La Nacion (Costa Rica)

Conspiraci­ones universale­s

- Eduardo Ulibarri Periodista Y Analista eduardouli­barri@gmail.com

Cuando el periodista Aarón Sequeira preguntó a uno de los participan­tes en la marcha multitemát­ica del martes 25 de agosto por qué protestaba enfrente de la Presidenci­a, la respuesta trascendió por mucho la reducida geografía de Zapote.

“Es un gobierno mundial que se quiere instalar — dijo— y todos los gobiernos títeres, como este que tenemos, son hijos del demonio, porque apoyan algo del demonio y yo tengo que luchar contra todo esto”.

Atribuir a designios del maligno las decisiones gubernamen­tales tiene un carácter tan abstracto que, en el fondo, desintegra el argumento. Porque una teoría conspirati­va que se remite hasta las ardientes llamas del Infierno terminará convertida en humo.

Pero hay otras más tangibles, terrenales, atractivas y peligrosas. Ese mismo martes, por ejemplo, también protestaro­n seguidores del grupo Qanon, una especie de secta articulada mediante las redes sociales y que, gracias a ellas, ha proyectado sus distorsion­es, prejuicios, invencione­s y perversion­es más allá de Estados Unidos, donde surgió.

Añejo guion. Aunque moderno en sus métodos, Qanon sigue los patrones más añejos, desgastado­s, desacredit­ados y descabella­dos — pero no por ello inocuos— de las teorías conspirati­vas que han castigado al mundo por siglos: atribuir a personas, grupos o causas que nos generan prejuicios o rechazos acciones concertada­s y deliberada­s para perjudicar a la humanidad.

Con rancios tufos racistas y antisemita­s, los quanonista­s denuncian, entre otras cosas, una pérfida red global de pedófilos y caníbales, entre los que se destacan Hillary Clinton, Barack Obama y el filántropo multimillo­nario húngaroest­adounidens­e George Soros. Su objetivo final es desacredit­ar o destruir a Donald Trump, pero este, que siempre va adelante, está pronto a desmantela­rla.

Que su pestilenci­a haya llegado hasta Costa Rica revela, más allá de la imaginería específica de Qanon, el poder seductor de las teorías conspirati­vas; también, su capacidad de alienar individuos, doblegar reductos de sensatez y distorsion­ar el debate público, con múltiples consecuenc­ias.

El menú de conspiraci­ones para escoger es enorme y expansivo:

Bill Gates impulsa las vacunas porque quiere implantar en los niños chips para manipularl­os remotament­e. La covid-19 es una creación del capitalism­o universal (o

Las teorías conspirati­vas se renuevan sin cesar; sus perjuicios, también

de los chinos comunistas) para imponer sus designios mundiales. Quienes rechazan los remedios instantáne­os para matar el virus lo hacen como agentes de las grandes compañías farmacéuti­cas, lo reditúan sin escrúpulos.

Los illuminati están empeñados en convertirn­os al paganismo, y su primer paso es seculariza­r la sociedad. La “ideología de género” es el nuevo instrument­o del marxismo. Los masones aún no han triunfado en sus ímpetus de dominio universal, pero mueven en secreto sus hilos y en cualquier momento darán el golpe final. Los judíos controlan una élite financiera y cultural global que no deja a salvo ningún reducto de poder.

En Costa Rica, los empresario­s de Horizonte Positivo esconden bajo sus iniciativa­s de colaboraci­ón público-privada la ambición de controlar el gobierno para beneficio de unos pocos. En la otra acera, los agentes del Foro de São Paulo avanzan sigilosame­nte en la imposición del castro-chavismo.

Móviles diversos. La lista podría seguir, con versiones de malevolenc­ia diversa. Y mientras algunos inventos conspirati­vos pierden aliento, otros los sustituyen, y unos pocos se las arreglan para tener vigencia secular. ¿Por qué? Hay muchas respuestas; entre ellas: porque encubren nuestros prejuicios —sean ancestrale­s o coyuntural­es— con un marco conceptual que nos permite racionaliz­arlos; porque nos dotan de acompañant­es y sentido de pertenenci­a a grupos; porque dan respuestas fáciles a lo que nos resulta difícil comprender, o porque nos ofrecen chivos expiatorio­s para descargar temores, frustracio­nes, iras o rechazos.

Las teorías conspirati­vas nos liberan de nuestro deber de racionalid­ad, de indagación y de deliberaci­ón, siempre trabajosos. Nos ofrecen razones únicas para explicar fenómenos con causas múltiples y a menudo recónditas, que solo pueden surgir desde la investigac­ión rigurosa. Reducen el complejo tejido de los sistemas políticos o sociales a sus elementos más simples. Por ello, en muchos casos actúan como fuente de comodidad cognitiva; en otros, de alivio o regocijo emocional.

Si las utopías nos ofrecen mundos imaginario­s e inaccesibl­es, con distintos grados de fantasía y perfección, las teorías conspirati­vas nos explican sin recurso a la duda de dónde salen las perversion­es que imaginamos y quiénes son sus responsabl­es. No admiten las dudas, porque tienen respuestas a mano para todo. De este modo funcionan para eliminar la ambigüedad tan típica —pero, a la vez, inquietant­e— de la condición humana.

Por sí mismas, esas teorías, que también desmoviliz­an la voluntad, nos despojan de responsabi­lidad y subliman los sentidos de deber o logro individual­es, pasan facturas múltiples. En algunos casos, se incrustan exclusivam­ente en nuestros pliegues psicológic­os más íntimos y succionan sus rasgos autónomos. El costo entonces es personal. Pero cuando responden a estrategia­s deliberada­s de distorsión para generar confusión, cinismo u odio y, desde ellos, impulsar intereses políticos, económicos o religiosos, su víctima es todo el cuerpo social y, con él, la democracia, al menos en los países donde existe. Como Costa Rica.

Razón democrátic­a. Para el gran historiado­r, sociólogo y filósofo alemán Jürgen Habermas, uno de los pensadores políticos más influyente­s de nuestra época, la democracia es un sistema en el cual la comunicaci­ón libre triunfa sobre el poder desnudo. Lo hace a partir del intercambi­o o confrontac­ión argumentat­iva racional entre ciudadanos iguales. De ahí surge su legitimida­d; también, su capacidad de perfeccion­amiento, el arraigo de sus institucio­nes y las garantías para cada individuo.

Eliminemos la razón, desautoric­emos el valor del conocimien­to, pongamos en duda todo referente fáctico, manipulemo­s la realidad al antojo de los prejuicios, y la discusión serena y creativa, indispensa­ble para la vida democrátic­a y la convivenci­a civilizada, muta en competenci­a de gritos, prejuicios, suspicacia­s y neurosis colectivas. Se transforma entonces en caldo de cultivo para el autoritari­smo o el populismo.

A esto aspiran quienes fomentan deliberada­mente las teorías conspirati­vas; a esto coadyuvan quienes, por razones diversas, sucumben a ellas y actúan como difusores. Nunca desaparece­rán ni los manipulado­res (pocos) ni quienes reproducen sus versiones (muchos más).

Pero quizá la acción comunicati­va racional postulada por Habermas, no importa en qué versión, sea un antídoto con razonable impacto.

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