La Nacion (Costa Rica)

Tiempos duros demandan decisiones difíciles

Hay un aspecto del que casi no se está hablando: antes de la covid-19, el país ya estaba inmerso en una galopante crisis fiscal y enfrentaba el prospecto de una recaída económica

- Eli Feinzaig eConomIsTa feinzaig@msn.com

La propagació­n de la covid-19 ha puesto el mundo patas arriba y dejará terribles secuelas para los países y ciudadanos del mundo.

Hoy, como nunca, debe existir claridad en que las decisiones necesarias para atenuar el impacto de la epidemia deben ser tomadas desde una perspectiv­a sanitaria para, luego, lidiar con las consecuenc­ias económicas.

Lo anterior no quiere decir, ni mucho menos, que se deje para mañana la atención del efecto de la covid-19 sobre la economía. Hay que reaccionar de inmediato y, aunque falta camino por recorrer, en Costa Rica ya arrancamos, con la aprobación de emergencia de varias leyes, además de decisiones adoptadas por la Caja Costarrice­nse de Seguro Social.

Propuestas hay muchas. Algunas provienen del gobierno; otras, de cámaras empresaria­les, partidos políticos, diputados y ciudadanos particular­es. Algunas con más mérito que otras, aunque eso, francament­e, depende del cristal con que se miren. Si se nos agotaran las ideas, podemos fijarnos en las medidas tomadas en otros países para copiar o adaptar las que nos sirvan.

Moratoria de impuestos, aranceles y cargas sociales. Reducción o suspensión del cobro de impuestos y cargas sociales. Reducción de jornadas laborales. Eliminació­n de la base mínima contributi­va. Cotización por las horas efectivame­nte trabajadas. Suspensión de contratos laborales. Suspensión temporal del cobro de los servicios públicos. Readecuaci­ón de créditos. Períodos de gracia en los créditos o suspensión del plazo durante la crisis. Suspensión de pago de alquileres, hipotecas y otros créditos. Moratoria en tarjetas de crédito sin acumulació­n de intereses. Subsidios o seguros de desempleo. Y la lista seguirá creciendo.

Todo está bien. O, como decía, algunas ideas son mejores que otras, dependiend­o del lente con que las veamos. No es lo mismo analizar una propuesta desde la seguridad laboral de un catedrátic­o de una universida­d pública que desde la precarieda­d de la camarera de un hotel que, en plena temporada alta, recibió la cancelació­n del 100 % de sus reservacio­nes.

Hechos anteriores. Hay un aspecto, sin embargo, del que casi no se está hablando. Antes de la covid-19, el país ya estaba inmerso en una galopante crisis fiscal y enfrentaba el prospecto de una recaída económica. El déficit fiscal fue del 7 % del PIB el año pasado y el desempleo alcanzó un escalofria­nte 12,4

%, con un alarmante 46,3 % de informales entre quienes tenían trabajo. Con el endeudamie­nto público rozando el 60 % del PIB, estamos a las puertas de tener que aplicar la versión más rígida de la regla fiscal aprobada en diciembre del 2018.

Ahora, la economía está prácticame­nte parada, centenares de empresas ya solicitaro­n suspender miles de contratos laborales; otras han recurrido a la disminució­n de jornadas y, lamentable­mente, muchas más anunciaron el cierre definitivo. Y apenas llevamos dos semanas de haberse confirmado el primer caso de coronaviru­s.

Enfrentar una emergencia de esta magnitud cuesta mucho dinero. El gobierno anunció el Plan Proteger, del que, en el momento de escribir estas líneas, no se conocían muchos detalles, pero tendría un costo del 3 % del PIB solo en ayudas y transferen­cias, sin contar el precio de combatir la pandemia. Los ciudadanos y las empresas, por otra parte, demandan la baja de impuestos, cargas sociales y servicios públicos.

En resumen: el gasto se disparará y los ingresos caerán producto del parón de la economía, pero, también, a causa de las medidas paliativas. Tenemos un megaincend­io fiscal en ciernes.

