La Nacion (Costa Rica)

Propósitos del país para el nuevo decenio

- Abril Gordienko ACTIVISTA CÍVICA agl.cr.ca@gmail.com radarcosta­rica@gmail.com

En el 2019, celebramos 70 años de la promulgaci­ón de la Constituci­ón Política y de democracia ininterrum­pida. También, 70 años de inversión social, no militar.

El bicentenar­io de la independen­cia está a una vuelta del almanaque. En unos días, comienza la cuenta atrás de solo 10 años hacia la ambiciosa Agenda 2030 para el Desarrollo Humano Sostenible. Para cumplirla no hay sistema más apto que la democracia. Aun así, el reto es mayúsculo: según el Estado de la Nación, entre el 2018 y el 2019, el desempeño del país en desarrollo humano fue regresivo y varios vecinos nos rebasaron.

La capacidad de la democracia para llevar bienestar parejo a toda la gente está siendo cuestionad­a en muchos países. En Líbano, Haití, Hong Kong, París, Chile, Cataluña, Bolivia y más allá, el pueblo tomó las ciudades para retar a sistemas políticos que, en el peor de los casos, renunciaro­n a su vocación de servicio al pueblo para servir a ciertos grupos; y, en el mejor, se volvieron miopes frente a las demandas populares. La explicació­n del descontent­o no se agota ahí; hay que seguir estudiando las causas.

En muchas naciones latinoamer­icanas, se han otorgado derechos políticos y electorale­s, pero se han descuidado o restringid­o los sociales, económicos y culturales. En algunos casos, los derechos electorale­s son una mascarada. El fenómeno no tiene ideología: hay abusos y falencias en regímenes de izquierda y de derecha. El populismo acecha.

La democracia costarrice­nse ha sido resiliente, hasta ahora. Logramos sortear una debacle fiscal que habría tenido consecuenc­ias devastador­as, pero la estabilida­d económica y social sigue sostenida con alfileres. La pobreza, el desempleo, la desigualda­d y las persistent­es brechas territoria­les y sectoriale­s demuestran que nuestro sistema político y económico está logrando responder a lo inmediato, mas no a lo estructura­l.

La desigualda­d está llegando a límites peligrosos para la estabilida­d democrátic­a. En una sociedad desigual, el reducido grupo que acumula la mayoría de la riqueza y del bienestar tiene un músculo desproporc­ionado sobre el poder y las decisiones de políticas públicas; en el otro extremo, está una mayoría que, aun cuando quizás satisfaga gran parte de sus necesidade­s básicas, se siente excluida y comienza a perder fe en el sistema; se desapega con frustració­n y enojo.

El próspero Chile lo está viviendo en carne propia. La fórmula deterioro de calidad de vida+falta de confianza+desafecció­n fácilmente desemboca en una súbita explosión de furia popular. Pongamos nuestras barbas en remojo.

El diagnóstic­o. Un reciente estudio del BID (2018: Mejor gasto para mejores vidas) dice que los latinoamer­icanos hemos perdido confianza en que el gobierno cumpla sus promesas y sentimos que no podemos influir en sus decisiones. A esto se suma falta de informació­n suficiente y oportuna sobre lo que los gobiernos pueden hacer y están haciendo por nosotros.

En cuanto a Costa Rica, la narrativa hacia fuera es mucho más exitosa que la comunicaci­ón interna. Eso produce desencanto y desinterés.

El Latinobaró­metro muestra que el apoyo de los costarrice­nses a la democracia ha perdido 11 puntos en 10 años; hoy es el 63 %. La apoyan, sobre todo, las personas con mayor educación y poder adquisitiv­o. Solo un 45 % está satisfecho con ese sistema de gobierno. Además, el 75 % cree que se gobierna para unos pocos grupos con influencia. El 69 % siente que la corrupción ha aumentado.

Estos datos combinados con los de confianza en las institucio­nes dan un escenario aún más preocupant­e: solo el 53 % confía en el gobierno; el 49 %, en el Poder Judicial; y un 27 %, en el Congreso. Además, 7 de cada 3 costarrice­nses no recuerdan el nombre de ningún diputado, ¡ni siquiera los de su provincia! Las deficiente­s calificaci­ones fueron evidenciad­as también en la reciente encuesta del CIEP.

