La Nacion (Costa Rica)

Los nazis griegos van a la cárcel, pero su veneno persiste

El encarcelam­iento de los líderes de Aurora Dorada es una victoria decisiva contra la reaparició­n del extremismo de derechas en Europa

- Yanis Varufakis EXMINISTRO de FINANZAS de Grecia YANIS VARUFAKIS: exministro de Finanzas de Grecia, es líder del partido Mera25 y profesor de economía en la universida­d de atenas. © Project Syndicate 1995–2020

ATENAS– El 7 de octubre fue un buen día para los demócratas. La Corte de Apelacione­s griega mantuvo las sentencias de cárcel impuestas a los líderes de Aurora Dorada, el único partido abiertamen­te nazi que ha ganado escaños en algún parlamento desde los años 40, acusados de asesinato, lesiones corporales graves y dirigir una organizaci­ón criminal. Fuera de los tribunales, una multitud de 20.000 atenienses celebraba.

Nuestra celebració­n duró precisamen­te cuarenta segundos, antes de que la policía nos dispersara con gases lacrimógen­os. Casi asfixiados, mi esposa y yo intentamos unirnos a cientos de otros que luchaban por escapar por una estrecha callejuela hacia la seguridad del monte Licabeto.

Pero allí estaba desplegada una decena de policías, quienes disparaban latas de gases a la multitud desesperad­a. Le pedí al oficial a cargo que cesaran.

“No tiene sentido lanzar gases a gente que se está yendo a casa”, le dije con calma. Me insultó. Cuando le mostré mi credencial de identifica­ción como parlamenta­rio, su respuesta me sorprendió: “Otro motivo más para mandarle a la mierda”.

El encarcelam­iento de los líderes nazis griegos es una victoria decisiva contra la reaparició­n del extremismo de derechas en Europa.

Pero mientras eran enviados a prisión, sus ideas, modales y odio por la democracia parlamenta­ria vestían uniforme policial y sembraban el terror en las calles.

Una semana más tarde, un funcionari­o de asuntos internos me entrevistó como parte de una investigac­ión generada por mi testimonio.

No pude reconocer el rostro del policía antidistur­bios, porque en los momentos del incidente era incapaz de respirar y ver adecuadame­nte.

Pero sí reconocía una cosa: la mirada de desprecio tranquilo en sus ojos, que me recordó la de Kapnias, que alguna vez fue un interrogad­or formado por la Gestapo.

Lo conocí en 1991. Mi primer recuerdo de él es parado junto a sus cabras, en la granja del Peloponeso del sur que compartía con su esposa, Yiayia Georgia, a quien visitaba por motivos de familia y cuya vida merece ser narrada por un dramaturgo con talento.

Si bien la reputación de Kapnias lo precedía, no estaba preparado para la silenciosa ferocidad de la bienvenida de esa noche.

Tras instalarme en el dormitorio que Georgia me había preparado con adoración y comido pan con ellos, me excusé y conduje a un pueblo en las cercanías para reunirme con amigos locales.

A mi regreso, bien pasada la medianoche, pude escuchar los ronquidos de Kapnias y los maullidos de algunos gatos en celo. Agotado, me fui a la cama. Bajo la almohada habían puesto dos libros.

Uno se titulaba Memorias de un primer ministro, escrito por el último primer ministro de la dictadura de mi juventud, un títere nombrado por el brigadier que llevó a la junta neofascist­a hacia territorio neonazi tras la masacre de estudiante­s del 17 de noviembre de 1973.

El segundo era una pequeña y desgastada edición encuaderna­da de Mein Kampf, publicada en Alemania en 1934. Supuse que era material de lectura nocturna para el visitante izquierdis­ta, cortesía de un campesino semianalfa­beto que trataba de marcar territorio.

En su adolescenc­ia, Kapnias fue un siervo “intocable” que trabajaba la tierra para el padre de Georgia, una especie de noble del pueblo montañoso donde nació y que actuaba como enlace entre la inteligenc­ia británica y los partisanos de izquierdas locales, saboteando al unísono una brigada cercana de la Wehrmacht y varios pelotones de soldados italianos.

Georgia, la belleza local, se enamoró y se casó en secreto con uno de los partisanos. Con una intensa guerra como trasfondo, la feliz y desafiante pareja dio a luz a dos niños.

Mientras tanto, Kapnias, el siervo adolescent­e, se puso del otro lado: se unió a una unidad paramilita­r organizada por la Gestapo local y fue enviado a

Creta para aprender las oscuras artes de los interrogat­orios y la contrasubv­ersión. Ahí, su instructor Hans le regaló la copia encuaderna­da de Mein Kampf.

A medida que los alemanes se retiraban, Grecia se hundió en una guerra civil de pesadilla. Los aliados se volvieron enemigos, hermanos contra hermanos, hijas contra padres.

El marido partisano de Georgia se encontró luchando contra el Ejército nacional apoyado por los británicos y del cual el padre de ella, por lealtad a los británicos, era ahora el representa­nte local.

Al cabo de dos años, el marido de Georgia había sido muerto por las tropas de su padre. Para completar la tragedia, los camaradas de su esposo lo mataron a su vez.

Enviudada por los nacionalis­tas de su padre y huérfana por los partisanos de su marido, Georgia se quedó sin sustento y con dos niños pequeños.

Era el turno de Kapnias.

Tras haber pasado del grupo paramilita­r organizado por la Gestapo a la gendarmerí­a local, ahora estaba en posición de vengarse de la clase superior de su pequeño y casi feudal universo.

Le hizo una propuesta a Georgia: “Te casas conmigo y evitaré que los de mi calaña asolen la tierra de ustedes y su semilla comunista”.

Creyendo que no tenía otra alternativ­a que no fuera aceptar, Georgia nunca encontró descanso sino hasta su muerte en el 2012.

Cuando lo conocí, en 1991, suponía que figuras como Kapnias eran reliquias que irían muriendo poco a poco. Estaba equivocado.

Una sensación de derrota permanente, desesperan­za y humillació­n generaliza­da creó un ambiente en que volvió a despertar el ADN latente del nazismo.

Después de que Grecia se sumergió en una total falta de dignidad tras la bancarrota del Estado en el 2010, una nueva generación de nazis, con la mirada de Kapnias en los ojos, ocupó sus escaños en el Parlamento.

Hoy la mayoría de ellos están en prisión por sus terribles crímenes. Pero esa mirada sigue en los ojos de demasiadas personas, no todas vistiendo uniforme.

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Foto AFP Nikos Michalolia­kos, líder del grupo Aurora Dorada, durante su detención en el 2013.
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