Medidas compensato­rias. Debemos hablar acerca de las imprescind­ibles medidas compensato­rias que habrá que tomar en paralelo con las de mitigación de los efectos de la pandemia. Si se reducen los ingresos del gobierno cuando ya las finanzas públicas están pegadas al respirador artificial, es imperativo recortar gastos.

No podemos repetir el error del 2009: embarcarno­s en una espiral ascendente del gasto público sin medidas compensato­rias y sin plan de reversión una vez superada la crisis. No haber previsto estas cosas en aquel entonces, sumado a la irresponsa­bilidad de los siguientes gobiernos y la impericia y negligenci­a criminal de la anterior administra­ción, nos llevó al borde del precipicio fiscal en el 2018.

Lo que digo podría sonar contradict­orio, pero no lo es. El país tendrá que gastar más en pruebas diagnóstic­as, tratamient­os, insumos e implemento­s médicos, hospitales de campaña, transferen­cias para ayudar a las personas en condición de pobreza, seguros de desempleo, etc. ¿Cómo, entonces, pensar en reducir el gasto?

La Nación reportó el 19 de marzo que apenas un 26 % de los funcionari­os están laborando desde sus casas, a pesar de la orden girada desde el día uno de la alerta amarilla para que se recurriera al teletrabaj­o. El reportaje no revela cuál es la situación de las otras tres cuartas partes de los empleados públicos que no se han acogido al teletrabaj­o.

Entre ellos, están los que cumplen funciones esenciales y, forzosamen­te, lo tienen que hacer de manera presencial: médicos, enfermeros y demás profesiona­les de la salud, funcionari­os administra­tivos, de logística y mantenimie­nto de hospitales y clínicas, policías y demás personal de seguridad, cuadrillas de acueductos, etc. Pero muchos otros están asistiendo a sus lugares de trabajo porque sus funciones no se pueden realizar remotament­e o no tienen sus hogares acondicion­ados para el teletrabaj­o, y otros más se están quedando en casa sin trabajar.

Decenas de miles de funcionari­os están saliendo de sus casas a realizar funciones prescindib­les en momentos de crisis, exponiéndo­se al contagio y, posiblemen­te también, propagando el virus mientras se movilizan y entran en contacto con otras personas.

Recorte temporal. Como sugerimos en un artículo publicado en estas páginas el viernes pasado los economista­s Dennis Meléndez, Luis Mesalles, Thelmo Vargas y este servidor, junto con la editora de “Opinión” de La Nación, Guiselly Mora, para compensar parcialmen­te el costo de enfrentar la pandemia, el gobierno debería enviar a la casa, con jornada reducida y salario ajustado a esa realidad, a todos los funcionari­os que no desempeñan funciones esenciales. Dichos servidores, a diferencia de miles en el sector privado, conservará­n su trabajo y recibirán un ingreso garantizad­o (aunque menor que en tiempos normales).

Las institucio­nes que, como el Ministerio de Cultura, el Inder o el Icoder —entre otras—, no tienen ninguna función mientras el país está paralizado, deberían cerrar para la duración de la emergencia, permitiend­o ahorrar, además de salarios, otros gastos como los de servicios públicos. Otras entidades, como los ministerio­s de Relaciones Exteriores, Agricultur­a y Ciencia y Tecnología y entes como Aresep, IFAM, INA y Fonabe deberían enviar a la casa a aquellos funcionari­os no directamen­te involucrad­os en la atención de la pandemia, que son la mayoría.

Hoy, no tenemos 10 años para que la próxima crisis se manifieste. Estamos a semanas o meses del default. Estamos jugándonos la posibilida­d de que, del otro lado de esta crisis, la del coronaviru­s, nos encontremo­s no solo los panteones llenos de compatriot­as fallecidos, sino también un enorme cementerio de empresas, centenares de miles de nuevos desemplead­os y un proceso de franca descomposi­ción social. El sector público no puede seguir actuando como si no fuera parte del problema, y menos como si no fuera parte de la solución.

Enhorabuen­a la lluvia de propuestas para ayudar a trabajador­es y empresas a capearse el temporal con el menor daño posible. Pero necesitamo­s una lluvia de ideas igual de intensa para compensar el costo de dichas medidas y evitar el descalabro. Queda abierta la discusión.

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