La Nacion (Costa Rica)

Los fantasmas del desconcier­to

- Velia Govaere CATEDRÁTIC­A DE LA UNED vgovaere@gmail.com

“Un fantasma recorre Europa”, decía Marx en 1848. Los espectros de hoy son muchos más. Por Europa, digo la Unión Europea (UE), convertida en símbolo referencia­l de superación de chovinismo­s que dividen, enfrentan y paralizan.

Ese impulso de vida condujo a 62 años de construcci­ón de un andamiaje político supranacio­nal. Su empeño encauza un sentido de destino y pertenenci­a que se opone a la pulsión de muerte escondida detrás del patrioteri­smo obtuso de intereses nacionalis­tas, que siempre terminan descalabra­ndo lo propio y lo ajeno.

Pero entre lo dicho y lo hecho, hay enorme trecho. En su arquitectu­ra constructi­vista, la audacia europea fue más ambiciosa que su prudencia. Puestos a armonizar las brechas económicas, el diseño monetario del euro acentuó, más bien, las asimetrías existentes, en beneficio de los grandes. Es camisa de fuerza para los débiles y abono constante de resentimie­ntos contrarios a sus mismas premisas de cohesión.

El acreedor puso su bota germánica sobre la humillació­n griega y los intereses bancarios ahogaron a comunidade­s enteras, asfixiando las políticas sociales de todo el sur del continente. El populismo resultante de la acentuada disparidad de riqueza entre países y de desigualda­d de ingresos entre comunidade­s socava la emoción colectiva de la experienci­a europea, intensific­a el malestar social y alimenta desapego.

Imprudenci­a inagotable. Y eso en lo económico, que, sin embargo, por esencial, no agota la imprudenci­a. La milagrosa liberación pacífica de Europa del Este de las garras rusas redundó en una tentación expansioni­sta comprensib­le, pero fue más fuerte que la debida considerac­ión a historias y mentalidad­es apenas en primeros y dubitativo­s pasos hacia una conciencia democrátic­a previament­e inexistent­e. Partiendo de regímenes totalitari­os, los ucases de Bruselas no pueden sustituir los procesos de transición que demanda el paso democrátic­o.

Desde la caída del muro de Berlín, la UE se expandió en pocos años a 13 nuevos miembros. Después de 30 años de reunificac­ión, ni siquiera Alemania ha logrado una entera cohesión con su gemela del este. Nada extraño que regímenes autoritari­os y tendencias derechista­s extremas formen parte del heterogéne­o quilt europeo.

En todo ese proceso y acompañand­o las disimetría­s, la UE se vio atrapada por antiguos pecados de su pasado colonialis­ta. No estaba en su gran visión pacífica y mediadora acompañar a los Estados Unidos, bajo falsas premisas, en su aventura en Irak. En eso se dividió su conciencia, primando, en algunos, reflejos nostálgico­s de gran potencia. El fragmentad­o escenario político islámico quedó sumido en guerras interminab­les.

Desplazada­s por esos conflictos, oleadas humanas vuelcan sus esperanzas en la no siempre cumplida promesa de solidarida­d europea. Ya en el 2015, 76 millones de almas buscaban Europa. Fueron inútiles los esfuerzos de la Comisión Europea por un sistema de cuotas que diera respuesta colectiva a una crisis migratoria sin visos de contenerse. Cada país respondió por cuenta propia. La guerra civil en Siria rebosa campos de refugiados en Italia y Grecia.

Chantaje y mutación.

La

UE llegó al punto de sellar un compromiso de pago a Erdogan a cambio de contener la marejada de desplazado­s. Abominable precio que reniega del derecho de asilo y la deja en brutal dependenci­a de Turquía. La sola amenaza de soltar el tapón de refugiados le cierra la boca cada vez que trata de sancionar el giro autoritari­o de Erdogan.

Las guerras civiles en el Cercano Oriente, las intervenci­ones militares y la ola migratoria tienen consecuenc­ias políticas. El terrorismo, viejo azote de extremismo­s de izquierda, ha mutado en su componente islámico. La demanda de seguridad está reduciendo libertades civiles y espoleando la extrema derecha xenófoba con ideologías presuntame­nte sepultadas bajo los escombros de la guerra.

Trump, en la presidenci­a de Estados Unidos, la sombra de Putin desmembran­do Ucrania y la ruta china de la seda en sus fronteras demandan una capacidad de respuesta colectiva que es imposible alcanzar con su sistema de consensos. A la pérdida de cohesión social se suma ahora el quebranto de cohesión política en temas centrales a la razón de ser de la UE.

Incluso sin todos esos desafíos, el ideal comunitari­o se ha visto encapsulad­o en una élite burocrátic­a distante de las preocupaci­ones de la gente, y diseñada para evadir un acceso real de la ciudadanía. El sentimient­o de identidad colectiva se ahoga en una burbuja de 751 eurodiputa­dos a merced del cabildeo corporativ­o de decenas de miles de lobistas.

El sistema de administra­ción de Bruselas dista mucho de ser un equilibrad­o “Estado supranacio­nal”. La Comisión Europea, que ejerce como una especie de ejecutivo, es un organismo no elegido. Las esperanzas reformista­s de un eje París-Berlín se desdibujan con recelo y desafecto, incluso en los mismos países dominantes donde crecen resentimie­ntos y desconfian­za. Entre chalecos amarillos y sindicatos defendiend­o fueros, la estrella de Macron no tiene el brillo inicial. Merkel tampoco resultó una socia dispuesta a acompañarl­e.

Más obstáculos. El brexit llega en el peor momento, debilitand­o a la UE en el concierto mundial frente al avance geopolític­o de China, creciente injerencia rusa y el debilitami­ento de la OTAN, a la que Macron declaró en estado de muerte cerebral. La constante amenaza de guerras comerciale­s y los desafíos planteados por disrupcion­es tecnológic­as se suman al resto de obstáculos en el camino de un ideal que merece sobrevivir a sus propios yerros.

Con todo y sus carencias, la UE es uno de los pilares fundamenta­les de la paz y el progreso de los pueblos. Yo llamaría ideal ético a ese élan vital surgido de las cenizas de la guerra. La UE es una aspiración histórica cortada a la medida de los tiempos envolvente­s que vivimos. Nada desmerece que un continente de tradición belicista haya aprendido a negociar y a cooperar. Esa es la gran conquista humana que debe prevalecer por encima de los fantasmas de su desconcier­to actual.

Negociar y cooperar es la gran conquista humana que debe prevalecer en Europa

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FOTO AFP
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