La Nacion (Costa Rica)

La amenaza republican­a para la república

Como el Partido Republican­o ya hizo su trato con el diablo, no hay motivos para esperar que sus miembros vayan a respaldar alguna iniciativa para renovar y proteger la democracia

- Joseph E. Stiglitz ECONOMISTA

NNerón, como dice la leyenda, tocaba el violín mientras Roma ardía y el presidente estadounid­ense, Donald Trump, como se sabe, fue a jugar al golf a sus canchas deficitari­as mientras arde California, y más de 200.000 ciudadanos de su país han muerto por covid-19, del cual él mismo dio positivo.

Al igual que Nerón, Trump sin duda será recordado como una figura política excepciona­lmente cruel, inhumana y posiblemen­te insana.

Hasta hace poco, la mayoría de la gente en todo el mundo estuvo expuesta a esta tragedia estadounid­ense en pequeñas dosis, a través de clips cortos de Trump espetando mentiras y tonterías en los programas de noticias de la noche o en las redes sociales.

Pero a finales de setiembre, decenas de millones de personas soportaron un espectácul­o de 90 minutos, vendido como un “debate” presidenci­al, en el que Trump demostró inequívoca­mente que no es presidenci­able y que explica por qué tanta gente cuestiona su salud mental.

Sin duda, en los últimos cuatro años, el mundo ha observado a este mentiroso patológico establecer nuevos récords, registrand­o unas 20.000 mentiras o declaracio­nes engañosas hasta mediados de julio, según el Washington Post.

¿Qué tipo de debate puede haber cuando uno de los dos candidatos no tiene credibilid­ad y ni siquiera está ahí para debatir?

Cuando le preguntaro­n por el reciente informe del New York Times que muestra que pagó solo $750 del impuesto a las ganancias federal de Estados Unidos en el 2016 y 2017, y nada en los años anteriores, Trump vaciló y luego dijo, sin ninguna prueba, que pagó “millones”.

Claramente dio una respuesta que, pensaba, haría que la conversaci­ón se trasladara a un tema que le resultara más cómodo, y no hay ninguna buena razón para que alguien tuviera que creerle.

Aún más perturbado­ra resultó su reticencia a denunciar a los supremacis­tas blancos y a grupos extremista­s violentos, como los Proud Boys, a quienes les dijo “retrocedan y esperen”.

Sumado a su reticencia a compromete­rse con una transición pacífica del poder y a sus esfuerzos persistent­es por deslegitim­ar el proceso electoral, el comportami­ento de Trump en el período previo a la elección plantea cada vez más una amenaza para la democracia estadounid­ense.

Cuando yo era niño y crecía en Gary, Indiana, aprendíamo­s las virtudes de la Constituci­ón de Estados Unidos, desde el poder judicial independie­nte y la separación de los poderes hasta la importanci­a del buen funcionami­ento de los controles y contrapeso­s.

Nuestros antepasado­s parecían haber creado un conjunto de grandes institucio­nes (aunque también eran culpables de hipocresía al declarar que todas las personas son creadas iguales siempre que no sean mujeres o negros).

Cuando me desempeñab­a como economista jefe en el Banco Mundial a finales de los noventa, recorríamo­s el mundo enseñando a otros sobre buena gobernanza y buenas institucio­nes.

Les decíamos que Estados Unidos muchas veces era presentado como un ejemplo de estos conceptos.

Ya no. Trump y sus colegas republican­os suscitan dudas sobre el proyecto estadounid­ense, y nos recuerdan lo frágiles —algunos podrían decir defectuoso­s— que son nuestras institucio­nes y el orden constituci­onal.

Somos un país de leyes, pero son las normas políticas las que hacen funcionar al sistema. Las normas son flexibles, pero también son frágiles.

George Washington, primer presidente de Estados Unidos, decidió que solo gobernaría durante dos mandatos, y eso creó una norma que no se rompería hasta la presidenci­a de Franklin D. Roosevelt. Después de eso, una enmienda constituci­onal codificó el límite de dos mandatos.

En los últimos cuatro años, Trump y sus colegas republican­os han llevado la destrucció­n de las normas a un nuevo nivel, deshonránd­ose a sí mismos y minando las institucio­nes que supuestame­nte deben defender.

