¿Podrá madurar la humanidad?
Igual que un adolescente, experimentamos un veloz desarrollo de nuestra fuerza y de nuestra capacidad para meternos en problemas
OXFORD– La pan‑ demia de covid‑19 resalta el grado de interconexión de la humanidad. Un único animal infectado, en algún lugar de China, inició una reacción en cadena cu‑ yos efectos, casi un año des‑ pués, todavía reverberan en cada rincón del planeta.
Esto no debería sorpren‑ der a nadie. La historia de las pandemias es un registro de la unificación de nuestra es‑ pecie.
La peste negra siguió las nuevas rutas comerciales que se abrieron entre Euro‑ pa y Asia en la Edad Media, la viruela cruzó el Atlántico con los europeos y devastó las Américas y la pandemia de gripe de 1918 llegó a seis continentes en cuestión de meses, por los avances tecno‑ lógicos en el desplazamiento de bienes y personas.
Cada vez que la humani‑ dad da un paso decidido ha‑ cia una mayor integración, la enfermedad la sigue.
Los beneficios de la unifi‑ cación han sido profundos. Nos permite combinar el co‑ nocimiento, la innovación y la tecnología; compartir las ricas tradiciones de nuestras respectivas culturas y coope‑ rar a través de vastas distan‑ cias en proyectos tan grandes que ninguna persona, ningún país, podría completar por separado, por ejemplo, erra‑ dicar la viruela de la faz del planeta.
Pero la interconexión tam‑ bién conlleva grandes costos. No solo compartimos el cono‑ cimiento y la cultura a gran escala, sino también los ries‑ gos.
Pueden pasar décadas sin que nos demos cuenta; sin embargo, nuestras activida‑ des suponen un costo oculto, en la forma de riesgos que tarde o temprano se manifies‑ tan. Y no son solo las pande‑ mias.
Canal para ideas peligrosas. Nuestra recién inventa‑ da capacidad de compartir información a través de las fronteras hace posible la di‑ fusión de ideas peligrosas (falsedades, ideologías mons‑ truosas, odio) en menos tiem‑ po que cualquier enfermedad.
Los desafíos de un mundo interconectado exigen nue‑ vos planteos éticos, nuevos modos de comprender la si‑ tuación en la que estamos y coordinar una respuesta.
La ética suele verse como una cuestión individual: ¿Qué debería hacer yo? Sin embargo, a veces damos un paso atrás para tener una perspectiva más amplia y pensamos en las obligaciones de sociedades y países.
En los últimos siglos, he‑ mos comenzado a adoptar una perspectiva global: nos preguntamos, cuando surge un problema acuciante, qué respuesta debería darle el mundo.
Estas perspectivas nuevas son necesarias en un plane‑ ta cambiante. Antes de que existiera la civilización, casi no tenía sentido pensar en responsabilidades más allá de nuestros vínculos inmediatos.
Fue con el avance de la uni‑ ficación, al encontrar los pri‑ meros problemas realmente globales, que comenzamos a pensar en nuestras obligacio‑ nes colectivas hacia el planeta y hacia nosotros mismos.
Ahora tenemos que dar el si‑ guiente paso. El aumento de la interconexión fue acompaña‑ do por grandes cambios en el alcance de nuestras acciones. Con el desarrollo de las armas nucleares, el creciente poder de la humanidad sobre la natu‑ raleza llegó a un punto en que somos capaces de destruirnos.
Hemos entrado a un mundo en el que podemos poner en riesgo no solo a todas las perso‑ nas del presente, sino a las que vendrán después y todo lo que sean capaces de lograr; en el que podemos defraudar no so‑ lamente la confianza de nues‑ tros contemporáneos, sino también de las 10.000 genera‑ ciones que nos precedieron.
