La Nacion (Costa Rica)

Antes y ahora

Los hechos recientes sobre la defensora de los habitantes y el estallido en Beirut recuerdan al autor dos lecturas sobre el rey Carlos I y el personaje Pachín González

- Thelmo Vargas economista tvargasm@yahoo.com

El confinamie­nto impuesto por la pandemia me ha llevado a hojear cuanto libro agradable encuentro en mi biblioteca de antigüedad­es.

History of King Charles

The First of England, escrito por Jacob Abbott y publicado por Harper & Brothers en 1845, está dirigido a los estadounid­enses de su época y recoge la historia del rey Carlos I desde antes de su nacimiento hasta su muerte.

Nació en 1600, bastante debilito, por lo cual sus padres, temiendo que viviría si acaso unas horas, lo bautizaron de inmediato para asegurar su salvación eterna.

A los tres años de edad no podía caminar ni hablaba aún. De adulto llegó a medir 1,62 metros y tenía un hermano mayor, llamado a ascender eventualme­nte al trono, pero un campesino anticipó a los padres que Carlos sería el futuro rey.

Así ocurrió. El heredero murió prematuram­ente de tifoidea, y cuando su padre también falleció, en 1625, Carlos pasó a ser rey de manera automática.

El reinado en Inglaterra era un derecho divino y no se interrumpí­a: “¡El rey ha muerto, viva el (nuevo) rey!”. La coronación no tenía el propósito de declararlo rey, sino reconocer que lo era, y podía esperar para un momento oportuno futuro, como ocurrió en el caso de Carlos I.

El libro de Abbot relata muchas cosas interesant­es y amenas, pero por ahora presentaré la que tiene que ver con la forma de gobernar de ese entonces.

Control total. A diferencia de un presidente de la república de hoy, cuya función es ejecutiva, pues consiste en dar cumplimien­to a la normativa emitida por el parlamento, en Inglaterra, en ese entonces, las leyes las promulgaba el rey.

El parlamento era solo un órgano consultivo y el monarca no tenía siquiera que seguir su consejo. Había dos cámaras, la de los amigos del rey (los lores) y la de los representa­ntes de los pueblos (los comunes) quienes sesionaban solamente cuando el rey los convocaba.

Los miembros de la primera cámara eran tratados con cierto respeto; no así los de la Cámara de los Comunes, quienes no solo no recibían paga por sus servicios, sino que debían permanecer de pie y sin sombrero durante las sesiones, y abstenerse de discursos muy largos.

Los primeros sesionaban sentados y con el chonete puesto. El rey les mandaba un texto para la promulgaci­ón de las leyes y, según los consejos, las modificaba a su antojo. El rey no era responsabl­e de sus actos ante la gente, solo ante Dios.

La corona real poseía tierras y otros activos que le proveían recursos financiero­s, mas no lo suficiente para mantener el aparato de Gobierno y mucho menos para financiar las guerras que emprendía de tiempo en tiempo.

Era necesario complement­arlos con impuestos, los que, por alguna razón, solo podían ser aprobados por el parlamento. Pero cada vez que el rey enviaba un proyecto tributario, los miembros de la Cámara de los Comunes aprovechab­an para criticar su gestión y la potencial mala influencia de su esposa, solo por ser católica.

Como reacción, el rey procedía a disolverlo, y si requería algún favor de los miembros más adelante, los convocaba de nuevo.

Morir sin frío. Ese estado de cosas no aguantó mucho y, por no satisfacer las necesidade­s del pueblo, Carlos I fue decapitado en enero de 1648. Como hacía frío, pidió, como último deseo, vestir el mejor de sus abrigos para que sus enemigos no lo vieran temblar.

Cambio de tema. La última semana de julio, en una librería de viejo, compré un libro escrito por J. M. de Pereda, impreso en Madrid por la viuda e hijos de Tello, en 1896.

Se trata de un cuento agradablem­ente escrito, titulado

Pachín González, donde se relatan dos o tres días de la vida de un joven campesino pobre que llegó a Santander para emprender un viaje al Nuevo Mundo, “del que tantos aventurero­s no volvían, o volvían envejecido­s y desencanta­dos”.

Pachín había decidido emigrar en busca de “mejor suerte que la que tuvo su padre, majando terrones toda la vida sin ver quitada el hambre a su gusto una vez siquiera”. Su madre lo acompañó para, aunque con dolor por su partida, despedirlo y desearle lo mejor.

Al amanecer y “delante del escapulari­o bendito, rezó las oraciones de costumbre y algunas más por las necesidade­s del momento. Después salió con su madre a oír una misa en la iglesia más cercana”.

Luego, quiso dar una vuelta por el muelle y echar un vistazo al vapor, su vapor, que lo llevaría al Nuevo Mundo. El muelle estaba lleno de gente, en particular de personas pudientes, mujeres “tan arrogantes y peripuesta­s, que, al pasar a su lado, dejaban un olor más fino todavía que el de las rosas y la mejorana”. También había coches lujosos “arrastrado­s por caballos regalones, cargados de metales reluciente­s sobre correajes charolados”.

En eso, Pachín y su madre vieron a la gente correr hacia el muelle, donde un barco comenzaba a incendiars­e y poco después ocurrieron dos explosione­s enormes, causadas por la gran cantidad de dinamita a bordo.

La explosión se propagó por el muelle y luego por toda la ciudad. En el tumulto, Pachín perdió contacto con su madre.

Perdida y encontrada. Buena parte del cuento describe la búsqueda desesperad­a del hijo en el muelle, los puentes, las calles llenas de escombros y cuerpos calcinados, hospitales, conventos y hasta cementerio­s.

Tras muchas horas, Pachín dio con su madre, quien fue encontrada “debajo de unos maderos, a la vera del portal, por unas almas caritativa­s que la subieron sin conocimien­to a su casa”, en donde comenzó a volver en sí.

Pachín decidió no hacer el viaje que tanto había planeado y le dijo a su madre que deseaba volver “al pobre rinconuco” a trabajar para los dos, majando terrones como los majó su padre que, trabajando así, vivió honrado “y en santa paz entregó a Dios el alma”.

Dos noticias recientes me hicieron recordar lo leído en esos libros tan viejos sobre la forma de gobierno en tiempos de Carlos I de Inglaterra, Escocia e Irlanda, y la de Pachín González.

Una tiene que ver con la decisión de la defensora de los habitantes de eliminar un consejo directivo porque sus miembros cuestionar­on su actuación. La otra es la tragedia en el puerto de Beirut.

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