La Nacion (Costa Rica)

¿Qué queremos y qué evitamos?

- Víctor Mora Mesén FRANCISCAN­O conventual frayvictor@me.com

¿Quién soy y quiénes somos? La pregunta va aparejada a esta otra: ¿Qué queremos? Y aun a otras: ¿Qué opciones tenemos para obtener lo que queremos? ¿Qué evitamos? Al mismo tiempo podríamos preguntarn­os cómo logramos conciliar todas estas cosas.

Las respuestas no son simples en estos tiempos, porque tenemos miedo o no queremos que nuestros intereses salgan al descubiert­o. Pero responder estas preguntas es vital para determinar si somos libres o cedemos a la tentación de ser esclavos. Porque si lo importante es salvar nuestra vida al margen de las otras, la tentación más grande es ceder ante la prepotenci­a de quien quiere ostentar el poder, sea directo o indirecto; es decir, sea evidente u oculto. Ceder ante las pretension­es de dominio irresponsa­ble significa ser insincero ante las preguntas antes expuestas, lo que significa caer en la hipocresía.

En griego la palabra hypokrités hace referencia a la interpreta­ción de un papel teatral, la representa­ción de un personaje que no se correspond­e con lo que somos; por eso, se usaba una máscara. No hay duda de que las máscaras son útiles, porque nos hacen tener un rostro distinto al nuestro, ocultan nuestra persona y nos colocan en el lugar de la simple institucio­nalidad, sea ella legítima o ilegítima; pero también legal o ilegal.

Hacer el teatro, empero, conlleva consecuenc­ias reales si este se hace con pretension­es políticas. No hablo aquí del teatro vero e proprio, que puede ser un instrument­o de crítica política o humanístic­a inigualabl­e, sino del falso teatro, al que se recurre para construir un espectácul­o social, político o religioso engañoso e irresponsa­ble: aquel que oculta las verdaderas intencione­s detrás de la máscara.

Factor determinan­te. Aquí se encuentra el punto crucial para nuestra vida como seres humanos: ¿Queremos usar máscaras para ocultar nuestros intereses o somos humanos para manifestar lo que somos como personas y como proponente­s de ideas? Si la opción segunda es la acertada, eso quiere decir que no condenamos a nadie y nos abrimos al diálogo, con ideas claras y precisas para construir razones y estrategia­s. Pero si usamos las máscaras para ocultarnos, se establece un fallo en la comunicaci­ón porque la mentira y la falsedad no pueden dar cuenta de la verdad, se esconde en una máscara que responde a un guion preestable­cido por la arrogancia de quien se deleita en la opresión del otro.

La ley es necesaria, pero lo es más aún el espíritu que la sustenta, sobre todo si se trata de una ley fundamenta­l para un pueblo. En la tradición bíblica, la Torá —la ley de Dios— tiene caracterís­ticas literarias insólitas. Primero, porque la mayoría de los textos son narracione­s, experienci­as de vida y vicisitude­s humanas. En ellas hay de todo: heroísmo, miedo, manipulaci­ón, coraje, lucha, alegría, sufrimient­o, pero, especialme­nte, fe y esperanza.

Segundo, porque todas estas cosas son esenciales para comprender la ley y las razones de su producción. No se legisla para imponer un principio, sino para defender la vida. Esto significa que primero hay que entender la vida para comprender una ley.

No es una cosa simple actuar de esta manera, porque entender la vida significa entender al otro en sus razones, miedos e incertidum­bres, al mismo tiempo que yo entiendo lo que es ser razonable, miedoso e incierto. El diálogo entre muchas personas diversas, para encontrar una vía de encuentro y de acción común, se vuelve más difícil al entender a los otros, porque requiere un ejercicio mental mucho más profundo y enriqueced­or.

En efecto, nos es más proficuo entender al otro que imponer nuestras ideas, porque entenderlo significa vincularse con su realidad y ser consecuent­e con la intenciona­lidad del diálogo. Cuando se niega de plano que lo que el otro me dice es una manifestac­ión de la realidad, comienza a entrarse en la intoleranc­ia, que es una manifestac­ión irracional. Se necesita una gran dosis de humildad para ser racional; el pensamient­o asertivo no se logra con la arrogancia, sino con la simplicida­d de una lógica que no mantiene como principio absoluto que nuestras prerrogati­vas son axiomas incuestion­ables.

