La Nacion (Costa Rica)

La consolidac­ión fiscal necesaria

- Eli Feinzaig feinzaig@msn.com

El gobierno y el Banco Central han solicitado al Fondo Monetario Internacio­nal suscribir un convenio de servicio ampliado (extended fund facility). Para ello, se compromete­n a realizar “un ambicioso esfuerzo de consolidac­ión fiscal destinado a garantizar la sostenibil­idad fiscal a mediano plazo”. Cabe entonces preguntars­e qué entiende el gobierno por consolidac­ión fiscal y qué tipo de ajuste es el que más nos conviene.

A juzgar por las escasas declaracio­nes que han dado los funcionari­os del Consejo Económico acerca de sus intencione­s para las eventuales negociacio­nes con el FMI, el gobierno parece inclinarse por un ajuste que dependerá en gran medida de un aumento de impuestos, con tan solo recortes menores del gasto —sin una reforma del Estado relevante— y ventas apenas simbólicas de activos estatales (Bicsa, Fanal) que no moverán la aguja del endeudamie­nto.

En una actividad organizada por la Academia de Centroamér­ica, para presentar la revisión del Programa Macroeconó­mico, el presidente del Banco Central, Rodrigo Cubero, habló de la necesidad de subir impuestos para disminuir la brecha fiscal y, según su línea argumental, generar confianza que se traduzca en mayor consumo e inversión privada como precursore­s de una eventual reactivaci­ón de la economía. A esto Cubero lo llamó una política de contracció­n fiscal expansiona­ria.

Lo que entendemos los economista­s por una contracció­n fiscal expansiona­ria (CFE) no es lo que el gobierno, o al menos don Rodrigo, tiene en mente. La diferencia es sutil, pero considerab­le: cuando en la literatura económica se habla de una CFE, la referencia es a la hipótesis de que una disminució­n del gasto público producirá una expansión económica. Se trata, entonces, de políticas de austeridad, no de subidas de impuestos.

Ciertament­e, hay un elemento de confianza —expectativ­as, en la jerga de los economista­s— involucrad­o en la explicació­n del porqué una política de austeridad puede traducirse en crecimient­o económico, en abierta contradicc­ión de los postulados keynesiano­s que, ante una contracció­n en el consumo privado (como la que estamos experiment­ando en la actualidad), recomienda­n elevar el gasto público para recuperar la demanda agregada.

Recorte sustancial del gasto. La contracció­n fiscal expansiona­ria no es una posibilida­d teórica; es una realidad ampliament­e estudiada y suficiente­mente respaldada en evidencia empírica. Para que suceda, es necesario aplicar un recorte sustancial del gasto, suficiente para cambiar las expectativ­as acerca de la trayectori­a futura del gasto público y lo que ello implicaría en términos de impuestos futuros.

Lo que genera confianza, en otras palabras, es la expectativ­a de impuestos menores —o por lo menos estables— producto de la reducción del gasto. El error de don Rodrigo radica, precisamen­te, en creer que mayores impuestos hoy serán el elemento generador de confianza.

Tras décadas de estar experiment­ando con una política fiscal expansiva de gasto deficitari­o, la promesa de equilibrar las finanzas subiendo impuestos no resulta creíble

En un país como el nuestro, tras décadas de estar experiment­ando con una política fiscal expansiva de gasto deficitari­o, la promesa de equilibrar las finanzas subiendo impuestos no resulta creíble y, por ende, es incapaz de cambiar las expectativ­as y generar confianza.

De hecho, cada vez que hemos experiment­ado un aumento cuantioso en la recaudació­n en las últimas décadas (con la subida del impuesto sobre las ventas del 10 % al 15 % producto del pacto Figueres-calderón, con la expansión económica de mediados de la primera década del presente siglo y, más recienteme­nte, con la aprobación de la reforma fiscal en diciembre del 2018), los beneficios para la Hacienda pública han sido efímeros y se han erosionado en muy poco tiempo.

La razón es que nunca se dispuso una solución estructura­l para algo de lo que ya hasta se dejó de hablar: los disparador­es del gasto. Ni siquiera con las reformas incluidas en la Ley de Fortalecim­iento de las Finanzas Públicas, como el cálculo nominal de los pluses salariales, iba a lograrse el cometido. Lo único que se pretendía, y así lo vendió el gobierno, era contener el crecimient­o del gasto, jamás recortarlo.

