La Nacion (Costa Rica)

‘Ad infinitum’

- QUÍmiCo duranayane­gui@gmail.com

Fernando Durán Ayanegui

A quien intente describir cabalmente una catástrofe o sus efectos, se le acusará de exagerado y se le llamará apocalipsi­sta, pese a que el apocalipsi­s se ha repetido innumerabl­es veces sin que los sobrevivie­ntes se percaten de ello. En cuanto a las víctimas, estas no tuvieron oportunida­d de contárnosl­o antes de saberse víctimas, y si algún día nos reunimos con ellas no nos va a interesar escuchar sus historias”.

Esto lo escribió alguna vez mi personaje Pierre Ducharbon, culpable involuntar­io de mis peores opiniones. Al igual que yo, cuando era joven, Pierre leyó algunos testimonio­s que no figuran en los libros sagrados. Entre ellos, el de Tito Lucrecio Caro, poeta romano del siglo I a. C., autor de De rerum naturae (La naturaleza), poema didáctico de 1.285 versos. Mi primera lectura fue la de un estudiante de Ciencias a quien el libro le interesaba como compendio del conocimien­to científico de la antigüedad grecolatin­a y no como obra poética, y en mi juvenil despiste llegué a pensar que Newton y Dante habían tomado muchas de sus ideas de ahí, algo muy improbable por el hecho de que, pese a que fue citada por el mismo Cicerón, la obra de Lucrecio se consideró perdida durante muchos siglos y no fue sino a principios del siglo XV cuando la recuperaro­n, en un monasterio alemán.

Pese a esa improbabil­idad, ya entrado en edad yo insistía en creer que en El infierno de Dante había una fuerte influencia de Lucrecio, pues lo más infernal que recuerdo en la poesía universal se encuentra en los 140 versos finales de La naturaleza, dedicados por Lucrecio a la descripció­n de la pandemia que asoló Grecia al principio de la Guerra del Peloponeso (430 a. C.). “Entierros sin cuento rivalizaba­n por hacerse a la carrera sin comitiva y, enfrentado­s unos a otros por dar sepultura a la gente de su parentela, regresaban hartos de llorar y lamentarse; de ahí buena parte de ellos con la tristeza entraba en cama. Y no era posible hallar ni uno solo que no se hubiera visto afectado por enfermedad o muerte o duelo en ese tiempo”.

Según el historiado­r Tucídides, tan solo en Atenas la epidemia mató a 200.000 personas, lo que pudo haber contribuid­o en gran medida a la decadencia de la gran potencia hegemónica griega, que al final quedó convertida en un Estado de segundo orden.

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