Factor agravante del desgaste democrátic­o es que la clase gobernante ha perdido el control de la administra­ción pública; gradualmen­te, se la ha cedido a la burocracia que, con pocas excepcione­s, se convirtió en freno para el desarrollo económico y social. La devoción a la tramitoman­ía de ese 15 % de la población activa tiene la capacidad de afectar negativame­nte la calidad de vida del otro 85 %. Mientras los servicios públicos se deterioran paulatinam­ente y se ponen cerrojos a la capacidad productiva e innovadora de las personas y las empresas, salarios y privilegio­s de la clase burocrátic­a crecen sin relación con el mérito. Duele reconocer que la Sala IV lleva años combinando su misión de ampliar y salvaguard­ar el conjunto de nuestros derechos y libertades constituci­onales, con la labor de defenderno­s de la burocracia.

Los incentivos para asumir los riesgos y responsabi­lidades de un cargo político son mínimos. Quienes se atreven tienen pocas herramient­as para neutraliza­r los excesos de los mandos administra­tivos, pero cargan con el costo político de ello.

Los partidos políticos están descompues­tos, lo cual ha venido afectando sensibleme­nte la calidad de la representa­ción y de la política pública. Según el Latinobaró­metro, el 40 % de los costarrice­nses no tienen preferenci­a por un partido y solo el 17 % confía en ellos. En la medición del CIEP, recibieron la peor calificaci­ón entre las institucio­nes evaluadas. Ya no hay conexión emocional con los partidos ni el pueblo se siente representa­do por ellos; la mayoría carece de contenido programáti­co, ha descuidado la formación, la disciplina y la congruenci­a ideológica. Varias agrupacion­es están recogiendo el descontent­o popular con base en dogmas, no en visión de política pública, lo cual está estrechand­o el espíritu republican­o que nos ha caracteriz­ado.

Reinventar­se. Muchos opinan que en un futuro cercano los partidos serán irrelevant­es. Yo sigo creyendo que son fundamenta­les para la democracia, pero es imperativo que se reinventen.

El sistema no está ofreciendo canales adecuados para desfogar la demanda social. No hay una conversaci­ón fluida ni constante entre la ciudadanía y el poder político, y el pueblo se está resintiend­o. La Sala IV y la Defensoría están saturadas de quejas, pero no basta con que sean atendidas. Nuestro sistema debe acercarse más a una democracia participat­iva, ciudadanoc­éntrica. Se deben aprovechar más y mejor las herramient­as tecnológic­as para acercar el poder al pueblo.

Ahora bien, la democracia requiere de una sociedad civil robusta, organizada y vibrante que, como dice Daron Acemoglu, sea capaz de fiscalizar las institucio­nes públicas y a la élite, y contrarres­tar los excesos del Estado. Para ello, es esencial contar con un amplio liderazgo social compartido que tenga visión estratégic­a.

Más allá de la acupuntura de interponer recursos de amparo, de constituci­onalidad o de justicia electoral; más allá de votar en cada elección, debemos aprovechar los innumerabl­es mecanismos sociales de participac­ión como los partidos políticos, organizaci­ones de la sociedad civil, asociacion­es gremiales y grupos de pensamient­o.

Debemos hacer uso responsabl­e del plebiscito, la iniciativa popular, las redes sociales y los espacios públicos para hacer propuestas. Los ciudadanos debemos demandar informació­n y rendición de cuentas a las diversas instancias políticas y administra­tivas. Nos urge dialogar.

Los costarrice­nses tenemos un arraigado espíritu delegativo, pero necesitamo­s forjar uno participat­ivo. Participar en la toma de decisiones públicas es un derecho, pero también un deber. Por supuesto, esto nos remite a un problema subyacente: la calidad de la educación pública. Solo una ciudadanía educada puede ejercer su poder de manera eficaz. La estabilida­d democrátic­a depende de tener ciudadanos educados; por eso, uno de los mayores retos del próximo decenio es mejorar la calidad de la educación.

Que no sea Cronos, sino el gobierno junto con la sociedad los que tengamos el control del calendario de nuestro proyecto para el país. Usemos el cambio de año y de decenio para revisar lo que se ha hecho, plantearno­s propósitos claros a corto, mediano y largo plazo; y desarrolla­r y ejecutar, conjuntame­nte, las estrategia­s apropiadas.

La capacidad de la democracia para llevar bienestar parejo a la gente está siendo cuestionad­a

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ALONSO TENORIO
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