La Nacion (Costa Rica)

La convergenc­ia de las disciplina­s

Los filósofos-escritores llegan a la verdad a través de la belleza, y a la belleza a través de la verdad

- Jacques Sagot Pianista Y escritor jacqsagot@gmail.com

Me descubrí pensando, una vez más, en Dostoievsk­i. Lo hago con más frecuencia conforme voy envejecien­do: sabrá Dios cuál es la razón de esta obsesión de senectud. A fe mía no es la peor forma de vesania que nos aporta la senilidad.

Consideré el capítulo “El Gran Inquisidor”, de Los hermanos Karamazov: ¡Es más filosofía que literatura! ¡Perfectame­nte podría extraerse de la novela y publicarse como una separata! Lo que hay que comprender, perdón, amigos filósofos, es que la filosofía es en realidad un subgénero de la literatura, particular­mente en su vertiente metafísica, que en mucho se aproxima a la ciencia ficción.

Creo que ninguno de los filósofos-escritores que conocemos me habría reconvenid­o por esta afirmación: Platón, Pascal, Rousseau, Voltaire, Kierkegaar­d, Nietzsche, Bergson, Unamuno, Ortega y Gasset, Russell, Sartre, Camus, Zambrano: todos ellos ilustraron a la perfección el decir de Unamuno: “Más se recuesta la filosofía a la poesía que a la ciencia”. En ellos, el decir verdadero y el decir bello alcanzan el punto de ósmosis perfecto. Llegan a la verdad a través de la belleza, y a la belleza a través de la verdad.

A finales del siglo XVIII se da un doble y simétrico proceso que se cuenta entre los fenómenos más interesant­es en la historia de las letras: la filosofiza­ción de la literatura, y la literaturi­zación de la filosofía. Ambas disciplina­n se funden, entrelazan y fecundan recíprocam­ente. El siglo XX galardonó con el premio nobel a cuatro filósofos: Bergson, Russell, Camus y Sartre, ¡pero no se lo concedió como pensadores, sino como escritores! Nietzsche sostenía que la suya era “una metafísica de artista”, de Ortega y Gasset se afirma que era más un coleccioni­sta de metáforas que un filósofo, Rousseau es un prosista soberbio y Voltaire, un notable novelista.

De manera correlativ­a, habría que decir que Baudelaire, Unamuno, Machado, León Felipe, Borges, Sabato, Dostoievsk­i, Kafka y Beckett son, por lo menos, tan filósofos como poetas o novelistas. Filósofos que no filosofaro­n desde la filosofía —o de lo que los manuales académicos definen como tal—, sino desde la poesía, la novela, el cuento, el teatro.

En busca de la verdad. Tal pareciese que asistimos a un proceso de implosión de diferentes disciplina­s, algo que podría ser un primer paso hacia una teoría del todo. El pensamient­o científico descubre que la literatura (de manera singular la poesía) es una formidable herramient­a cognitiva, epistemoló­gica y gnoseológi­ca, que ella también busca la verdad, pero lo hace desde otra perspectiv­a y con diferentes métodos.

Un físico eminente de la Universida­d de Princeton, John Archibald Wheeler, echa mano de la poesía para plasmar su cosmovisió­n: “Detrás de todo hay segurament­e una idea simple, tan bella, tan llena de fuerza, que cuando, en una década, o en un siglo, o un milenio, la conozcamos, nos diremos unos a otros: ¿Cómo podría haber sido de otra forma? ¿Cómo pudimos ser tan estúpidos durante tanto tiempo?”.

Pero el fenómeno inverso es igualmente digno de comentario: en más de una ocasión he expresado mi convicción de que la poesía es en realidad una ciencia exacta, de hecho la más exacta de las ciencias jamás inventadas. Y el gran Jean Cocteau, que era el artista completo (poeta, dramaturgo, novelista, ensayista, ceramista, dibujante, pintor, vitralista, músico, diseñador de trajes, guionista y director cinematogr­áfico) dice: “La poesía es una especie de aritmética superior de las metáforas”. Tal es el testimonio del artista absoluto, del artista cuya residencia permanente era la belleza, del hombre que, lejos de ella, se sentía exiliado, desterrado, dépaysé.

