Agonía del penal fallido
Errar un penal se cuenta entre las experiencias más traumáticas que puede vivir un futbolista.
¿Peor que le ocurra eso? Quizás un autogol, o una pifia inconcebible del guardameta (¿qué tal un autogol ridículo del propio arquero, efectuado en el saque de puerta? ¡Los he visto!).
Después de errar su penal contra Brasil en los cuartos de final del Mundial México 1986, Michel Platini -¡que celebraba ese día su cumpleaños!- dijo que “sintió que la cabeza le giraba”, y que “el regreso al centro del terreno se le había hecho eterno: todo en torno suyo asumía una lentitud pastosa, como si estuviese sumergido en el agua”.
Es un sentir que, creo, todos podemos comprender.
El técnico argentino Bilardo propuso una idea que merece reflexión: en las tandas de penales se le permitiría a cada hombre caminar desde el centro del terreno hasta el punto fatídico, acompañado por alguno de sus correligionarios, a fin de que la experiencia fuese menos solitaria.
Sí, ya lo creo que la sugerencia amerita ponderación.
Después de la final de la
Copa de Campeones de Europa 2001, entre el Bayern Múnich y el Valencia, decidida por penales después de empate 1-1, el portero alemán Oliver Kahn hizo declaraciones sorprendentemente afines a las de Platin.
El nerviosismo era tal, que “se sentía completamente sordo, no oía el clamor del estadio, veía todo en cámara lenta, como si estuviera sumergido en una piscina, y experimentaba la sensación de estar entrando en un túnel interminable”.
La descripción es aterradoramente vívida: por poco, un estado alterado de la conciencia.
Un bello gesto ético: tan pronto el Bayern prevaleció, tras el penal malogrado de Pellegrino, Kahn corrió a consolar a su devastado colega del Valencia, Santiago Cañizares.
Esto también es fair play: no solamente juego limpio, sino también, juego justo, noble y, sobre todo, generoso.
Sí, fallar un penal es una especie de muerte, de catalepsia, una suspensión del tiempo, que se eterniza en el presente atroz del fracaso.