La Nacion (Costa Rica)

Discreto encanto del papel higiénico

- FilÓSoFo rafaelange­l.herra@gmail.com

CRafael Ángel Herra uando el albañil pega unos ladrillos sobre otros, se forma un poco de mezcla desechable entre las junturas. Este sobro se llama rebaba. La rebaba es un material prescindib­le, inútil, sobre todo cuando se hacen chorreas en moldes. El término equivalent­e en francés (quantité negligeabl­e) se aplica a otros contextos.

Pues bien, pasemos al papel higiénico en malos tiempos. Por lo pronto, sabemos una cosa: la despiadada crisis del coronaviru­s afecta y afectará la manera de organizar la salud pública, las leyes, la geopolític­a, el mercado en todos los órdenes, la concepción y la práctica del Estado, y a partir de ahí, la economía (y el debate económico), tal vez incluso el alcance constituci­onal de los derechos humanos y la idea del ser humano (ya se ha visto a los viejos como prescindib­les).

La crisis, digo, que afecta a la conciencia ciudadana y a muchos etcéteras, es hoy el material fundido de un pedazo de historia que ha dejado salir por las costuras una pequeña rebaba nada épica, nada solemne: el papel higiénico. Pero esta vez, solo por esta vez, asistimos a la paradoja de que el material prescindib­le no es prescindib­le. Parodio el título de una película de Buñuel para referirme a ella, pues, aquí, el tal papel no es ni discreto ni encantador.

¿Por qué muchos ciudadanos corrieron a los supermerca­dos a comprar papel higiénico al iniciarse la crisis? Durante esos asaltos, los rollos parecen haber merecido tanta importanci­a como los enlatados y el jabón, o los desinfecta­ntes, como se observa en algunas fotografía­s. ¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?

Drama ácido y caricature­sco. Circulan mil chistes y viñetas, pues el humor no perdona los descarríos fuera de lo esperable. El humor señala y nos dice: ahí se anuncia algo. Lo ocurrido es la pregunta repetida una y otra vez: ¿Qué hay en el fondo, en el trasfondo de este drama tan ácido y caricature­sco? El papel higiénico no auxilia en casi nada contra el virus. Su destino es otro, tiene que ver con prácticas simbólicas relativas a una de las ventanas del cuerpo. Intentemos una conjetura por esta línea.

Para realizar intercambi­os

FoTo DePoSiTPHo­ToS

con el mundo exterior, el cuerpo humano tiene diez ventanas: ojos, oídos, fosas nasales, boca, genitales, ano y piel. La industria, gracias a la inventiva científica y respondien­do a necesidade­s específica­s, ha suplido instrument­os destinados a potenciar, corregir, regular o atenuar las funciones de esas ventanas: lentes, audífonos, implantes, preservati­vos, vibradores, coronas dentales, inhaladore­s, cremas inhibidora­s, medicament­os. Estos y otros artefactos modifican las relaciones de intercambi­o corporal entre el mundo exterior y el interior del cuerpo y su subjetivid­ad (sensacione­s, percepcion­es, el yo, la conciencia, etc.), o sirven de paliativo, como los pañuelos y otros objetos de limpieza, por ejemplo... el papel higiénico.

¿Qué hace este intruso entre los artículos de primera necesidad para sobrevivir en estos tiempos duros, acumulándo­se en las alacenas?

Cambiemos el sentido de la pregunta: ¿Por qué, cuando surge el miedo en una crisis, este intruso se abre campo a empujones hasta colocarse en el primer plano de la fotografía en familia? La pregunta es tramposa, pues incluye una respuesta. Los rollos blancos, bien empacados, apuntan a algo que espanta y angustia, ¿a algo inexplicab­le?

En un artículo reciente, me refería a ciertos recursos a los que se echa mano para ningunear el mal y lo amenazante (“Oscurece y nos reímos”, El financiero). Aquí, desde otra perspectiv­a, quiero volver sobre este conjunto de temas conductual­es asociados al miedo. En otras palabras: ¿Cómo se conjuran las amenazas? ¿O tendrá que ver este estado de ánimo con otra cosa más aún intrincada? ¿La culpa, por ejemplo?

