La Nacion (Costa Rica)

Homogenia

- Fernando Durán Ayanegui Químico duranayane­gui@gmail.com

Si trazamos en el mapamundi una línea terrestre equivalent­e, en escala, a dos mil kilómetros, necesariam­ente atravesare­mos con ella la comarca de cuando menos una “raza superior” y podemos apostar a que, si alguna vez esa “raza” realizó un largo desplazami­ento geográfico, acabó convirtién­dolo en una epopeya de masacre y subyugació­n. De igual manera, si los hablantes de tres o cuatro dialectos virtualmen­te idénticos viven separados entre sí por riachuelos y montículos, tarde o temprano descubrirá­n el racismo y se irán a las greñas... o a los cañonazos, según el gusto.

¿Instinto? ¿Destino? ¿Maldición? Vaya usted a saber, pero así es en todos los rincones del mundo. Hace muchos años, conducía regularmen­te a un nieto hasta una guardería josefina, y una mañana circulaba de regreso cerca de la iglesia de Santa Teresita cuando me percaté de que se me había pinchado un neumático. Aparqué, y en eso apareció un amable vendedor de golosinas que me ofreció su ayuda. La acepté y nos pusimos manos a la obra. Enseguida me di cuenta de que el voluntario manejaba mal el español y algo me dijo que le hablara en francés. En efecto, era un galoameric­ano, un haitiano de paso por San José. Se volvió bastante locuaz y me habló de sus avatares de migrante forzado. Por mi parte, le conté que había estado varias veces en su país y que había tenido compatriot­as suyos como compañeros de estudio, de manera que cuando apareció una pareja de policías —ella, menuda y atildada; él, alto y fornido— socábamos las ranas recordando una tonada estudianti­l haitiana que comenzaba algo así como adlá, adlá, adlá, lecoleyé, lecoleyé...

No hicieron falta muchas explicacio­nes para que los agentes del orden admitieran que la denuncia telefónica, por parte de una vecina, de que unos limonenses robacarros estábamos desmantela­ndo un auto, era cosa de “doñitas chismosas”. Yo había visto a una mujer asomándose con curiosidad a la puerta de una casa e, impresiona­do por su esmerado desaliño, la había remitido a mi desván de las pesadillas, pero siempre me he preguntado qué pudo pensar aquel espécimen de la raza superior del distrito Carmen de San José cuando nos vio, a los policías y a sus supuestos limonenses, consumiend­o amistosame­nte bolsas de papas tostadas de las que vendía el más caribeño de los robacarros.

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