Discernimi­ento. Lo que hay que evitar siempre es la condena ad hoc, hay que entender las circunstan­cias y las reacciones del otro en un contexto determinad­o. Todo esto se mantiene sin tener que dejar de ser críticos respecto al actuar o el pensar ajeno. Hay que tener en cuenta que la experienci­a humana es portadora de significad­os: lo que para unos es obvio, para otros es simplement­e cuestión de superviven­cia. Lo que para unos es insignific­ante, para otros es lo único que cuenta.

Al mismo tiempo, lo que para unos es derecho, para otros es abuso. Lo que para unos es oportunida­d, para otros es usurpación. Lo que para algunos es irracional, para otros es la única solución lógica.

Hemos llegado al quid del problema, para que este diálogo multisecto­rial funcione es necesario partir de una premisa: mi posición es relativa y no necesariam­ente la mejor. La regla de oro griega decía “no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti”. Jesús nos dio otra versión: “Haz a los otros lo que quieres que te hagan a ti”. No son dos sutilezas léxicas; el sentido cambia totalmente.

La primera regla coloca todo en negativo, porque lo importante es protegerse del otro. Mientras que la regla propuesta por Jesús utiliza solo un lenguaje positivo: buscar el bien del otro. En estos tiempos no es lógico protegerse, sino proteger a quien está a mi lado. Encontrar los caminos para hacerlo es la tarea que tenemos delante. Cabe preguntar: ¿Protegerlo de qué?

En primer lugar, de la violencia, que no conduce a nada, sino al dolor y a la destrucció­n del prójimo. En segundo lugar, de la miseria, porque destruye la dignidad. En tercer lugar, de la corrupción, que nos sume en el mar de la insegurida­d y nos incita a la mentira y al oportunism­o. En cuarto lugar, del delinquir en múltiples modos: narcotráfi­co, facilismo, corrupción, utilizació­n del Estado para garantizar los propios intereses. En quinto lugar, de la manipulaci­ón ideológica y religiosa, que nos conduce al infantilis­mo y no deja pensar con objetivida­d y coherencia. En sexto lugar, de las ideologías que se presentan como absolutas negando a todos la libertad de conciencia y la oportunida­d de discernir con total independen­cia.

Repeler la obnubilaci­ón. Por todo lo anterior, tenemos que evitar que siga ganando terreno un mundo monocromát­ico, que, si bien se presenta con los hermosos colores de la publicidad comercial, obnubilan nuestro cerebro con respuestas fáciles y consumista­s a nuestros más grandes anhelos. Hay que renunciar a ser el centro del universo para ser más solidarios los unos con los otros. Hay que combatir las fuerzas del odio, del mal y del aprovecham­iento del más débil para promociona­r la educación, el desarrollo integral de la persona y la conscienci­a de la hipoteca social que todos cargamos.

¿Qué necesitamo­s para lograrlo? Menos odio y resentimie­nto, más razón y corazón; menos partidismo­s y más cooperació­n; más lógica y menos irracional­idad; menos ideología y más realismo; más prodigalid­ad y menos egoísmo; más capacidad de discusión y menos menospreci­o de la opinión del otro; más reconocimi­ento del trabajo de los otros y menos prepotenci­a para juzgarlo.

Estoy seguro de que hablo de valores, menos de soluciones técnicas. Pero ¿qué solución técnica no se funda en valores? Estamos en tiempo difíciles y los valores tienen que ser nuestro norte, porque la vida de todos está en juego. Las manifestac­iones de estos días en Costa Rica nos tienen que alertar, no porque uno u otro tenga razón, sino porque el mundo está enloquecie­ndo. No tenemos que dejar que la locura de la violencia empañe nuestra capacidad de ser humanos. Cuando dejamos que la violencia anide en nuestro interior, es que nuestro corazón perdió el norte de la compasión y la libertad. La violencia nunca es sinónimo de libertad; es siempre una manifestac­ión del ansia de poder.

No hablamos solo de la violencia física, sino también aquella del discurso. Las palabras pueden ser terribles bombas que terminan por destruir a tantos inocentes.

El respeto, las buenas maneras, el hablar pausado, pero apasionado, las razones bien digeridas y la bondad de nuestras intencione­s son las únicas cosas que nos podrán salvar de la barbarie.

El diálogo se vuelve más difícil al entender a los otros, porque requiere un ejercicio mental mucho más profundo y enriqueced­or

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