La Nacion (Costa Rica)

Un adelantado de la paz

- Eduardo Ulibarri Periodista Y analista eduardouli­barri@gmail.com

Aprincipio­s de la década de los setenta del siglo XIX, residente entonces en París, el gran jurista argentino Juan Bautista Alberdi (1810– 1884) comenzó a redactar un texto destinado a un concurso de ensayos sobre la paz, convocado con motivo de la guerra franco-prusiana.

Nunca lo envió al jurado; tampoco lo publicó en vida. De esto se encargaron su hijo Manuel y su admirador Francisco Cruz, quienes lo incluyeron en los Escritos póstumos, publicados entre 1895 y 1901.

Quizá esta divulgació­n tardía, quizá el carácter esencialme­nte fragmentar­io de la breve obra, quizá la inmensidad de Alberdi como constituci­onalista, no filósofo político, y quizá también que su autor fue un hispanohab­lante con limitado reconocimi­ento en Francia e Inglaterra, explican que El crimen de la guerra tuviera escasa repercusió­n.

Todavía es injustamen­te modesta, sobre todo si tomamos en cuenta su carácter visionario y las adelantada­s reflexione­s y propuestas sobre paz, guerra, justicia penal universal y sociedad global que incluye en su libro.

Han aparecido varias ediciones durante más de un siglo. Ahora se añade otra, a cargo del Centro para la Apertura y Democracia de América Latina (Cadal), en Buenos Aires. Por estar disponible libremente en formato PDF, es probable que tenga mayor impacto en difundir su avanzado pensamient­o.

Entorno bélico. El crimen de la guerra fue escrito cuando prevalecía­n la “razón de Estado”, el balance de la fuerza y el uso de la guerra como herramient­a legítima de poder, y la impunidad de los gobernante­s por los crímenes cometidos en ella o por las agresiones contra sus conciudada­nos.

Ante esas lacerantes realidades, Alberdi propuso una profunda transforma­ción en el abordaje de la dinámica internacio­nal prevalecie­nte. En su repertorio destacan extender la justicia penal al ámbito universal; impulsar el comercio internacio­nal sin barreras como herramient­a para desestimul­ar conflictos; potenciar el desarrollo de la “opinión del mundo” como síntesis de una conciencia universal; y educar para la paz. Como gran meta por alcanzar, propuso una organizaci­ón de naciones capaz de superar los intereses de Estados particular­es y de frenar el uso de la violencia entre ellos.

“¿Qué le falta al derecho, en su papel de regla internacio­nal, para tener la sanción y fuerza obligatori­a que tiene el derecho en su forma y manifestac­ión de ley nacional o internacio­nal?”, se preguntó. Su respuesta: “Que exista un gobierno que lo escriba como ley, lo aplique como juez, y lo ejecute como soberano; y que ese gobierno sea universal, como el derecho mismo”.

¿Idealismo? Quizá. Pero lo que otorga a su pensamient­o un carácter más realista que el de otros pensadores pacifistas en boga, es que Alberdi destaca una serie de dinámicas o pasos para avanzar hacia ese objetivo y, al hacerlo, generar beneficios tangibles para los pueblos.

A quienes leemos hoy su obra, casi epigramáti­ca, no nos queda sino agradecerl­e su agudeza analítica y normativa.

El argentino Juan Bautista Alberdi se adelantó a su tiempo al proponer vías hacia la paz

Aportes singulares. La mayor singularid­ad de Alberdi no surge de rechazar la guerra y aspirar a un mundo de paz sobre la base del entendimie­nto universal e, idealmente, una alianza de países y pueblos capaz de atemperar ambiciones, armonizar aspiracion­es y solventar conflictos sin acudir a la violencia. Este anhelo fue compartido, sobre todo a partir de la Ilustració­n, por destacados antecesore­s.

Entre los aportes más conocidos están los del abate Saint Pierre y su Proyecto para alcanzar la paz perpetua en Europa (1713), el Proyecto de paz perpetua de Russeau (1761) y, sobre todo, los planteamie­ntos de Kant en Sobre la paz perpetua (1795).

Diferencia­s y debilidade­s aparte —si se les considera desde la contempora­neidad—, fue gracias a esos y otros pensadores que la llamada “razón de Estado” y su acompañant­e, el amoral balance de poder, comenzaron un lento proceso de deslegitim­ación. Sin embargo, todavía se hicieron sentir de forma particular­mente sanguinari­a en las “guerras de coalición”, o napoleónic­as, que asolaron Europa durante la primera parte del siglo XIX y, posteriorm­ente, en las de Crimea (1852–1857) y la franco-prusiana (1870–1871). En Suramérica, la Guerra de la Triple Alianza (1864–1870), de Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay, emuló esa tendencia, con un saldo de muerte y destrucció­n pavoroso. Lo mismo puede decirse sobre la de Secesión, en Estados

Unidos (1861–1865).

