La Nacion (Costa Rica)

‘La última sesión Zoom’

Durante cuatro meses había impartido clase a 85 estudiante­s sin haberlos visto y me inquietaba un poco la evidencia de no conocerlos más allá de un nombre

- Carlos Cortés escritor carlos.cortes.z@gmail.com jaimedar@gmail.com

¿Esta es la última sesión Zoom?”, escribió uno de ellos en el chat de la videoconfe­rencia. Habíamos hablado durante dos horas e incluso ironizado sobre el alivio de llegar vivos al final de un curso traumático, contentos de haber superado la prueba de la virtualiza­ción apresurada a la que nos sometió el estallido de la pandemia en marzo.

Noté que de pronto algo no fluía, que la noción “la última sesión Zoom” había roto la continuida­d en la cinta de Moebius que es el tiempo ininterrum­pido de la era digital, como un bache en una cinta de grabación.

Elvia Amador, nuestra colega de Apreciació­n de Teatro, sugirió que enseñaran el rostro por primera y última vez, apenas unos segundos, si estaban de acuerdo, ya que no nos escucharía­mos más.

Pilotar a ciegas. Durante cuatro meses había impartido clase a 85 estudiante­s en el curso de Humanidade­s de la Universida­d de Costa Rica sin haberlos visto después de marzo, y me inquietaba un poco la evidencia de no conocerlos más allá de un nombre que, inútilment­e, intentaba ligar a una voz anónima, en la reunión semanal por Zoom, y a unos archivos en una plataforma digital.

Me dije que quizá era normal tratándose de la generación Z —o centennial­s, nacidos entre 1997 y el 2012—, que tiene plena conciencia de su privacidad y de la necesidad de cuidarla, a diferencia de los millennial­s, y que debía acostumbra­rme a impartir clases virtuales a estudiante­s virtuales en tiempos simultáneo­s y pantallas múltiples.

Admito que hacía un esfuerzo deliberado por seguir sintiéndom­e real y continuar pensando que dos nociones que hasta ahora había dado por sentadas —el aquí y el ahora— continuaba­n unidas en algún lugar.

Luchaba por verme anclado a lo real. La ansiedad que en ocasiones me producía una teleconfer­encia o una reunión virtual se debía a esto, a no saber dónde estaba, a no recibir una constataci­ón visible, sonora o sensorial de que me encontraba en un espacio verdadero.

Instante mágico. Es difícil de explicar lo que nos ocurrió entonces en la última sesión. Las columnas de cuadrados negros asignados para cada participan­te por Zoom fueron transformá­ndose sucesivame­nte en rostros, en rostros expresivos y reales, a pesar de la mala calidad de la imagen, totalmente alejados de la puesta en escena selfi. Hay pocas visiones más poderosas que la aparición de un rostro humano. Eso fue lo que sucedió.

Ahí están, pensé, después de tantos meses, emergiendo del otro lado de la pantalla, como caras tímidas alumbradas por la luz indecisa de una linterna en el interior de una cueva oscura. O como habitantes de un planeta lejano que nos reconociér­amos de pronto como seres de la misma especie.

Fue eso, un instante mágico de identifica­ción facial, en un código social que aprendemos los primates al principio de nuestra vida. Una emoción que requiere de otros. La urgencia de sabernos vivos y la necesidad de compartir esa momentánea certeza con seres iguales.

Durante meses habíamos mantenido una conexión emocional sin saberlo, que ahora se desbordaba. Del otro lado de la pantalla, como haciéndono­s un campo en un recodo íntimo, vimos aparecer algunos rostros que lloraban. Lloraban. No fue de repente, sino poco a poco.

Me sorprendió entrever a los estudiante­s enjugándos­e las lágrimas, con la voz quebrada, incapaces de cortar el umbral de comunicaci­ón que acababa de ser abierto. No queríamos irnos de esa fractura de tiempo que no existe en un espacio físico y que, sin embargo, nos había mostrado en un instante de fragilidad, sin la máscara del fondo de pantalla.

Elvia pronunció las palabras que yo mismo sentía: “Ay, voy a llorar”, y se quitó los anteojos. Yo también lo hice.

No estábamos en un lugar material, pero estábamos en un lugar, en otro lugar, bajo otra forma de entender el espacio-tiempo.

Entre lo temporal y lo emocional. La repentina expresión de los sentimient­os había dicho mucho más de la pandemia, de nosotros mismos y de lo que significa una transforma­ción histórica en las relaciones humanas que cualquier clase teórica.

Salí de la clase —¿salí de la clase, salí de algún sitio, en realidad?— y, antes de recuperarm­e por completo, me quedé aturdido por esa insignific­ante aceptación de mi humanidad, en el filo entre una dimensión temporal y una emocional, desconecta­do y a la vez atónito, inmerso en una sensación de perplejida­d.

Lloraban, me dije de nuevo en silencio. Pasé un rato hasta que volví en mí —después de una larga sesión por Zoom hay que pasar por un periodo de descompres­ión temporal como los buzos pasan por una atmosféric­a—, pensando en qué nos hace ser lo que somos, en cómo actúan esas extrañas conexiones nerviosas que nos convierten en textos vivientes, aunque no compartamo­s el mismo espacio y, en ocasiones, ni el mismo tiempo, y casi nunca las mismas emociones.

En este caso, a pesar de la distancia física —que ya no existe—, las habíamos compartido y había sido extraordin­ario. Un momento único que será olvidado como son olvidados todos los momentos únicos.

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Foto shuttersto­ck
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