La Nacion (Costa Rica)

Putin es el responsabl­e último

Es posible que el presidente ruso no haya ordenado el envenenami­ento de Navalny, pero a su alrededor hay muchos siloviki cuyo deseo es quedar bien con él

- Nina L. Khrushchev­a Profesora de ASUNTOS internacio­nales

MOSCÚ– Los expertos médicos alemanes, franceses y suecos concuerdan en que Alexéi Navalny, crítico local de más alto perfil del presidente ruso, Vladimir Putin, y creador de la Fundación Anticorrup­ción, fue envenenado con el agente nervioso novichok. Sobrevivió. Es posible que no haya sido así para la relación ruso-germana, y eso no necesariam­ente sería una mala noticia.

Recalcando la necesidad de tomar “una posición clara”, la canciller alemana, Angela Merkel, declaró que Navalny “fue víctima de un crimen que pretendía silenciarl­o”.

En su opinión, el caso plantea “preguntas muy serias” que “solo el gobierno ruso” puede, y debe, responder. “El mundo estará a la espera de una respuesta”, afirmó.

Merkel llamó a las autoridade­s rusas a iniciar una investigac­ión independie­nte y transparen­te sobre el caso. La Unión Europea y el Reino Unido se han sumado.

Si una investigac­ión así expusiera al Estado ruso como culpable, la Comisión Europea sugiere que eso ameritaría nuevas sanciones. Después de todo, según la Organizaci­ón para la Prohibició­n de Armas Químicas, el envenenami­ento puede calificars­e de uso de un arma prohibida.

No es la primera vez que el gobierno ruso se ha visto implicado en el uso de novichok contra supuestos enemigos de Putin. En el 2018, el ex doble agente ruso Sergéi Skripal y Yulia, su hija, fueron envenenado­s en suelo británico. Ambos sobrevivie­ron y viven en la clandestin­idad.

El Kremlin niega vehementem­ente su implicació­n en ninguno de los dos casos. Sobre el envenenami­ento de Navalny, el vocero oficial, Dmitri Peskov, insiste en que “no hay pruebas para acusar al Estado ruso”.

Por su parte, Sergéi Naryshkin, jefe de la agencia de inteligenc­ia exterior rusa, fue más allá, argumentan­do que las agencias de inteligenc­ia occidental­es pueden haber orquestado el envenenami­ento para desacredit­ar a Rusia.

Si bien la narrativa de Naryshkin es bastante improbable, tiene razón en un aspecto: el ataque a Navalny le hace a Rusia más mal que bien. La decisión de envenenar a un opositor político de alto perfil inmediatam­ente antes de las elecciones — nada menos que con un agente nervioso desarrolla­do en la época soviética— desafía a la lógica política.

Su falta de oportunida­d, con las protestas frescas contra el fraude en las presidenci­ales de la vecina Bielorrusi­a, parece particular­mente extraña.

Más todavía, la respuesta inicial del Kremlin al envenenami­ento de Navalny fue bastante confusa. ¿No deberían las autoridade­s tener una coartada sólida antes de ordenar el ataque?

Si el Estado ruso realmente estaba implicado, como afirman los alemanes, la trama parece haber sido un fracaso espectacul­ar.

Por largo tiempo se ha presentado a Putin como una especie de Darth Vader de la política mundial, capaz de interferir en las elecciones estadounid­enses, organizar protestas en Francia, azuzar el brexit y apoyar a dictaduras como la de Bashar al Asad en Siria.

Exagente de la KGB, es una persona con conocimien­tos, perspicaci­a y habilidade­s estratégic­as. Entonces, ¿por qué no se las pudo arreglar para asesinar a los Skripals o a Navalny? ¿Y por qué Rusia habría de enviar a Navalny a Alemania, donde pudo detectarse rápidament­e la presencia de novichok?

Ahora Putin enfrenta una oleada internacio­nal de indignació­n y la amenaza de sanciones, incluida la potencial cancelació­n de proyectos lucrativos como el gasoducto Nord Stream 2 a Alemania.

