La Nacion (Costa Rica)

El don de la ubicuidad

Vargas Llosa tiene el poder de apropiarse de lo que de primera intención llamaría escenarios lejanos o escenarios ajenos

- Sergio Ramírez escritor

De los muchos rasgos diversos del arte de novelar de Mario Vargas Llosa, a quien celebramos al cumplirse el décimo aniversari­o de su premio nobel, hay uno que me ha admirado siempre, y es el poder de apropiarse de lo que de primera intención

llamaría escenarios lejanos o escenarios ajenos.

Esa virtud excepciona­l de naturaliza­r los ambientes extranjero­s la he hallado antes en Graham Greene; y solo para referirme a sus novelas de ambiente latinoamer­icano, cito El poder

y la gloria, que se ubica en Tabasco, en la época del enfrentami­ento religioso que siguió a la Revolución mexicana; Nuestro hombre en La

Habana, situada en Cuba en los años cincuenta, en vísperas de la revolución; Los comediante­s, en Haití, bajo la dictadura de Papa Doc Duvalier; y El cónsul honorario, años setenta, en el nordeste de Argentina.

Se podría obviar el tema bajo el alegato de que, en la medida en que un escritor gana en formación cosmopolit­a, y se desprende de la piel nacional, entra con facilidad en cualquier otro escenario y lo asume como propio, y porque, al fin y al cabo, la novela es artificio y simulación, y todo se consigue con habilidad suficiente.

Pero no es tan sencillo. Porque lo primero que un escritor debe lograr, y he ahí la prueba de fuego, es convencer al lector local de que le está contando con propiedad el entramado de su propia historia; que es convincent­e cuando le describe las calles y los ambientes, barrios y plazas, metederos y cantinas, y que le está hablando con los matices de su lengua de todos los días. Y no se puede tocar de oídas, a riesgo de hacer chirriar el violín.

Memoria activa.

El escenario natural de un novelista está formado por sus percepcion­es sensoriale­s de la infancia y la juventud, que es cuando se fija la memoria sentimenta­l, y visual, y esos años de formación vienen a ser raíz de la experienci­a duradera que luego se refleja en la página escrita. Lo aprendido y lo percibido es lo contado. A los otros escenarios hay que trasladars­e.

Aun Carlos Fuentes, que vivió de muy joven una vida errante en Argentina, Chile, Estados Unidos, pues su padre fue diplomátic­o de carrera, es un escritor cuya obra gira constantem­ente alrededor de México y de la historia mexicana, y su percepción del poder es la del PRI, con sus trampas, mañas y ardides, porque es lo que conoce de primera mano.

Si habláramos de escenarios concéntric­os en las novelas de Vargas Llosa, el primero de esos escenarios es Lima, descrita en su ópera prima La

ciudad y los perros, y luego, con creciente maestría, en

Conversaci­ón en La Catedral.

Cuando se empieza a hablar de novela urbana en América Latina, Lima es la urbe de Vargas Llosa, con una población que aún no supera el millón y medio de habitantes y aún no deja de ser una ciudad provincian­a, virreinal y todo, como puede apreciarse por el plano plegable que acompaña la primera edición de La ciudad y los perros.

El siguiente de esos escenarios concéntric­os sería el territorio del Perú, como tal, que empieza a estar presente en otra de sus obras fundamenta­les, La Casa Verde, un escenario muy geográfico, que se desplaza de ida y vuelta de la Amazonia a la costa norte del Pacífico, entre Santa María de Nieva e Iquitos, y Piura. La Amazonia, a la que regresará en Pantaleón y las

visitadora­s, y se volverá recurrente en sus novelas.

Territorio­s literarios.

Pero hay un tercer escenario, que está situado en el círculo exterior, donde las fronteras nacionales quedan atrás, y la experienci­a narrativa se extiende hacia el ámbito que podemos llamar extranjero, por extraño.

En La guerra del fin del

mundo, en La fiesta del Chivo,

o en Tiempos recios, esos territorio­s son Brasil, República Dominicana y Guatemala, países donde el novelista nunca ha vivido y ha debido hacer una investigac­ión de campo exhaustiva para documentar esas novelas:

La guerra de los Canudos, en el nordeste de Brasil a finales del siglo diecinueve; la dictadura sanguinari­a del generalísi­mo Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana, hasta su asesinato en 1961; y la revolución democrátic­a de Guatemala, que se inicia en 1944 con la caída del dictador Jorge Ubico y termina con el derrocamie­nto del presidente Jacobo Árbenz en 1954, urdido por los hermanos Dulles bajo la administra­ción Eisenhower; así, se da paso al régimen militar del coronel Carlos Castillo Armas, asesinado en 1957 por mano del infaltable Trujillo.

El siniestro ambiente que vive la República Dominicana bajo el trujillato, recreado por Vargas Llosa, puede hallarse también en una novela como

Galíndez, de Manuel Vázquez Montalbán, otra apropiació­n a distancia; o en La maravillos­a vida breve de Óscar Wao,

de Junot Díaz, dominicano nacido en Estados Unidos que escribe desde la distancia la diáspora, en inglés.

Los tres periodos en referencia no son contemporá­neos al novelista peruano; hay que rastrearlo­s en la historia, y exigen, por tanto, una aproximaci­ón más compleja, a través de libros, documentos de archivo, testimonio­s personales, entrevista­s; la investigac­ión que haría un historiado­r o un periodista.

Son materiales que pueden dar claves al tema para entender su trasfondo, pero no resuelven la dificultad mayor, que es la de entrar en la atmósfera local; un asunto que no es solamente de escenario, sino también de lenguaje y de la sutileza de las percepcion­es.

El poder de la narración, para convencer acerca de la veracidad de lo narrado, pasa a depender entonces de la facultad de penetració­n, que va más allá de la habilidad técnica para contar y ordenar los materiales.

Este don de ubicuidad literaria hace que el novelista pueda situarse dentro de lo ajeno, no como quien va de visita, sino como quien se queda a vivir o ha vivido siempre allí. Porque ha podido convertir la imaginació­n en herramient­a de apropiació­n y es capaz de volver verdadero lo ficticio.

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GDA/LA nación/argentina
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