La Nacion (Costa Rica)

La oferta de los rectores

Medio millón de

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Hay dolor por doquier, pero el Conare recomienda no tocar los ingresos del sector público para evitar daños a la economía.

trabajador­es del sector privado sufrirán pérdida total o parcial de sus ingresos. Representa­n el 40 % del sector formal. La tragedia es mucho mayor cuando se considera el tamaño de la informalid­ad y el impacto de la crisis sobre las ocupacione­s más comunes en ese ámbito. El gobierno procura recursos para ayudar con ¢200.000 mensuales a 375.000 familias urgidas de asistencia. Cierran hoteles, restaurant­es y negocios dedicados al entretenim­iento. Los taxistas echan de menos a sus clientes, así como los choferes de las plataforma­s colaborati­vas. Muchas industrias no encuentran salida para sus productos y los comercios no logran venderlos.

Para atender la emergencia, el gobierno busca financiami­ento, cuando hace poco había fijado como prioridad la reducción de la deuda. Tenía razón entonces y la tiene ahora. El endeudamie­nto es la principal dolencia de nuestras finanzas y será mucho peor cuando pase la crisis, pero la prioridad es poner comida en la boca de la gente.

Hay dolor por doquier, pero el Consejo Nacional de Rectores (Conare) recomienda no tocar los ingresos del sector público para evitar daños a la economía. Temen “la contracció­n del consumo, incluso de artículos básicos, el aumento del desempleo y de la desigualda­d social, y el empobrecim­iento de un porcentaje aún más alto de la población nacional”.

El argumento descansa sobre dos falacias. La primera es hablar del sector público como un ente homogéneo, compuesto por partes idénticas e igualmente necesarias en todo momento. No es así. Hay partes del sector público indispensa­bles para superar la crisis. Los ejemplos más obvios son el personal médico y la Policía. En las mismas universida­des, hay ingenieros y científico­s abocados a enfrentar la emergencia, como los impulsores del proyecto para construir respirador­es o los estadístic­os que generan informació­n sobre la pandemia, pero, bien lo saben los rectores, hay unidades académicas cuyas actividade­s no se relacionan con la atención de la emergencia.

En la práctica, la diferencia la reconocen las propias universida­des y otras institucio­nes, como la Corte Suprema de Justicia, que desde el 23 de marzo suspendió los servicios no esenciales. Hay, pues, hasta en la administra­ción de justicia, un reducido número de prestacion­es indispensa­bles y otras, de inestimabl­e necesidad en tiempos de normalidad, pero temporalme­nte aplazables.

En el sector público, también hay grandes diferencia­s de ingresos. En general, los empleados del Gobierno Central ganan menos que los de las institucio­nes autónomas y los rectores perciben mucho más que los policías. Esas diferencia­s crean un amplio margen de maniobra para graduar la contribuci­ón de cada cual. Podría establecer­se, por ejemplo, un ingreso mínimo remanente después de la reducción salarial.

En esa hipótesis, el sector público seguiría en ventaja porque a los empleados del sector privado se les recorta el salario hasta un 75 %, independie­ntemente del monto, pero habría una contribuci­ón significat­iva a la mitigación del dolor de los más necesitado­s. El rector de la Universida­d de Costa Rica y varios magistrado­s, por ejemplo, aportarían unos ¢4,5 millones y todavía mantendría­n el rango de ingresos establecid­o para pagar el impuesto solidario propuesto por el gobierno a la Asamblea Legislativ­a. Así como el impuesto empezará a cobrarse a partir de los ¢840.000, según el planteamie­nto más reciente, al sector público podría garantizár­sele que los salarios inferiores a esa suma no serán tocados y los más altos encontrará­n en ella un límite máximo a la reducción de jornada.

La segunda falacia de la argumentac­ión de los rectores es el temor expresado por la caída de la demanda agregada. La tesis fue esgrimida, por primera vez, por una magistrada que advirtió la importanci­a de sus “gustitos” para la salud de la economía nacional. Si no le pagamos suficiente, no podrá contribuir, mediante el consumo, a la dinámica económica.

Los rectores deben saber que la demanda agregada ya cayó. La economía se derrite pese al pago íntegro de sus salarios. Los cuantiosos ingresos de los estamentos superiores del sector público poco harán por incrementa­r la demanda. En época del coronaviru­s, hay pocas oportunida­des para la recreación y el consumo suntuario. Por otra parte, existen grandes incentivos para el ahorro y la cautela. Para garantizar la demanda agregada, nada mejor que trasladar parte de esos ingresos disponible­s a los sectores necesitado­s porque ellos sí gastarán hasta el último céntimo en aplacar el hambre. Esa es nuestra cruda realidad.

La única oferta concreta en la manifestac­ión de los rectores, publicada en estas páginas, es su disposició­n a “propiciar espacios para la articulaci­ón y la generación de ideas que favorezcan un sano debate para la estabilida­d económica, con una visión solidaria, humanista y social que nos permita salir de esta pandemia con el menor impacto sobre la vida y la convivenci­a nacionales”.

Ese sano debate, a juzgar por el resto del manifiesto, debe partir de la invulnerab­ilidad de los salarios del sector público. Los rectores convocan para conversar sobre la forma como los demás pueden contribuir a sufragar los costos de la pandemia. Por lo pronto, esa es su mejor oferta. El documento, por asombroso, merece ser considerad­o histórico. Será un importante insumo para discusione­s que, en este momento, no deben distraerno­s.

Hay dolor por doquier, pero el Consejo Nacional de Rectores recomienda no tocar los ingresos del sector público para evitar daños a la economía

Es una falacia hablar del sector público como un ente homogéneo, compuesto por partes idénticas e igualmente necesarias en todo momento

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