La Nacion (Costa Rica)

La tragedia transatlán­tica

Estados Unidos y el Reino Unido se encargaron, con una Europa complacien­te viendo cómo sucedía, de acelerar un cambio en la dinámica del poder global

- JOSCHKA FISCHER: ministro de relaciones exteriores y vicecancil­ler de Alemania entre 1998 y el 2005, fue líder del Partido verde alemán durante casi 20 años. © Project syndicate 1995–2020 Joschka Fischer Político ALEMÁN

BERLÍN– Entre el creciente drama chino-estadounid­ense y la persistent­e crisis de la covid-19, el mundo sin duda está atravesand­o un cambio histórico fundamenta­l. Estructura­s aparenteme­nte inmutables que se crearon a lo largo de muchas décadas de repente exhiben un alto grado de maleabilid­ad o simplement­e están desapareci­endo.

En el pasado remoto, los acontecimi­entos sin precedente­s de hoy habrían puesto a la gente en guardia ante señales de un inminente apocalipsi­s. Además de la pandemia y de las tensiones geopolític­as, el mundo también enfrenta la crisis climática, la balcanizac­ión de la economía global y las disrupcion­es tecnológic­as de amplio alcance generadas por la digitaliza­ción y la inteligenc­ia artificial.

Atrás quedaron los días en que Occidente —liderado por Estados Unidos, con el respaldo de sus aliados europeos y otros— gozaba de una primacía política, militar, económica y tecnológic­a incontesta­ble. Treinta años después del fin de la Guerra Fría —cuando Alemania se reunificó y Estados Unidos emergió como la única superpoten­cia del mundo— hablar de un liderazgo occidental ya no es creíble, y el este de Asia, con una China cada vez más autoritari­a y nacionalis­ta al mando, está avanzando velozmente para reemplazar­lo.

Ahora bien, no fue la creciente rivalidad con China lo que debilitó a Occidente. En todo caso, la caída de Occidente ha sido impulsada casi por completo por acontecimi­entos internos a ambos lados del Atlántico, particular­mente — aunque no exclusivam­ente— en el interior del mundo anglosajón. El referendo del brexit y la elección del presidente Donald Trump, en el 2016, marcaron un quiebre definitivo en el compromiso transatlán­tico con valores liberales y un orden global basado en reglas, pregonando el renacer de una obsesión estrecha de miras por la soberanía nacional que no tiene futuro.

El oeste transatlán­tico, concepto encarnado en la creación de la OTAN después de la Segunda Guerra Mundial, fue el resultado del triunfo militar de Estados Unidos y del Reino Unido en los escenarios del Pacífico y Europa. Fueron los líderes de estos dos países los que crearon el orden de posguerra y sus principale­s institucio­nes, desde las Naciones Unidas y el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (el precursor de la Organizaci­ón Mundial del Comercio) hasta el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacio­nal. Así, el “orden mundial liberal” —y, por cierto, “Occidente” en general— fueron enterament­e una iniciativa anglosajon­a, reivindica­da aún más por la victoria en la Guerra Fría.

Sin embargo, en las décadas siguientes, las potencias del mundo anglosajón se han agotado y gran parte de su población ha empezado a añorar el retorno a una mítica era dorada imperial. La perspectiv­a de recuperar la grandeza pasada se ha vuelto un eslogan político exitoso en ambos países. Entre la doctrina de “Estados Unidos primero” de Trump y el esfuerzo del primer ministro británico, Boris Johnson, de “volver a tomar el control”, el denominado­r común es un anhelo por revivir momentos idealizado­s de los siglos XIX y XX.

En la práctica, estos eslóganes representa­n un retroceso contraprod­ucente. Los fundadores de un orden internacio­nal que enaltece la democracia, el régimen de derecho, la seguridad colectiva y valores universale­s ahora lo están desmantela­ndo desde dentro, minando así su propio poder. Y esta autodestru­cción anglosajon­a ha creado un vacío, que conduce no solo a un nuevo orden, sino al caos.

Por supuesto, los europeos —empezando por los alemanes— no están en posición de reclinarse de manera complacien­te o de apuntar con el dedo a los anglosajon­es. Al sacar ventaja en cuestiones de seguridad y simplement­e encogerse de hombros ante excedentes comerciale­s persistent­emente altos, ellos también son responsabl­es del resurgimie­nto nacionalis­ta actual.

Si Occidente —como idea y como bloque político— ha de sobrevivir, algo tendrá que cambiar. Estados Unidos y la Unión Europea serán más débiles solos que como un frente unido. Pero los europeos ahora no tienen otra opción que transforma­r a la UE en un actor de poder genuino por derecho propio. Una grieta profunda se ha abierto entre los europeos continenta­les, que deben aferrarse a la construcci­ón occidental tradiciona­l, y los anglosajon­es, cada vez más nacionalis­tas.

Después de todo, el brexit no tiene que ver realmente con cuestiones pragmática­s de comercio; representa, más bien, un quiebre fundamenta­l entre dos sistemas de valores. Más concretame­nte, ¿qué sucede si Trump es reelegido en noviembre? El Occidente transatlán­tico casi con certeza no sobrevivir­ía los siguientes cuatro años, y la OTAN probableme­nte enfrentarí­a una crisis existencia­l, aun si los europeos aumentaran su gasto en defensa en respuesta a las demandas de Estados Unidos. Para Trump y sus seguidores, el dinero no es el problema. Su principal preocupaci­ón tiene que ver con la supremacía estadounid­ense y la lealtad europea.

En cambio, si el exvicepres­idente de Estados Unidos Joe Biden resulta vencedor, el tono de las relaciones transatlán­ticas segurament­e se volvería más amistoso. Pero no hay manera de regresar a la era pre-trump. Aun en una administra­ción Biden, los europeos no se olvidarían rápidament­e de la profunda desconfian­za que se ha sembrado en estos últimos cuatro años.

Más allá de quién gane en noviembre, Estados Unidos tendrá que lidiar con una Europa mucho más preocupada por su propia soberanía —particular­mente en cuestiones tecnológic­as— que en el pasado. Las interdepen­dencias entrañable­s de los años inmediatam­ente posteriore­s a la Guerra Fría son cosa del pasado. Será necesario reformular la relación y ambas partes tendrán que ajustarse. Europa tendrá que hacer mucho más para salvaguard­ar sus propios intereses y Estados Unidos haría bien en entender que los intereses de Europa pueden divergir de los propios.

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