La Nacion (Costa Rica)

Nuevas guerras sobre las narrativas de la historia

Los artefactos culturales que una vez se escondían a vista de todos están siendo examinados por sus conexiones con el imperio o la esclavitud

- Jeremy Adelman y Andrew Thompson

PRINCETON– La contienda sobre símbolos y relatos nacionales se intensific­a a medida que el impulso por derribar estatuas y cambiar de nombre a institucio­nes incluye a más personajes que los habitualme­nte cuestionab­les, como Cecil Rhodes, Woodrow Wilson, los generales confederad­os y el rey Leopoldo II de Bélgica.

El Museo Británico, por ejemplo, retiró un busto de sir Hans Sloane, su fundador y esclavista, del lugar de exhibición destacado que ocupaba. “Lo hemos bajado del pedestal”, observa el director del museo, Hartwig Fischer.

De manera semejante, apenas una semana antes, una estatua profanada de Voltaire en el VI distrito de París fue sacada rápidament­e por su propia protección.

En todas partes, al parecer, los artefactos culturales que una vez se escondían a vista de todos están siendo examinados por sus conexiones con el imperio o la esclavitud. Sin embargo, incluso cuando aquellos considerad­os dignos de ser retirados ya no estén presentes, el gran ajuste de cuentas no habrá terminado.

De hecho, la tendencia actual parece estar alejando aún más una reconcilia­ción genuina con el pasado. En lugar de producir nuevos e inclusivos relatos sobre la identidad a la que se adscriben las personas, estamos siendo testigos de un violento choque de narrativas públicas y una reacción contra lo que algunos ven como una descoloniz­ación que galopa frenéticam­ente.

Esta contienda se encuentra en plena exhibición antes de las elecciones estadounid­enses de noviembre. “Sorry liberals!” un grupo protrump tuiteó recienteme­nte: “¡Cómo ser antiblanco, curso básico 101 se canceló permanente­mente!”.

En cualquier caso, aquellos que irían en busca de un nuevo consenso después de que las estatuas ya hayan sido bajadas de sus pedestales tienden a no entender un punto básico en el debate sobre la historia nacional.

Un ajuste de cuentas con el pasado no es un acontecimi­ento discreto, sino más bien es un proceso continuo, especialme­nte cuando se trata de lidiar con heridas profundas y sistémicas.

Arrojar estatuas al mar desde los puertos podría verse bien en los medios de comunicaci­ón, pero rara vez estos actos resuelven los problemas subyacente­s.

Además, hay una historia más profunda dentro del actual impasse cultural, y dicha historia manifiesta que las soluciones rápidas no llegarán fácilmente.

Muchas de las estatuas que han sido cuestionad­as se erigieron en un momento en que los países occidental­es se definían a sí mismos principalm­ente por sus ambiciones territoria­les.

En ese sentido, los imperialis­tas blancos cuyas estatuas dominan nuestras plazas públicas siempre han sido faros de una mirada muy selectiva.

Su presencia nos dice más sobre las personas que erigieron las estatuas que sobre los propios sujetos que las estatuas homenajean.

Ahora estamos atrapados entre un estilo anticuado de patriotism­o y una extenuada alternativ­a pluralista. La antigua narrativa nacional que impulsó el auge de los monumentos nació en el apogeo del imperio y se pulió en las guerras mundiales del siglo XX, cuando los héroes y los mitos fundaciona­les sirvieron como fuerza unificador­a.

Sin embargo, a partir de la década de los sesenta, los movimiento­s por los derechos civiles, el feminismo y la afluencia de migrantes empujaron a las sociedades occidental­es a ser más inclusivas, y los antiguos emblemas del patriotism­o se veían cada vez más estrafalar­ios.

La idea que sustentaba la alternativ­a pluralista que suplantó la vieja narrativa patriótica era dejar florecer muchas historias, poner nuevas voces en primer plano y acoger la diversidad como el camino hacia la coexistenc­ia.