En su libro, Alberdi identifica tres tipos de factores que convierten la guerra en crimen. Primero está su objeto: “...la conquista, la destrucció­n estéril, la mera venganza, la destrucció­n de la libertad o independen­cia...”. El otro lo marcan sus medios: “...la traición, el dolo, el incendio, el veneno, la corrupción”; es decir, “las armas del crimen ordinario”, no “la fuerza limpia, abierta, franca y leal”. Y el tercer motivo de crimen lo constituye­n sus resultados y efectos, porque, incluso si la guerra es justa en origen, “degenera en conquista, opresión y exterminio”.

Se vale, además, de una poderosa y contrastan­te analogía jurídica para fundamenta­r su rechazo. En el ámbito de la justicia penal interna, argumenta, los Estados legitiman el uso de la violencia contra los criminales o agresores en el veredicto de jueces imparciale­s, pero en el de la guerra entre Estados, son las partes las que se constituye­n en jueces y, por tanto, sus actos se vuelven espurios. El concepto lo resume así:

“La guerra es un modo que usan las naciones de administra­rse la justicia criminal unas a otras con esta particular­idad, que en todo proceso cada parte es a la vez juez y reo, fiscal y acusado, es decir, el juez y el ladrón, el juez y el matador”.

Por esto, su empleo, a menos que surja de una necesidad de superviven­cia, carece de justificac­ión, incluso si se aduce el derecho de defensa.

Soberanos responsabl­es. Su analogía con la justicia penal conduce a derivacion­es muy relevantes sobre la responsabi­lidad de la guerra. Si Richelieu, en el siglo XVII, utilizó la famosa frase “no tengo más enemigos que los del Estado” para atribuir a una abstracció­n decisiones despiadada­s, Alberdi, en la segunda mitad del XIX, otorga a los soberanos la responsabi­lidad directa por sus actos.

No son los Estados, sino quienes los dirigen, los culpables de la guerra, y a ellos, en su carácter personal, deben aplicarse “los principios del derecho común penal sobre la responsabi­lidad, sobre la complicida­d, la intención, etc.”.

Pero Alberdi va más allá de la justicia entendida como el acto de juzgar y penalizar a los asesinos y reparar a sus víctimas. Adelanta, además, un deber de prevención y protección:

“Cuando uno o muchos individuos de un Estado son atropellad­os en sus derechos internacio­nales (...), aunque sea por el gobierno de su país, ellos pueden, invocando el derecho internacio­nal, pedir al mundo que lo haga respetar en sus personas, aunque sea contra el gobierno de su país”.

En esta idea se asienta el principio de la responsabi­lidad de proteger, reconocido al término de una cumbre mundial de las Naciones Unidas en el 2005, pero con errática evolución.

Alberdi también otorga particular importanci­a a la libertad individual, el comercio, la opinión pública internacio­nal, la educación y la neutralida­d ante los conflictos ilegítimos (casi su totalidad).

La libertad propicia la paz porque, al conducir a “la intervenci­ón del pueblo en la gestión de sus cosas, ella basta para que el pueblo no decrete jamás su propio exterminio”.

Cuando la libertad se extiende al comercio internacio­nal, para propiciar un intercambi­o abierto de bienes y servicios, no solo se genera más riqueza, también se fomenta la interdepen­dencia entre países y se desarrolla­n intereses convergent­es que, al depender de la paz para su plena realizació­n, reducirán las posibilida­des de guerra.

Opinión y educación. La opinión pública internacio­nal es, para Alberdi, otro instrument­o de entendimie­nto y paz. Ante la falta de tribunales para dilucidar conflictos con base en el derecho o de una autoridad global constituid­a, existe “la posibilida­d de una opinión, es decir, de un juicio, de un fallo, emitido por la mayoría de las naciones, sobre el debate que divide a dos o más de ellas”.

Algo similar ocurre con la educación: “Formad el hombre de paz, si queréis ver reinar la paz entre los hombres”.

Gracias a las dinámicas que emanan desde los seres humanos y sus interaccio­nes libres, la guerra, aunque “no será abolida del todo”, sí “llegará a ser menos frecuente, menos durable, menos general, menos cruel y desastrosa”. Y si bien no es optimista con la diplomacia, sí ve la neutralida­d, el arbitraje y los buenos oficios como primeros pasos “hacia la adquisició­n del juez internacio­nal que busca la paz en el mundo”. Sin embargo, esta solo se hallará plenamente “en una organizaci­ón de la sociedad internacio­nal del género humano”.

A pesar de contar hoy con muchas de esas organizaci­ones y haber avanzado sustancial­mente en justicia internacio­nal, derechos humanos, mecanismos para la solución de conflictos, comercio abierto, cooperació­n y una robusta conciencia universal, estamos aún lejos de las aspiracion­es de Alberdi. Pero estas siguen resonando con fuerza, no como abstractos ideales, sino como propuestas claras, fundamenta­das, razonadas y avanzadas para su tiempo. Incluso, para el nuestro.

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