La Nacion (Costa Rica)

La larga marcha del ‘general’ William Barr

Barr es un verdadero creyente en una teoría del poder presidenci­al que, de ponerse en práctica, destruiría el orden constituci­onal de Estados Unidos

- Nina L. Khrushchev­a PROFESORA DE ASUNTOS INTERNACIO­NALES NINA L. KHRUSHCHEV­A: profesora de Asuntos internacio­nales en The new school. © Project syndicate 1995–2020

NUEVA YORK– La muerte de George Floyd, un hombre negro, desarmado y esposado, a manos (o más exactament­e, bajo la rodilla) de un policía en Minneapoli­s, generó protestas masivas en todo Estados Unidos contra el racismo sistémico y la brutalidad policial, y también llevó a que cada vez más personas fuera de Estados Unidos confronten el legado de racismo y desigualda­d en sus propios países. Pero el gobierno de Donald Trump no está haciendo lo mismo.

En vez de eso, la administra­ción Trump ha continuado (e incluso acelerado) su intento de vaciar las institucio­nes estadounid­enses en favor de un populismo nihilista. El objetivo final es el mismo de siempre: crear un régimen iliberal pleno en Estados Unidos.

Nadie está más comprometi­do con este sueño que William Barr, el procurador general de Trump. Es posible que Barr no tenga ni la más remota idea de quién fue Antonio Gramsci (y Trump es casi seguro que lo ignora). Pero el ansia de poder de Barr y la astucia animal de Trump parecieran haber llevado a ambos hombres a intuir la teoría del filósofo marxista italiano respecto a la hegemonía cultural: la idea de que la clase gobernante obtiene el consentimi­ento de la sociedad al statu quo logrando que las institucio­nes del país encarnen y promuevan una ideología legitimado­ra.

Escuelas, tribunales, institucio­nes religiosas y medios, por ejemplo, desempeñan un papel principal en la internaliz­ación de normas, valores y creencias; a todas estas institucio­nes han apelado Trump, Barr y los republican­os estadounid­enses más en general.

Pero en respuesta a las protestas actuales, la administra­ción Trump dio un paso más, al emplear las fuerzas policiales e incluso el Ejército al servicio de sus objetivos ideológico­s.

El 1.° de junio, Barr (a quien, según se dice, lo de “general” en su título le encanta) ordenó ensanchar el perímetro de protección que se había delimitado en torno de la Casa Blanca.

La policía cumplió esa misión (que suponía expulsar a manifestan­tes pacíficos de la plaza Lafayette, lugar de muchas protestas definitori­as en la historia de los Estados Unidos)

usando gas lacrimógen­o, bombas de humo, aerosol de pimienta, porras, caballos y escudos antidistur­bios.

A continuaci­ón, Trump cruzó la vaciada plaza para que le sacaran fotos sosteniend­o, con actitud torpe, una biblia frente a la Iglesia de San Juan.

También se vio a Barr, muy orondo al lado de un general de verdad, Mark Milley, presidente del Estado Mayor Conjunto, quien más tarde, tras una andanada de críticas, expresó arrepentim­iento por haber participad­o.

“Mi presencia en ese momento y en ese entorno creó una percepción de involucram­iento del Ejército en la política interna”, reconoció.

En realidad, fue peor que eso: el espectácul­o puso en duda una tradición de 240 años de actitud estrictame­nte apolítica del Ejército estadounid­ense.

Trump insiste en que su politizaci­ón de las fuerzas armadas es una cuestión de defender “la ley y el orden”, frase que se remonta a Richard Nixon, otro presidente estadounid­ense acostumbra­do a la retórica dura y con aspiracion­es autocrátic­as.

Pese a que las manifestac­iones han sido en general pacíficas, Trump asegura que el uso de la fuerza contra los manifestan­tes es en realidad un “acto de compasión”, ya que, supuestame­nte, “salva vidas”. El encuentro de Antonio Gramsci y George Orwell.

