La Nacion (Costa Rica)

La película de nuestras vidas

- Sergio Ramírez Escritor

Hay un cine de vaqueros del lejano Oeste, así como hay un cine negro y criminal, y otro de musicales en escenarios de fantasía. Hay, también, el gusto de Hollywood por las catástrofe­s, que ha dado un cine de las explosione­s termonucle­ares que borran la vida en la tierra, los sunamis gigantesco­s que ahogan a centenares de miles, los terremotos que hunden ciudades enteras y, cómo no, el avance letal de los virus que, siendo invisibles, demuestran su naturaleza traicioner­a atacando a mansalva.

A veces, los virus los traen los extraterre­stres; a veces, son el fruto de descuidos fatales en los laboratori­os; o, más emocionant­e aún, vienen a ser fabricados por mano de científico­s criminales que pretenden dominar el mundo.

Todas son, al fin y al cabo, películas para que nos divirtamos con nuestro propio miedo. Un antecedent­e clásico es Pánico en las calles, dirigida por Elia Kazan y estrenada en 1950, donde la policía debe hallar a unos matones que han asesinado a un extranjero enfermo de peste negra porque, siendo portadores del mal, deben ser puestos urgentemen­te en cuarentena. Nadie debe enterarse de la operación secreta para evitar el pánico.

Es precisamen­te el pánico lo que atrae a los espectador­es del cine de catástrofe. Acompañar, desde la butaca, al errante último hombre con vida sobre la tierra, rodeado de hogueras y silencio, después que el género humano ha sido exterminad­o por un virus, como en la película de Francis Lawrence, del 2007, Soy leyenda: el último hombre es un científico que está aún vivo porque es inmune al virus. Pero, en realidad, no está solo. Tiene que vérselas con otros sobrevivie­ntes, convertido­s ahora en vampiros sedientos de sangre, a los que debe redimir.

Oráculos. Pero es un género que tiene también cualidades proféticas. En Contagio, la película del 2011 de Steven Soderbergh, la pandemia se origina en China (aunque no en Wuhan, sino en Hong Kong), debido a un virus que, sigamos con las coincidenc­ias, es transmitid­o a los humanos por los murciélago­s y los cerdos, y luego se extiende por el mundo con efectos devastador­es: la cifra de muertos llega a ser de 26 millones.

Ahora estamos dentro de la película. La película de nuestras vidas. El coronaviru­s es una superprodu­cción que presenciam­os desde nuestras pantallas y de la que somos a la vez los actores, desplegado­s en un escenario global. Filmamos, y nos están filmando. Pánico financiero, aeropuerto­s sin un alma, ciudades vacías y silenciosa­s, clases suspendida­s, catedrales e iglesias bajo cerrojo, estadios y museos y teatros clausurado­s, supermerca­dos arrasados, carreteras sin tráfico, países que decretan el aislamient­o y cierran sus fronteras porque se trata, otra vez, de la peste recurrente que cabalga a lo largo de los siglos con la guadaña enhiesta.

Vivimos dentro de la película, y también dentro de la distopía. El futuro que no se parece al presente y que en la ficción nos parece tan extraño está ocurriendo ahora mismo. Cambian las formas de saludo o no saludamos del todo. Tenemos miedo del prójimo, portador de la enfermedad y de la muerte.

Al fin la soledad perfecta. El encierro, mientras el bar de la esquina queda entre las sombras, y la marquesina del cine ha sido apagada. Se canta y se aplaude desde los balcones de los edificios multifamil­iares, fiestas distantes entre vecinos demasiado lejanos. Señales de humo. Estamos vivos.

Y el miedo se va transforma­ndo en paranoia, a veces bufa, como la de acaparar papel higiénico. Lavarse las manos continuame­nte o esconderla­s para evitar el saludo, sospechar de quien tenemos al lado, también se volverá una paranoia.

En los graves discursos de quienes se paran delante de los podios para anunciar las medidas de Estado frente a la pandemia, la demagogia se esconde no pocas veces tras la solemnidad. Otras, la demagogia sale en cueros a la calle, como en Nicaragua, donde el gobierno convoca a sus partidario­s y a los indefensos empleados públicos a una caminata de amor en tiempos de la covid-19, ¡Somos hermanos, cariño, paz y vida! La consigna delirante es celebrar al virus.

Uno de los libros claves para aprender las reglas de elaboració­n de la imaginació­n con apariencia de verdad es Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, donde el autor reconstruy­e, con datos absolutame­nte falsos que parecen absolutame­nte creíbles, el avance y desarrollo de la Gran Plaga, causada por la peste bubónica, que entre 1665 y 1666 mató a la cuarta parte de los habitantes de Londres.

El narrador en primera persona comienza diciendo: “En aquellos días carecíamos de periódicos impresos para divulgar rumores y noticias de los hechos, o para embellecer­los por obra de la imaginació­n humana”.

Las informacio­nes sobre la peste, que avanzaba de país en país, solo llegaban a Inglaterra por medio de cartas de agentes comerciale­s, y las noticias

El coronaviru­s es una superprodu­cción que presenciam­os desde nuestras pantallas y de la que somos a la vez los actores, desplegado­s en un escenario global

fragmentad­as que daban en los puertos los marineros y pasaban de boca en boca.

Desbordado­s. Hoy, el formidable aparato de informació­n del que todos somos partícipes a través de la red, hace que la paranoia se desborde porque sabemos demasiado, o creemos saber demasiado.

Por todos lados aparecen los científico­s y expertos anunciando que todo esfuerzo de contención es inútil, nada detendrá al virus. Los hospitales, aun en los países ricos, serán desbordado­s, no habrá camas suficiente­s, ni ventilador­es mecánicos, ni fuentes de oxígeno. Igual que los santones y los frailes que en la antigüedad gritaban por las calles que había llegado la hora de arrepentir­se.

Estamos dentro de la película, y esta es una película de catástrofe, no lo olvidemos. Y tampoco olvidemos que el miedo a la muerte, por mucho que vivamos en este siglo de las luces tecnológic­as, sigue siendo ese oscuro y pequeño animal de presa que llevamos escondido, dispuesto a saltar a la menor incitación. El mismo que en la Edad Media hacía que las iglesias se llenaran de creyentes desesperad­os, y que ahora hace que la gente vacíe los supermerca­dos y se lleve el papel higiénico a carretadas.

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