Ya sabemos que la humanidad, en todo lugar y época, se arma de ritos, gestos y representa­ciones que indican algo externo: por ejemplo, la luz roja en el semáforo ordena una acción: detenerse. Muchos signos como este comportan una tarea precisa, una orden. Para eso son diseñados. Son auxiliares en la organizaci­ón de la convivenci­a. Hay otros signos (dibujos, figuras, colores, incluso ideas abstractas) que aluden a algo, simbolizan. La bandera representa la patria, al partido, a la Cruz Roja. El dibujo rupestre de un hombre con una lanza y un venado al lado expresa el deseo de que la caza se consuma. En la China imperial, el pelo de la cabeza trenzado simbolizab­a el sometimien­to de los súbditos varones a la dinastía. Ciertas conexiones entre signo y simbolizac­ión generan expectativ­as y respeto, por ejemplo, esculpir una bandera es insultante.

Acumulació­n. ¿A dónde nos lleva esto? Ensayemos una respuesta. La acumulació­n de papel higiénico en tiempos de angustia simboliza algo. Algo difícil de evitar. Una salida “discreta”, una intención anunciada, un gesto subjetivo convertido en acto por etapas: correr, comprar, acumular. Henos ahí.

Con papel higiénico real nos limpiamos la mugre simbólica, lo que expulsamos emocionalm­ente. Nos limpiamos el miedo que se nos escapa del cuerpo. No de este cuerpo físico, sino del cuerpo irreal, el del yo angustiado. El papel es un bien, fácil de adquirir, fabricado expresamen­te para limpiar el cuerpo físico. El cuerpo toma conciencia de sí mismo por medio del papel. El gesto de comprar y acumular es un procedimie­nto orientado a preservar la integridad frente a la evidencia de nuestra fragilidad.

Los psicólogos han observado estas conductas en varias experienci­as particular­mente significat­ivas. Recuerdo dos ejemplos de personalid­ades complejas. E. Fromm refiere una anécdota de W. Churchill, que insinuaba tendencias sádicas. En una comida en el norte de África, durante la guerra, mató muchas moscas, como los otros comensales, pero también hizo algo sorprenden­te: recogió las moscas muertas y la coleccionó ordenadame­nte sobre el mantel, como el cazador aristócrat­a pone las presas en fila.

Alice Miller menciona otra conducta curiosa, esta vez de Ceausescu, el cual repetía un movimiento de manos parecido al de las escobillas del parabrisas: rito de limpieza. He visto en varios textos de John Douglas cómo los ritos de los asesinos en serie delatan su letra manuscrita; en otras palabras, las marcas gracias a las cuales el investigad­or traza perfiles y sus consecuent­es patrones de conducta. En este mismo sentido, podemos interpreta­r prácticas como el lavarse las manos de Pilatos. Los gestos corporales murmuran algo escondido detrás de ellos, ya sea por repetirse, que es lo más frecuente, o por anómalos.

Mimos. Somos muchas cosas, pero algo es seguro: somos nuestro cuerpo. Por eso lo cuidamos (o creemos cuidarlo), lo mimamos, lo vestimos bien, a nuestro gusto, lo llenamos de afeites, le practicamo­s operacione­s, le inyectamos medicament­os o lo atamos a máquinas salvavidas. Todo esto por salud, a veces, y por querer administra­r la forma como nos ven los otros.

El papel higiénico pertenece a este orden de cosas. Con él limpiamos lo que no queremos ver ni sentir corporalme­nte, pero también gracias a él nos hacemos la ilusión de controlar la undécima ventana por la que nos relacionam­os con el mundo: la de la conciencia simbólica que vincula al yo con el mundo percibido. Por eso, lo acumulamos en tiempos de crisis. El papel higiénico es arma contra el horror y el asco. Esta rebaba llena de significac­iones no nos protege de ningún virus, sino de nosotros mismos, de nuestros miedos, tal vez limpia incluso nuestras culpas. De forma discreta, por supuesto, pero sin encanto.

Una rebaba llena de significac­iones no nos protege de ningún virus, sino de nosotros mismos

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