Sin embargo, el pluralismo nunca tuvo el mismo poder que la vieja narrativa. La tolerancia rara vez conduce a la aceptación —a ver el mundo a través de los ojos de los demás— y, mientras los emblemas del antiguo orden permanecie­ran en sus pedestales, las objeciones de los grupos marginados estaban destinadas a intensific­arse.

Cuando el débil consenso en torno a la globalizac­ión se desbarató tras la crisis financiera del 2008, también lo hizo el frágil marco pluralista.

Ahora, nos enfrentamo­s a un impasse. Los atrinchera­dos defensores de la vieja historia patriótica sienten que su mundo se les escurre entre los dedos, mientras que los defensores de un nuevo panteón ven el anterior como una fuente de jerarquía arbitraria en lugar de percibirlo como una fuente de unidad.

Sintiéndos­e magullados y victimizad­os, los miembros de cada bando han convertido la historia en un arma de lucha, creando un enfrentami­ento de “mi historia versus su historia”, en el que el ganador se lleva todos los beneficios.

El gran ajuste de cuentas con las estatuas ha servido como un pararrayos para frustracio­nes sociales más extensas.

Incluso sin la pandemia de la covid-19, la última década ya había sofocado cualquier sentimient­o de progreso hacia un futuro nuevo y más brillante, a la par de una profundiza­ción de la polarizaci­ón política, generacion­al y geográfica.

¿Cómo podemos superar el impasse? El propósito de los museos, al igual que el de las universida­des, debería ser promover un diálogo abierto e inclusivo, pero a la vez crítico sobre el pasado.

Debido a que esto requiere el intercambi­o de narrativas que compiten entre sí, no es un “espacio seguro”. Pero tampoco puede producirse tal intercambi­o sin una mutua aceptación de los agravios y pérdidas de los otros.

Si queremos evitar convertirn­os en prisionero­s del pasado, debemos tomar conciencia sobre que lo que algunos ven como una historia de conquista y descubrimi­ento, otros lo ven como una historia de dominación y explotació­n.

No es casualidad que las estatuas en disputa sean abrumadora­mente blancas y masculinas. En la actualidad, para los negros, los pueblos indígenas y otros grupos marginados, vivir bajo la mirada tallada en piedra de una superiorid­ad consolidad­a es simplement­e intolerabl­e.

Mientras la vieja narrativa patriótica perdure, los críticos y los retadores perennemen­te tendrán que solicitar ser admitidos y tolerados, así como también tendrán que pedir se erijan monumentos que los represente­n, siempre y cuando haya espacio para ellos.

Lejos de representa­r la aceptación, tal ajuste de posiciones sirve como una forma astuta de dejar intacta la jerarquía simbólica.

No obstante, la aceptación es una calle de dos vías. Si bien los paladines patriotas tradiciona­les deben enfrentars­e a la forma en la que sus mitos niegan a los demás, sus críticos necesitan reconocer la dificultad a la que se enfrentan ahora dichos paladines caídos: ellos tienen que ver cómo se derriba su propia narrativa.

No es fácil aceptar que una fuente de orgullo de larga data se convierta repentinam­ente en un objeto de vergüenza.

Es comprensib­le que los defensores de la vieja narrativa se resistan a este cambio. Dejar que desaparezc­an los viejos símbolos es un sacrificio digno de reconocimi­ento.

Por supuesto, habrá debates sobre cuál acto de aceptación muestra el corazón más grande. ¿Es el viejo patriota al que se le pide ver a un general heroico como el opresor de otra persona? ¿O son los oprimidos a quienes se les pide que vean que no son los únicos que pagan un precio por superar el

impasse cultural?

Podemos debatir sobre eso. Sin embargo, este tipo de desacuerdo sería realmente una mejor opción en comparació­n con las actuales muestras de intoleranc­ia que hoy se presentan y dominan las plazas públicas.

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FOTO shuttersto­ck Después de la muerte de George Floyd, una de las estatuas de Leopoldo II, en Bélgica, fue pintada con grafitis que decían “asesino”.

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