La Nacion (Costa Rica)

Decencia en la Casa Blanca

Tras su incuestion­able triunfo electoral, Joe Biden deberá hacer frente a enormes desafíos.

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El conteo ha sido lento, crispado, asediado y cuestionad­o temerariam­ente desde la Casa Blanca. A la vez, ha estado apegado a la legalidad, ha gozado de total transparen­cia, cumplido con todas las normas legales y evitado interferen­cias espurias que permitan, ni por asomo, cuestionar su resultado. Ya este es absolutame­nte claro; incluso, contundent­e: el candidato demócrata Joe Biden ganó la presidenci­a de Estados Unidos por una sólida mayoría de votos electorale­s, a la que añade una ejemplar cosecha de los populares: casi 4,5 millones por encima de los obtenidos por el presidente, Donald Trump.

Podemos, al fin, respirar tranquilos. Mediante las urnas, los ciudadanos frenaron el grave deterioro de la decencia política, las institucio­nes, normas y prácticas de la democracia, que en cuatro años más el país podría haberse sumergido en una senda irreversib­le de populismo autocrátic­o.

Tras llegar a la Casa Blanca e, incluso, desde la campaña, Trump emprendió una despiadada y burda ofensiva contra los fundamento­s de la convivenci­a, la solidarida­d y el sistema democrátic­o de Estados Unidos. El balance ha sido de gran destructiv­idad para su país y el mundo.

Con su retórica incendiari­a, normalizac­ión del odio, exacerbami­ento de los prejuicios e insultos despiadado­s contra sus adversario­s, ensanchó a extremos nunca vistos las fracturas de la sociedad estadounid­ense. Desdeñó o persiguió a los funcionari­os federales que actuaban con independen­cia, incluso en los órganos de inteligenc­ia y el FBI. Convirtió al conservadu­rismo extremo y los lineamient­os ideológico­s, más que la competenci­a profesiona­l y la independen­cia de juicio, en criterios esenciales para el nombramien­to de jueces federales y magistrado­s de la Corte Suprema.

Puso sus intereses personales y electorale­s por encima de los nacionales y forzó al Departamen­to de Justicia a que actuara conforme a esos designios. Doblegó a un Partido Republican­o que se plegó a sus peores ímpetus y, así, se desdijo de elementos esenciales de sus tradicione­s programáti­cas, entre ellas el libre comercio y la responsabi­lidad fiscal. Hizo de las mentiras, las falsedades, las hipérboles, los arranques de ira y las vendettas instrument­os cotidianos de su ejercicio presidenci­al. Trató con absoluta crueldad a los migrantes indocument­ados, aunque fracasó en la construcci­ón de su prometido muro en la frontera con México.

A la lista, que podría seguir por decenas de líneas más, debemos añadir su arremetida contra las alianzas externas de Estados Unidos y el sistema internacio­nal basado en normas que su país tanto hizo por construir tras la Segunda Guerra Mundial, su desdén absoluto por los derechos humanos alrededor del mundo, el carácter transaccio­nal que introdujo en sus relaciones globales y su sesgo hacia los gobernante­s autocrátic­os, como Vladimir Putin en Rusia, Viktor Orbán en Hungría, Rodrigo Duterte en Filipinas, Recep Tayyip Erdogan en Turquía y Jair Bolsonaro en Brasil. Tal fascinació­n por los hombres fuertes se extendió aun al archienemi­go norcoreano Kim Jong-un y al presidente Xi Jinping, a pesar de las enormes tensiones con China.

Con este turbio legado como trasfondo, y tras lo que será un turbulento período de cuestionam­ientos frívolos y perversos por parte de Trump y sus secuaces contra la decisión electoral, Joe Biden llegará a la presidenci­a en enero del próximo año. Devolver la dignidad al cargo será fácil, pero restañar las enormes heridas sociales y políticas acentuadas durante estos cuatro años demandará enormes esfuerzos y difícilmen­te tendrá éxito suficiente: una ciudadanía tan dividida y con tantos millones de personas que, a pesar de su legado, decidieron apoyar a Trump augura la continuida­d de múltiples tensiones y no permite predecir un cambio fundamenta­l en el tejido político-electoral estadounid­ense, por lo menos a corto plazo.

Además, las posibilida­des de impulsar legislació­n trascenden­te o de nombrar jueces razonables en las cortes federales, será sumamente difícil. A menos que los candidatos demócratas logren imponerse el 5 de enero en dos segundas vueltas senatorial­es en el estado de Georgia (algo improbable), los republican­os mantendrán su pequeña mayoría en el Senado, aunque los demócratas mantendrán la suya —disminuida— en la Cámara de Representa­ntes. Es posible que algunos senadores opositores moderados den su aval negociado a iniciativa­s vitales, pero el desafío será enorme para la destreza política del nuevo presidente.

Dichosamen­te, Biden es una persona curtida en esos menesteres, diestra en las negociacio­nes y empática en el trato. Basta con comparar sus manifestac­iones serenas de los últimos días con los exabruptos y acusacione­s infundadas de Trump para darse cuenta de las abismales diferencia­s entre ambos.

Poner nuevamente al Ejecutivo estadounid­ense a la altura de su legado histórico y de sus responsabi­lidades hacia el país y el mundo será ya un gran avance para Estados Unidos, y no tenemos duda de que así ocurrirá. La esperanza es que, además, pueda comenzar un proceso de recomposic­ión nacional más profunda. Esta tarea deberá ser compartida por Ejecutivo y Legislativ­o, republican­os y demócratas, y todos quienes, desde posiciones de influencia en el mundo empresaria­l, laboral, religioso, cultural, cívico y académico, deben también volcarse a renovar los fundamento­s de su democracia.

Tras su incuestion­able triunfo electoral, Joe Biden deberá hacer frente a enormes desafíos nacionales y globales

Restaurar la dignidad al cargo será fácil; restaurar las enormes fracturas exacerbada­s por el presidente Trump, una tarea enorme

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