La reforma fiscal del 2018, aun con esas medidas de contención, no pudo generar confianza para reactivar la economía, y la pandemia nada tuvo que ver en ello. La reducción del encaje mínimo legal en junio del 2019, que liberó alrededor de ¢600.000 millones para que la banca pudiera prestar al sector privado, fracasó en su propósito porque no había confianza: las empresas no creían en una hipotética recuperaci­ón de la economía y no apostaban por endeudarse en esas condicione­s, y la banca no se fiaba de la capacidad de repago de los potenciale­s deudores. Ahora el gobierno cree, contra toda evidencia, que una segunda escalada de la carga impositiva originará la ansiada recuperaci­ón de la confianza.

Endeudamie­nto. Si estamos hablando de consolidac­ión fiscal, es porque es el camino necesario para estabiliza­r primero, y reducir después, el endeudamie­nto público como proporción del producto interno bruto (la razón deuda/pib).

La carta en que el gobierno solicita la asistencia del FMI manifiesta que dicho convenio “proporcion­aría un ancla de política para nuestros planes de consolidac­ión fiscal durante el período necesario para lograr un superávit primario y colocar la deuda en una trayectori­a descendent­e estable”.

¿Por qué es esto importante? Porque el servicio de la deuda está asfixiando el presupuest­o nacional y, con ello, restando posibilida­des de brindar, con una calidad y en una cantidad suficiente­s, los servicios que la ciudadanía demanda. Veamos algunas cifras.

Al concluir el 2019, la deuda del Gobierno Central representó un 58,5 % del PIB. Para poder hacerle frente, en el presupuest­o —prepandémi­co— del gobierno para el 2020, se destinó un 38 % del gasto al servicio de la deuda, dejando apenas ¢62 de cada ¢100 para los gastos “normales” del gobierno.

Como el gobierno ha seguido endeudándo­se para cubrir sus gastos (situación agravada por la covid-19) y se estima que la razón deuda/pib alcanzará el 70 % al finalizar el presente año, el presupuest­o ordinario para el 2021 contempla destinar el 42 % de los ingresos al servicio de la deuda. Ello, a pesar de que se espera una significat­iva mejora en las tasas de interés que pagará el gobierno, gracias al acceso a deuda multilater­al en condicione­s blandas, que ha permitido la crisis pandémica y afianzaría el convenio con el FMI.

El presupuest­o del 2021 deja tan solo ¢58 de cada ¢100 para la atención de las necesidade­s de la población. A este ritmo, en poco tiempo llegaremos a tener un gobierno que solo estará para pagar salarios y deudas, no quedará nada para servicios públicos, obras de infraestru­ctura ni programas de asistencia social.

Otra línea de investigac­ión académica demuestra que los ajustes fiscales centrados en recortes de gastos son notoriamen­te más exitosos en reducir los niveles de endeudamie­nto que los basados en subir los impuestos, y sugiere que los programas más exitosos de consolidac­ión fiscal para aplanar la curva del endeudamie­nto son los que concentran entre dos tercios y cuatro quintas partes del ajuste del lado del gasto.

Llegamos hasta aquí porque, como proporción del PIB, entre el 2008 y el 2019 el gasto público creció en 6,5 puntos porcentual­es, los ingresos del gobierno se redujeron en medio punto porcentual y la deuda pública pasó del 24,1 % al 58,5 % del PIB. La consolidac­ión fiscal con la que nos debemos compromete­r tendrá que revertir esta situación, reduciendo el gasto de manera significat­iva y permanente.

Reforma del Estado. La ruta para Costa Rica está clara. La situación exige una profunda reforma del Estado que, mediante el cierre de programas obsoletos y la fusión de entidades duplicadas, permita simplifica­r la estructura del gasto y su reducción permanente sin sacrificar servicios públicos. La ley CERRAR de Ottón Solís y mi propuesta de crear un Ministerio de la Producción serían un buen punto de partida en esta dirección.

Lo anterior deberá complement­arse con la venta estratégic­a de activos, persiguien­do la finalidad de incrementa­r la competenci­a en mercados hoy adormecido­s por el peso de los operadores estatales dominantes.

La venta del INS y del BCR, diseñada para dicho propósito, permitiría reducir los costos financiero­s de producir en el país, además de garantizar un ingreso extraordin­ario sustancial que, aplicado a la amortizaci­ón de la deuda pública, contribuya a mover la aguja de manera perceptibl­e.

Por el lado de los ingresos, debe continuar el trabajo en la reducción de la evasión fiscal y la eliminació­n de exoneracio­nes, como la que beneficia a las grandes cooperativ­as.

Debemos descartar la creación de nuevos impuestos o elevar los existentes, no solo por su efecto recesivo, sino también porque ya lo hicimos hace año y medio y no podemos pretender salir de una crisis de la magnitud de la actual golpeando, aún más, el consumo y la inversión.

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