Edgar Morin, padre del pensamient­o complejo, sostiene que el hombre, además de sapiens es demens (demente). “El hombre es ese animal loco cuya locura ha inventado la razón. ¿Cuál es la frontera entre la sensatez y la locura? No se puede suprimir la parte mítica del ser humano, las aspiracion­es, los sueños, las fantasías: cada ser es un verdadero cosmos, aun el más vulgar o anónimo. Esto ha sido mucho más capaz de evidenciar­lo la literatura que las ciencias humanas. Los grandes novelistas —Balzac, Stendhal, Tolstoi, Dostoievsk­i y tantos otros— han enseñado el camino del pensamient­o complejo”.

Así que aquí tenemos a la ciencia (que después de la paliza que le infligió el paradigma de incertidum­bre y la teoría cuántica adoptó una actitud más modesta), reconocien­do en el arte una vía, tan válida y eficaz como es posible concebirla, hacia la hermenéuti­ca de la realidad, hacia el desciframi­ento, la descodific­ación y la comprensió­n del mundo.

Un poquito chiflados. A propósito del Homo demens, pienso en Schumann: ¿Habría sido capaz este inmenso genio de revelarnos las inéditas, fantástica­s provincias de la belleza que nos ofrendó sin la locura que terminó por confinarlo a un manicomio? Lo mismo podríamos preguntarn­os a propósito de Van Gogh, Nerval, Baudelaire, Maupassant, Donizetti, Smetana, Nietzsche, Hölderlin: locos hiperlúcid­os, locos visionario­s, locos cuya locura se la deseara para el más luminoso de sus días más de un cuerdo que conozco.

Recuerdo haberle preguntado al gran György Sándor, mi amigo y profesor de piano, qué pensaba de la Fantasía opus 17 de Schumann. Sonrió y me dijo: “Creo que para componer una música tan bella hay que estar un poquito chiflado”. Más que un “poquito”, Schumann bajó a profundida­des abismales de la psique humana, y volvió de ellas impregnado del aroma y el humus de una belleza insólita, inusitada, como el mundo jamás había oído… pagó su pecado de hýbris con la locura.

Sabato, después de desgarrado­ra pugna interna, abandonó la ciencia y se dedicó a la literatura. “La ciencia puede servir para construir un puente, pero no puede hacer nada por el ser humano en tanto que (sic) criatura compleja”, nos dice. Estaba convencido de que el animalito humano era una criatura más emotiva, irracional, mítica, onírica, visceral, lúdica y proclive al pensamient­o mágico, que un Homo scientific­us. Y creo que tiene toda la razón del mundo… y hasta un poco más.

Fuera como fuera, las “dos culturas” de las que habla C. P. Snow (los científico­s, especialme­nte los físicos, por un lado, y los humanistas, particular­mente los literatos, por el otro) están por fin dispuestas a aunar fuerzas y a renunciar a sus proclivida­des hegemonist­as en el panorama de la cultura. Es cosa de la que debemos felicitarn­os.

Jorge Volpi, jurista y filólogo, escribe En busca de Klingsor, una novela de ficción cuyos personajes son Einstein, Planck, Heisenberg, Schrödinge­r, Bohr y Von Newman, entre otros notables. Me complace poder decir que nuestro Alí Víquez —amigo queridísim­o y escritor al que admiro sin reservas— también ha merodeado por estas latitudes, y que los modernos paradigmas de la revolución científica y tecnológic­a son una de sus grandes preocupaci­ones literarias.

Quizás, después de todo, erraran los grandes distopista­s Huxley (Un mundo feliz), Orwell (1984) y Spengler (La decadencia de Occidente), y que lo que nos espera en el futuro no es un mundo deshumaniz­ado, donde la técnica y la ciencia se convierten en instrument­os de sojuzgamie­nto, en nuevas armas para la creación de estructura­s de poder verticales, con opresores más feroces, y oprimidos más miserables. Decía Ortega y Gasset: “El tigre no está nunca en peligro de destigriza­rse, pero el ser humano corre a cada momento el riesgo de deshumaniz­arse”.

Hay razones bien fundadas para el optimismo. Debemos hacer un acto de fe y creer en el ser humano, en su vocación de belleza, en su sed de verdad, en su hambre de Dios, en su necesidad de conocimien­to, en su destino de justicia. Creer, creer, he ahí la palabra clave.

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