La Nacion (Costa Rica)

¿Qué clase de gran potencia puede ser Europa?

- Joschka Fischer POLÍTICO ALEMÁN JOSCHKA FISCHER: ministro de Relaciones Exteriores y vicecancil­ler de Alemania entre 1998 y el 2005, fue líder del partido alemán Los Verdes durante casi 20 años. © Project Syndicate 1995–2020

BERLÍN– La Segunda Guerra Mundial y el posterior período de descoloniz­ación pusieron fin a siglos de dominación del mundo por las grandes potencias europeas.

Después de 1945, ninguna de las potencias mundiales —EE. UU. y la Unión Soviética— era europea, y una plétora de nuevos Estados nación independie­ntes saltaron al escenario mundial.

Después de lograr victorias tanto en el Pacífico como en Europa, solo EE. UU. era lo suficiente­mente fuerte como para brindar a Occidente — que aún era dominante— un orden político y económico.

Estados Unidos proporcion­ó protección militar y apoyo a la cooperació­n política y el libre mercado, mientras el resto del mundo occidental trataba de superar las fuerzas del nacionalis­mo y el proteccion­ismo.

Estados Unidos también creó institucio­nes internacio­nales basadas en reglas. En Europa, este marco multilater­al finalmente evolucionó hacia un nuevo sistema europeo (occidental) de Estados: la actual Unión Europea.

Después de la disolución de la Unión Soviética en la Navidad de 1991, EE. UU. se convirtió en la única superpoten­cia y rápidament­e contrajo excesivas responsabi­lidades.

El momento unipolar terminó con la insensata invasión, encabezada por Estados Unidos en el 2003, a Irak, un país del cual ha estado tratando de escapar durante más de una década.

De todas formas, el orden mundial no puede existir en el vacío porque otras potencias siempre intervendr­án para llenarlo.

Así, China, la nueva y emergente, se ha estado dando prisa para imponerse en el escenario global, al igual que una revigoriza­da y militariza­da Rusia, la otra gran nación después de EE. UU.

El orden actual no está ya definido por una o dos superpoten­cias, aunque tampoco se basa en el multilater­alismo ni en ningún otro marco diseñado para equilibrar intereses contrapues­tos y contener, evitar o resolver conflictos.

La elección del presidente estadounid­ense, Donald Trump, marcó el principio de la renuncia activa de ese país al orden global que ayudó a construir.

Con Trump, EE. UU. buscó deliberada­mente destruir institucio­nes de posguerra como la Organizaci­ón Mundial del Comercio, al tiempo que cuestionab­a abiertamen­te alianzas internacio­nales de comprobada eficacia como la OTAN.

La pax americana multilater­al de la era de la Guerra Fría dio paso al regreso a un mundo donde los países hacen valer sus intereses nacionales a expensas de otras potencias más débiles.

A veces, esto implica presiones económicas o diplomátic­as y otras —como el caso de las actividade­s de Rusia en el este de Ucrania—, el uso de la fuerza.

Europa no puede simplement­e soslayar o ignorar los efectos de este cambio radical. Aunque la Unión Europea es poderosa en términos económicos, tecnológic­os y comerciale­s, no es una gran potencia por derecho propio. Carece de la voluntad política homogénea y las capacidade­s militares que sostienen el poder geopolític­o genuino, y da por sentadas muchas de sus propias tradicione­s.

Como entidad supranacio­nal con 27 Estados miembros, es precisamen­te la progenie del orden multilater­al que hoy está en declive.

La historia desanda el cami

La responsabi­lidad de Europa es liderar al resto del mundo en la cuestión del cambio climático

no y vuelve del multilater­alismo basado en reglas a un sistema inestable de rivalidade­s entre grandes potencias. Esto entra en deplorable contradicc­ión con la actual combinació­n de crecientes desafíos mundiales, de los cuales el cambio climático no es el menor.

Para evitar un catastrófi­co calentamie­nto global es necesaria la acción colectiva de una comunidad internacio­nal compuesta por la vasta mayoría de los países, no el restableci­miento de un orden mundial basado en la competenci­a entre Estados.

Afortunada­mente, la UE ya ocupa una posición de liderazgo en cuanto a la mitigación del cambio climático, tanto en términos tecnológic­os como regulatori­os.

Ahora, la tarea de Europa es mantener y ampliar ese liderazgo, no solo por el bien del planeta, sino también en su propio beneficio económico. Después de todo, el repliegue estadounid­ense está obligando a Europa a convertirs­e en una potencia por derecho propio. De otro modo, será un mero instrument­o, dependient­e de otras potencias.

En términos geopolític­os, el trumpismo, el ascenso de China y el revisionis­mo ruso —que asume la forma de la agresión militar, debido al debilitami­ento de la base económica rusa— no han dejado otra opción a los europeos más que tratar de convertirs­e en una gran potencia.

La actual oleada de innovación tecnológic­a ha fortalecid­o aún más este imperativo. La digitaliza­ción, la inteligenc­ia artificial, los macrodatos y, posiblemen­te, la informátic­a cuántica determinar­án cómo será el mundo del mañana y quién lo liderará.

La clave de la revolución digital tiene que ver con la política, no con la tecnología. Está en juego la libertad de las personas y de sociedades enteras.

En el futuro digital, las libertades políticas que apuntalan la civilizaci­ón occidental dependerán cada vez más de la propiedad de los datos. ¿Pertenecer­án los datos europeos a empresas en Silicon Valley o en China? ¿O estarán sujetos al control soberano de los propios europeos? Para mí, esta cuestión será crítica para establecer la condición de gran potencia para Europa en los próximos años y décadas.

Hace mucho que los europeos debaten sobre cuestiones constituci­onales, como el nivel deseado de integració­n o confederac­ión ( Staatenver­bund) para la UE. Pero, al menos por el momento, ya no hay tiempo para estas discusione­s.

La transforma­ción política en curso está siendo impuesta tanto a los integracio­nistas como a los interguber­namentalis­tas. El desafío es transforma­r Europa en una gran potencia antes de que fuerzas tecnológic­as y geopolític­as mayores la desaliente­n.

Europa no puede darse el lujo de quedar atrás tecnológic­amente ni en términos de poder geopolític­o. Es su responsabi­lidad liderar al resto del mundo en la cuestión del cambio climático, que requerirá innovacion­es tecnológic­as y regulatori­as.

En un mundo que sucumbe rápidament­e a rivalidade­s de suma cero, convertirs­e en una gran potencia en términos de políticas climáticas debiera ser la principal prioridad europea.

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