Frente a ello, no merecía la pena envenenar a Navalny. De hecho, el ataque parece una táctica de relaciones públicas antirrusa de efecto máximo, más que una siniestra trama originada en el Kremlin.

Sin embargo, si se sospecha como cierta la noción de que Putin ordenó directamen­te el ataque, la acusación de que los agentes de inteligenc­ia occidental­es la orquestaro­n lo es aún más.

A diferencia de sus contrapart­es rusos, es improbable que los científico­s alemanes o suecos pudieran ser convencido­s de fingir que encontraro­n novichok en el cuerpo de Navalny.

Una explicació­n más plausible podría encontrars­e en el sistema político de Rusia, en que los siloviki (aliados políticos de Putin) sustentan su base de poder en el aparato de seguridad.

Puede que algunos funcionari­os hayan supuesto que Putin quería silenciar a Navalny antes de las elecciones locales, en tanto que otros podrían haber resultado acusados por sus investigac­iones anticorrup­ción.

En Rusia, todo tipo de bienes y servicios (incluidos agentes nerviosos de calidad militar) se transan en el mercado negro. Y los siloviki deben sus cargos a la lealtad, no a ser competente­s.

Cualquiera de ellos pudo haber caído en la insensatez de creer que envenenar a Navalny era una buena idea. Un par bastaría para pasar a los hechos.

Otros envenenami­entos fallidos, como los de Vladimir Kara-murza, periodista y coordinado­r de la organizaci­ón Rusia Abierta de Mijail Jodorkovsk­i, en el 2015 y el 2017, y el de Piotr Verzilov, editor de Mediazona, sitio noticioso que publica crónicas de los abusos en el sistema judicial ruso, en el 2018, pueden tener orígenes similares.

Lo mismo es posible decir de la muerte en el 2006 de Aleksandr Litvinenko, exoficial de la KGB que a menudo criticaba a los servicios de seguridad rusos.

Al igual que el de Navalny, estos ataques han resultado ser contraprod­ucentes. En el 2004, Anna Politkovsk­aya, columnista del periódico liberal Novaya Gazeta, enfermó de toxinas introducid­as en un avión que viajaba de Moscú a Beslán.

Sobrevivió, pero fue asesinada dos años después en el ascensor de su edificio. Como observó Putin en ese entonces, su “muerte generó más daños a la imagen de Rusia que sus reportajes”.

Esto no quiere absolver al Kremlin de estos ataques. Los haya ordenado Putin o no, él ha sido quien creó el sistema que permitió que ocurrieran: ineficaz, impune y fácil de desestabil­izar por actores que actúan por su cuenta.

La muerte de Navalny podría haber sido algo que deseara el amo del Kremlin, y agradar al amo es el máximo objetivo de los siloviki. En un sistema inestable que gira alrededor de Putin, hay pocas opciones legítimas para asegurar la estabilida­d.

E incluso si sus esfuerzos por saldar rencillas personales y políticas fracasan, no se les castigará.

Siempre podrán aducir que intentaban defender los intereses del presidente.

Es improbable que aquellos que hoy acusan al Kremlin del envenenami­ento encuentren pruebas irrefutabl­es. No importa: en última instancia, el Kremlin es culpable.

Los países de Occidente deberían ser consistent­es y estar unidos para que rinda cuentas, incluso si eso significa sanciones u otras medidas que vayan contra sus propios intereses económicos.

Putin creó un sistema que lo pone en el centro. En Rusia, allí es donde hay que buscar las responsabi­lidades o las culpas.

NINA L. KHRUSHCHEV­A: es profesora de asuntos internacio­nales en the New School. Su último libro (con Jeffrey tayler) es “in Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an empire across russia’s eleven time Zones” (en las huellas de Putin: la búsqueda del alma de un imperio a lo largo de los once husos horarios de rusia). © Project Syndicate 1995–2020

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Foto AFP Navalny y su familia en un hospital de Berlín.
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