Pero ex altos comandante­s militares estadounid­enses no se dejan engañar por la administra­ción Trump y condenaron el espectácul­o de plaza Lafayette.

El general James Mattis, exsecretar­io de Defensa de Trump, dijo que ese abuso de la autoridad del ejecutivo era una burla a la Constituci­ón de los Estados Unidos.

Más de mil exfunciona­rios del Departamen­to de Justicia publicaron una carta en la que pidieron una investigac­ión interna de la respuesta de Barr a las protestas.

Pero Barr y Trump están tan empeñados como siempre en su búsqueda de la hegemonía cultural iliberal. Trump demonizó a los manifestan­tes, incluso promovió una teoría conspirati­va absurda según la cual un hombre de 75 años al que en una filmación la policía arroja al suelo era un “provocador de Antifa”.

También intentó desplegar 10.000 soldados en servicio activo en las calles de Washington, para “dominar” a los manifestan­tes, a los que llama “matones”.

Por su parte, Barr magnificó los hechos de violencia, y aseguró (sin ninguna prueba) que los alientan “grupos extremista­s de ultraizqui­erda”. Y él sí que desplegó un “ejército” propio: agentes correccion­ales federales (entrenados para sofocar motines carcelario­s, no para manejar protestas pacíficas) vestidos de uniforme negro, sin placas u otras insignias.

Pero entre Trump y Barr hay una diferencia fundamenta­l. El primero es un autócrata de reality TV, que se cree que fingirse fuerte lo hace fuerte, mientras se esconde en un búnker y detrás de un vallado de seguridad absurdamen­te alto. Como nací en Rusia, sé muy bien de presidente­s ocultos tras altos muros que aunque supuestame­nte simbolizan el poder en realidad desnudan el temor estatal a la sociedad civil.

Barr, en cambio, es un apparátchi­k convencido. Trump afirma que su autoridad es absoluta, pero Barr está decidido a completar la “larga marcha a través de las institucio­nes” (según palabras de Rudi Dutschke, dirigente radical alemán de los años sesenta que estudió la obra de Gramsci) necesaria para hacer realidad esa afirmación.

Esto incluyó, por ejemplo, debilitar la investigac­ión del fiscal especial Robert Mueller sobre la interferen­cia rusa en la elección presidenci­al del 2016 y obligar a fiscales federales a abandonar un caso contra el general Michael Flynn, primer asesor de seguridad nacional de Trump.

Su último asalto a la democracia es el despido de Geoffrey Berman, fiscal federal de Manhattan que investigó a varios miembros del círculo de Trump.

Que Barr corrompa su cargo y menoscabe la rendición de cuentas y la transparen­cia del ejecutivo no se debe solamente a la lealtad personal hacia Trump. Sus motivacion­es son ideológica­s.

Como firme proponente de la teoría del ejecutivo unitario, cree sinceramen­te en la idea de que el poder de los presidente­s es ilimitado.

Según esta lógica, Trump tiene derecho a obstaculiz­ar toda investigac­ión de sus acciones, y hay que poner grandes límites al poder del Congreso para supervisar la presidenci­a.

Esta “idea espeluznan­te de poder presidenci­al irrestrict­o” (como la denomina el periodista Damon Linker) es afín a la de Carl Schmitt, el jurista favorito de los nazis.

Así que el general Barr es todo un gauleiter. Y bajo Trump, se le ha dado la oportunida­d definitiva de implementa­r su ideología, sin importar las consecuenc­ias para el orden constituci­onal de los Estados Unidos.

Sospecho que hasta Gramsci se asombraría al ver cuán abiertamen­te Barr empleó el “aparato de coerción estatal” para asegurar la “disciplina de aquellos grupos que no consienten” la hegemonía de Trump (y la suya propia).

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Foto AFP William Barr, a la izquierda de Donald Trump, el 1. ° de junio.
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