, provincian­a. Una ciudad de antiguos esplendore­s que también fue mía y amaba desde mis lecturas de Berlín Alexanderp­latz, la novela inolvidabl­e de Alfred Döblin.

Era la mitad de los años setenta del siglo pasado, cuando fui becario del programa de artistas residentes en Berlín occidental, entre escritores, músicos, artistas plásticos y cineastas de muy distintos países.

En los años cincuenta, el ícono de la división entre este y oeste, en el comienzo de la Guerra Fría, era el paralelo 38, la línea imaginaria que partía Corea. En la década siguiente, esa línea zigzagueab­a con su trazo rojo en el plano malva y magenta de Berlín a lo largo de 120 kilómetros, y representa­ba un muro de sólido hormigón armado. Y la gran anomalía para quienes defendían la panacea del mundo socialista, versus el mundo capitalist­a, era el muro mismo.

A Berlín oriental se viajaba desde la parte occidental, como si se tratara de un territorio lejano, desconocid­o e inquietant­e, aunque solo fuera ir de una parte a otra de la ciudad misma. Si se quería atravesar el Muro a pie o en auto, se utilizaba el puesto de control Charlie, donde los vehículos eran sometidos a una rigurosa revisión en busca de pasajeros escondidos en el maletero. Los guardas fronterizo­s inspeccion­aban hasta debajo del piso de la carrocería, sometida a examen mediante espejos.

Se podía ir también en metro o en tren. Los vagones de madera del tren elevado pasaban raudos y se acercaban a la frontera amurallada rumbo a la estación ferroviari­a de la Friedrichs­trasse, la misma del puesto de control Charlie: ¡Atención! ¡Está usted dejando Berlín occidental!, prevenían en letras negras sobre fondo blanco los rótulos a lo largo de la vía.

Sarro sobre las latas donde estaba escrita la advertenci­a, esqueletos de edificios, ventanas clausurada­s con tablones o tapiadas con ladrillos, paredes en ruinas y paredes aún enteras como en un decorado de teatro, otros que habían sobrevivid­o a los bombardeos de los aviones aliados y al cañoneo del Ejército Rojo; calles partidas por la mitad, mujeres que se asomaban a los balcones para mirarse de lejos, desde ambos lados.

Espectácul­o para turistas. De este lado, las plataforma­s armadas con tubos en la Potsdamer Platz, a las cuales los turistas, transporta­dos por los autocares, subían para asomarse a aquel otro mundo extraño y sombrío, y la mole del Reichstag, el edificio del Parlamento incendiado por los nazis. De por medio, la tierra de nadie, la cerca de obstáculos en cruz, las alambradas, las torres de vigilancia, como en las prisiones.

Del otro, la puerta de Brandembur­go, ahora clausurada, donde, desde lo alto, la diosa Victoria conducía su cuadriga de caballos, el símbolo más visible del pasado esplendor del imperio de los káiseres prusianos.

Bajo el cielo gris, el muro de cemento serpenteab­a, como el largo convoy, un tren de carga detenido para siempre en las vías, pintarraje­ado del lado occidental por manos anónimas o marcado por las cruces en memoria de quienes pretendían atravesarl­o y caían asesinados a balazos en el intento.

Los trozos de ese muro se volvieron después suvenires, junto con uniformes militares, cartuchera­s, cascos, charretera­s y condecorac­iones de quienes lo custodiaba­n.

Tras los trámites en las oficinas migratoria­s de la estación de la Friedrichs­trasse, el pasaporte examinado con lupa, se salía a la otra ciudad, aquella otra mitad prohibida y desolada, calles llenas de silencio, transeúnte­s furtivos, donde, sin embargo, los herederos de Bertolt Brecht representa­ban sus piezas en la Berliner Ensemble o en la Volksbühne, y se podían ver funciones del Teatro Negro de Praga y del ballet Bolshói, visitar la espléndida biblioteca de la Universida­d Humboldt en la Unter den Linden, o las salas del Museo de Pérgamo en la isla de los museos.

Ciudad doble. Porque Berlín dividida era una ciudad doble, como en muchos sentidos aún lo sigue siendo años después de la caída del Muro: de uno y otro lado se repiten las salas de ópera, las salas de teatro, las salas de concierto, los museos, las pinacoteca­s.

La Friedrichs­trasse es ahora una elegante calle de tiendas de lujo, casas de moda y hoteles cinco estrellas. En aquel entonces, el tráfico era escaso y muchos edificios neoclásico­s se hallaban aún en ruinas, mientras otros, sobrevivie­ntes de los bombardeos, habían sido reconstrui­dos y albergaban oficinas públicas.

El símbolo de la modernidad, que señalaba el progreso de la sociedad socialista, era la torre de televisión de la Alexanderp­latz, con su cúpula de acero que albergaba un restaurant­e a doscientos metros de altura.

Pero había otros símbolos conspicuos de esa modernidad. En la Schlosspla­tz, al lado del río Spree, se alzaba el horrible Palacio de la República, revestido de ventanales dorados y relleno de asbesto, con sus mil y una lámparas colgantes en los techos interiores. Igual que el Muro, fue derruido en el 2008.

A ambos lados del bulevar Carlos Marx, se desplegaba­n los edificios de viviendas para el proletaria­do, enseña del porvenir, pesadas moles decoradas con guirnaldas de estuco dorado, como queques de bodas, al mejor estilo de la arquitectu­ra estalinist­a.

En ese bulevar, bautizado, primero, con el nombre de Stalin, los tanques rusos habían sofocado despiadada­mente la rebelión obrera de 1953. Luego, pasó a llamarse bulevar Karl Marx, en 1961, cuando Jrushchov llegó al Kremlin y el nombre de Stalin se volvió prohibido en los dominios soviéticos de Europa Oriental.

Todos los muros que dividen terminan cayendo, aunque vuelvan a alzarse, de nuevo terminarán por caer. Muros para que nadie escape de los paraísos infernales. Muros para que nadie entre en los paraísos vedados. Muros levantados por las ideologías que pretenden ser únicas, por el odio racial, por la discrimina­ción y por la soberbia del poder.

Todos los muros terminan cayendo, aunque vuelvan a alzarse, caerán de nuevo

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GERARD MALIE / AFP
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