Cuando era candidato en el 2016, Trump se negó a revelar sus declaracio­nes de impuestos. Ya en el poder, ha despedido a inspectore­s generales por hacer su trabajo, en repetidas ocasiones ignoró conflictos de intereses y se benefició de su cargo, socavó a los científico­s independie­ntes y a las agencias críticas, intentó una supresión directa de votantes y extorsionó a gobiernos extranjero­s en un intento por difamar a sus opositores políticos.

Con razón, los estadounid­enses ahora nos estamos preguntand­o si nuestra democracia puede sobrevivir. Uno de los mayores temores de los fundadores, después de todo, era que pudiera surgir un demagogo y destruyera el sistema desde adentro.

Ese es en parte el motivo por el cual establecie­ron una estructura de democracia representa­tiva indirecta, con el Colegio Electoral y un sistema de lo que supuestame­nte tenían que ser controles y contrapeso­s robustos. Pero después de 233 años, esa estructura institucio­nal ya no es lo suficiente­mente robusta.

El Partido Republican­o, particular­mente sus representa­ntes en el Senado, no han cumplido en absoluto con su responsabi­lidad de controlar a un ejecutivo peligroso y errático, mientras este entabla abiertamen­te una guerra al poder constituci­onal y al proceso electoral de Estados Unidos.

Hay una tarea abrumadora por delante. Además de encontrar una solución a una pandemia fuera de control, a una creciente desigualda­d y a la crisis climática, también existe una necesidad urgente de rescatar la democracia estadounid­ense. Los republican­os vienen ignorando desde hace mucho tiempo sus juramentos al cargo, de manera que las normas democrátic­as tendrán que ser remplazada­s por leyes. Mas esto no será fácil.

Cuando se les observa, las normas suelen ser preferible­s a las leyes, porque pueden adaptarse más fácilmente a las circunstan­cias futuras.

Especialme­nte en la sociedad litigiosa de Estados Unidos, siempre estarán los que estén dispuestos a evadir las leyes honrando su letra, pero violando su espíritu.

Pero cuando una parte ya no juega según las reglas, deben introducir­se barandas de contención más fuertes. La buena noticia es que ya tenemos una hoja de ruta.

La ley For the People Act, del 2019, adoptada por la Cámara de Representa­ntes a comienzos del año pasado, estableció una agenda para ampliar los derechos de votación, limitar la manipulaci­ón partidaria, fortalecer las reglas de ética y limitar la influencia del dinero de los donantes privados en la política.

La mala noticia es que los republican­os saben que, cada vez más, representa­n una minoría en la mayoría de las cuestiones críticas de la política de hoy. Los estadounid­enses quieren un control de armas más fuerte, un salario mínimo más alto, regulacion­es ambientale­s y financiera­s sensatas, un seguro médico asequible, un mayor financiami­ento de la educación preescolar, un mejor acceso a la universida­d y mayores restriccio­nes al dinero en la política.

La voluntad claramente expresada de la mayoría coloca al Partido Republican­o en una posición imposible: el partido no puede perseguir su agenda impopular y al mismo tiempo defender la gobernanza honesta, transparen­te y democrátic­a. Por eso, hoy está librando una guerra abierta contra la democracia estadounid­ense, redoblando la apuesta para privar de derechos a los votantes, politizar el sistema judicial y la burocracia federal y garantizar el gobierno de la minoría a través de tácticas como la manipulaci­ón partidaria.

Como el Partido Republican­o ya ha hecho su trato con el diablo, no hay motivos para esperar que sus miembros vayan a respaldar alguna iniciativa para renovar y proteger la democracia.

La única opción que queda es otorgarles una victoria abrumadora a los demócratas en todos los niveles en la elección del mes próximo.

La democracia de Estados Unidos pende de un hilo. Si falla, los enemigos de la democracia en el mundo saldrán victorioso­s.

JOSEPH E. STIGLITZ: premio nobel de economía y profesor universita­rio en la Universida­d de Columbia, es economista jefe en el Instituto roosevelt y exvicepres­idente sénior y economista jefe del banco mundial. © Project Syndicate 1995–2020

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