Poder y riesgo. Cuanto más crece nuestro poder, más cre‑ cen los riesgos: desde el cam‑ bio climático extremo hasta nuevas biotecnologías que ha‑ rán posibles pandemias de di‑ seño con un grado de letalidad y transmisibilidad superior a cualquier cosa que la naturale‑ za haya creado.
Esos peligros que ponen en duda el futuro entero (a través de nuestra extinción o de un colapso irreversible de la civi‑ lización) son los llamados ries‑ gos existenciales. La respuesta que les demos determinará el destino de nuestra especie.
Para estar a la altura de este desafío necesitamos una reo‑ rientación radical de nuestro modo de pensar; tenemos que ver esta generación como una pequeña parte de un todo mu‑ cho más grande, de un relato que atraviesa los eones.
Tenemos que adoptar no solo una perspectiva global, que incluya a todas las perso‑ nas del presente, sino también la perspectiva de la humanidad misma: los 100.000 millones de personas que nos precedieron, los casi 8.000 millones actuales y las incontables generaciones por venir.
Mirando a través de este len‑ te ético podremos ver mejor el papel crucial que nos toca en el relato general de nuestra espe‑ cie.
Pero este planteo puede pa‑ recer extraño, ya que la huma‑ nidad no es un actor coherente. Tenemos profundos desacuer‑ dos con respecto a lo que hay que hacer, y competimos todo el tiempo; nos cuesta obrar en concierto incluso cuando es una necesidad evidente.
Lo anterior se aplica a toda entidad colectiva, y no por eso dejamos de hablar de los inte‑ reses de una empresa o de las prioridades de un país.
No se trata de negar las di‑ ferencias y las fuentes de fric‑ ción entre agentes humanos, sino de preguntarnos qué po‑ demos lograr actuando juntos y qué responsabilidades colec‑ tivas tenemos.
Adolescencia mundial.
Imaginemos que toda la hu‑ manidad fuera una sola vida humana. La especie típica so‑ brevive alrededor de un millón de años; la humanidad apenas lleva unos 200.000, es decir que estamos en nuestra adolescen‑ cia.
La comparación parece bas‑ tante acertada porque, igual que un adolescente, experi‑ mentamos un veloz desarrollo de nuestra fuerza y de nuestra capacidad para meternos en problemas.
Estamos casi listos para salir al mundo y explorar el potencial asombroso que nos guarda el futuro, pero podemos ser impulsivos e imprudentes en relación con los riesgos, nos quedamos con el beneficio in‑ mediato sin pensar en el costo a largo plazo.
En las sociedades estas ten‑ siones las resolvemos dando a los jóvenes espacio suficiente para crecer y desarrollarse, mientras los alejamos de peli‑ gros que todavía no compren‑ den.
Las libertades de la edad adulta se las entregamos de a poco, con la esperanza de haberles dado tiempo y guía suficientes para que tomen decisiones sabias y prudentes, y reconozcan que la libertad implica responsabilidad.
Por desgracia, la humani‑ dad no tiene la fortuna de con‑ tar con un tutor que se ocupe de ella. Estamos solos, y vamos a tener que madurar rápido.
Que la humanidad sobre‑ viva este período crítico de‑ pende, en última instancia, de nosotros. Como los mayores riesgos no proceden de la natu‑ raleza, sino de nuestras accio‑ nes, todavía está en nosotros retroceder del borde del abis‑ mo.
Podemos adoptar una acti‑ tud más madura en relación con nuestra creciente interco‑ nexión y el progreso tecnológi‑ co y renunciar a una parte de los beneficios que conllevan para protegernos de los riesgos asociados.
Dar un paso atrás de vez en cuando para adoptar la pers‑ pectiva de la humanidad nos permitirá ver con más claridad la situación en la que estamos y nos dará la visión que necesi‑ tamos como guía.
TOBY ORD: investigador superior en filosofía en la Universidad de oxford, es autor de “The Precipice: existential risk and the Future of Humanity (bloomsbury Publishing)”. © Project syndicate 1995–2020